Benjamín Díaz Salazar
El año de los dobles veinte está siendo fugaz, casi tanto como esas miradas curiosas que se asoman por encima del trapo que llamamos cubrebocas. Aunque todo cambió y el caos es mi cotidianidad, no me preocuparon las tantas veces que me mataron recuerdos de amargos amores,[1] de recibir tanta atención al entrar por mis compras o por vivir con más alcohol en mis manos que en mi hígado. No. Hoy me preocupé porque no tuve internet.
Hoy, como nunca antes en esta cuarentena que ya va en su tercera digievolución, recordé la fragilidad con la que la conexión se esfumaba al levantar la bocina del teléfono. En aquellos momentos, en la protohistoria de internet, no era sorprendente perder, en cuestión de segundos, el andar del muñequito de AOL[2] por los recuadros que indicaban qué tan cerca estábamos de poder revisar el correo.
Pero no, todo ese estrés sucedió hoy, cuando la fibra óptica está a dos de dominar el mundo. Fue aquí cuando tensé tanto mis músculos y mordí tanto mis uñas, sólo porque el archivo adjunto de aquel correo tardaba más en cargar que lo que duró el miedo por el virus con corona —pero eso sí, menos de lo que cuesta quitar la horrible sensación del gel antibacterial de los supermercados.
Avergonzado estaría de mí Piaget al ver que, ante los problemas, cada vez descubro menos cómo actuar. Frente a la barra que no se llenaba para avisarme que mi correo estaba listo, decidí sólo contemplar. Exclamé un par de mentadas —vaya que refrescaron— y me quedé inerte, frente aquel elemento que tanto poder cobró en mí, en nosotros. Ese instrumento que hace las veces de docente, de madre, de padre y que ahora es ya un acompañante de vida.
Ese miedo, este pánico y desesperación a la tardanza de mi internet no es más que el resultado de un cambio de habitus, ése mismo que Bourdieu se afanó tanto en describir. A lo largo de estos escurridizos meses hemos cambiado nuestras acciones, nuestras prácticas y nuestras percepciones a tal grado que de frente al espejo de febrero, más allá de los kilos de más o el vello facial —o donde se prefiera referir—, no somos los mismos. En la microhistoria de la pandemia, la experiencia se convirtió en la principal maestra de vida.
Algunas personas arropamos la comida casera y vivimos ahora la venganza de Moctezuma al menor contacto con aquellas quesadillas —con o sin queso, da igual— que en otro momento nos dieron tanta alegría: nuestros bichos de la panza ya no aguantan lo mismo. Otras más tomaron un color de piel que, al igual que los mamuts de Santa Lucía, se creía caso cerrado y simple cosa del pasado. Están quienes continuaron en su chamba, ya por dueños con matices de locura o por la necesidad de salir adelante, pero en calles diferentes, vacías, con un aire de recelo y duda. Se nos movió todo el piso.
Hoy no tuve internet, que es ahora ese recóndito espacio para conectarme con el exterior. Ese mismo instrumento que me ha permitido continuar trabajando, en una extraña jornada laboral que comienza en algún momento del día y termina en… ¿pero termina? Ahora —en caso de tener conexión, claro— resulta tan sencillo enviar un correo el sábado por la madrugada; presionar “enviar” con el pijama puesto le da un tamiz diferente a aquello que llamamos trabajo. Esa actividad para la que nos contrataron y que ahora realizamos con unas condiciones muy suyas-de-ellas, con nuestros medios, con nuestras condiciones. Y, claro está, con todo —en verdad todo— nuestro tiempo.
Hemos transformado a WhatsApp en confidente, a Twitter en psicólogo y a Instagram y Facebook en la pariente más cercana del contacto social. Pensamos que no había mejor manera de perder el tiempo que mirar coreografiar al caballo de rodeo con pasos extrañamente peculiares. Internet es ahora, por antonomasia, el espacio para linchar, “cancelar” o ensalzar figuras que pronto pasarán al olvido. Agotamos plataformas de streaming y nos acercamos a la familia, a las amistades y a los amores —para los casos en los que sí cuajó la gelatina— a través de “aplicaciones” que nos hacen experimentar una plática vis à vis. Todo esto gracias a internet.
Empero, mientras se crearon tendencias por caminatas o saludos de mil doscientos, por criticar al chicharrón o por golpizas a delincuentes, la existencia de internet en los hogares también acrecentó las diferencias. El acceso a la red es ahora un referente para medir la desigualdad en nuestro país. Es así como decidimos a dónde irán las misiones de raigambre vasconceliana a impartir las clases que no llegan ni por las ondas del televisor. Internet determina la medida en la que una persona universitaria puede continuar o no con sus estudios, pues para la educación superior no alcanzó la parrilla de programación televisiva para aprender en casa.
Las prácticas diferenciadas de conexión no son nuevas, pero la pandemia las volvió profundas; las expuso y con ellas a nosotros, como dependientes de tener un día sin internet.
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[1]. Recordando un poco a Susana López Martínez y su espontánea respuesta en el balneario de San Lorenzo, Iztapalapa; breves momentos que nos regaló la cuarentena para tomar con humor al amenazante termómetro, ahora parte de nuestra llamada nueva normalidad.
[2]. Venga, recordemos al sujeto animado de AOL, ése que se iba entre la paradójica asociación con un ícono que señala al sanitario y la esperanza de poder conectarse a internet. ¿Acaso lo han olvidado?
Pues me parece muy bien este relato para recordar al menos en parte, los efectos que ha producido la pandemia y resultado en conductas que se han traducido en una nueva realidad amedrentada; afirmando así por el temor a ser finalmente solo una falsa estadística cual costumbre en la mecánica nacional, Mojarrezca derivado de afirmaciones de:» México, México, México » solo acá sucede.
Para poder leer esta publicación se requiere haber leído obras relacionadas; que lo hacen más interesante.
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Muy real la situación y descrita de muy buena manera.
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Un excelente análisis de lo que ocurre en nuestros días!, Cómo bien dices el internet es ya parte de tu vida!, El internet a sustituido las relaciones humanas! Esas que se dieron cara a cara, y que en en su lugar se encuentra una tecnología que pretendió sustituir las relaciones personales y que en estos tiempos de pandemia reafirma su presencia! A tal grádo que, si no lo tienes te sientes aislado!, Solo, olvidado! ,triste realidad que nos invita a reflexionar sobre lo que nos hace ser individuos sociales!, Aquellos que necesitan de una simple mirada para sabernos acompañados! Una palmada para sentir el afecto de otros, cosas que no te da el internet! Y que deberíamos recuperar para no caer en ser seres fríos. Saludos cordiales!!!
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