Mariana Lucía Villegas Monroy
1.
Había leído mal la noticia de la okupación de la CNDH cuando un amigo me escribió: “¿me cuentas qué está pasando?” Llevo años leyendo y escuchando testimonios y exigencias, trabajando, acompañando y abrazando a familiares de víctimas de desaparición y feminicidio en el país. Sin darle muchas vueltas, ni pensar muy detenidamente, le respondí pensando en lo que había leído, pero sobre todo pensando en los casos de feminicidios y desapariciones de mujeres que conozco, cómo las familias responden y cuáles han sido sus exigencias. Lo que le conté me salió del corazón, de las historias que conocía y que había abrazado. Sabía que eso, seguramente, estaba fuera de las noticias que él había encontrado en las redes sociales, donde seguramente criminalizaban la protesta de las mujeres bajo encabezados en tono “las feministas banalizan la CNDH”. Sin embargo, cuando me propusieron escribir este texto empecé a reunir datos y análisis de esos que una hace en automático luego de cuatro años en un ambiente académico. Después pensé en mi posición y experiencia como mujer que ha sufrido y que acompaña violencias.
No pretendo tomar el lugar de las víctimas y sus familias. Considero fundamental el trabajo emocional, el dolor en las historias de las familias, el sufrimiento de las que luchan todos los días, las que lloran, las que gritan, sus pérdidas; de las que no querían cambiar al país pero nos han cambiado una a una. En un ejercicio de vulnerabilidad, de estudiar el dolor y la rabia, creo también que es importante reconocer el dolor en el cuerpo cada que leo un caso más de feminicidio, un caso más de una niña violada o asesinada, sobre los cuerpos en bolsas en el río de los Remedios, los cuerpos en pedazos en desiertos y basureros, y todos los casos impunes. El terror de saber de la violencia sufrida por nuestras amigas, nuestras hermanas, nuestras madres, nuestras abuelas y nuestras hijas. El dolor al verlas sufriendo, con miedo, con rabia y —lo peor— escuchar a quienes no las verán más. Tratar de poner distancia y ser objetiva ante la violencia feminicida que nos arranca del mundo me es imposible. No puedo mantenerme objetiva ni tranquila cuando noto el desprecio con el que somos tratadas las mujeres en México, la ceguera y la sordera de las instituciones y de la sociedad: el hecho de que ante nuestra exigencia de que respeten nuestras vidas nos demanden hacerlo de forma adecuada.
La exigencia de las familias que okuparon la CNDH es clara: “que se den respuestas inmediatas o al menos que se agilicen las carpetas (de investigación) Pero no sólo es de hoy; no son sólo esos casos y no sólo es esa exigencia. En lo que va del año, 549 mujeres han sido asesinadas por violencia machista, y el trato en los casos de feminicidios ha sido por lo menos tibio, cuando no denigrante, hacia las víctimas y sus familias. La negligencia de las autoridades para hacer investigación y la impunidad son comunes denominadores en los casos de feminicidio de todo el país. Hay peticiones de distintos grupos de víctimas (no sólo de quienes okupan la CNDH) de que la comisión nacional atraiga sus casos para llevar a cabo las investigaciones cuando las instituciones y comisiones locales hayan sido omisas, se hayan deslindado o hayan revictimizado a las familias, víctimas y sobrevivientes.
2.
“Yo soy una madre que me mataron a mi hija y estoy que me carga la chingada. Y tengo todo el derecho a quemar y a romper y no voy a pedirle permiso a nadie porque yo estoy quemando por mi hija. Y la que quiera romper que rompa y la que quiera quemar que queme y la que no, que no nos estorbe.”
Ser mujer en México no sólo significa vivir con el miedo a la violencia sino con la certeza de la impunidad. Con la certeza de que no importa lo que nos hagan, de que quien lo haga no vivirá las consecuencias. Cuando sin importar los medios que utilicemos para hacernos escuchar siempre habrá alguien que diga “hay formas”. Sabiendo que no importa lo que nos hagan, dirán que fue nuestra culpa y cuando salgamos a protestar pacíficamente olvidarán nuestras protestas, o se reirán, y cuando salgamos a intervenir monumentos, a quemar, a romper, nos dirán que “esas no son formas”.
Y no voy a negar que la violencia de género existe en todo el mundo y que las conductas machistas y de cosificación de nuestros seres sucede también fuera de México. Viviendo en Inglaterra, la universidad nos invitaba a ser cuidadosas y no movernos solas de noche: la violencia de género desde las instituciones que en lugar de decir “no violenten mujeres” les dice a las mujeres “no provoquen”. Incluso entonces podía caminar sola de noche. Siempre sabía que llegaría a casa, nunca tuve que tomar un taxi por miedo a no llegar —e incluso así temer no llegar.
En mi cuerpo, en mi experiencia, habiendo vivido la adolescencia en el estado de México (la entidad con mayor índice de feminicidios), sabía que caminar sola era suicidio. Fui acosada a plena luz del día en la esquina de mi casa, cuando volvía de la escuela, en las paradas de camión; fui acosada por taxistas, por camioneros, por albañiles, por estudiantes y por oficinistas, desde camiones y desde autos de lujo. La violencia estaba en todos los rincones y en todos los niveles fuera de mi casa. Incluso fui acosada en grupo a plena luz del día. Entonces no lo señalaba como lo señalo ahora; entonces me daba miedo; entonces estaba convencida de que sí era nuestra culpa por caminar “solas” —aunque fuéramos cuatro. En mi percepción del mundo no existía el caminar a solas después de una fiesta y que mi único temor fuera que algún borracho aventara una botella o se peleara afuera de un bar (porque así es la masculinidad hegemónica blanca). Y entonces entendí que no tenía que tener miedo, que las calles eran tan mías, tan de nosotras, como de los hombres.
Volver a México fue un golpe. Mis amigas y yo, como cualquier mujer en este país, estamos llenas de historias de violencias de género (las veamos o no). El 8M marché con muchas de ellas, nos abrazamos y lloramos en silencio. Estaba en la antimonumenta escuchando los testimonios de familiares y víctimas mientras llorábamos y nos abrazábamos en silencio. Gritamos con otras. Gritamos por otras. Lloramos con las madres que contaban historias terribles como la de Marcela sobre su hija Lya, abusada en su colegio y los años de impunidad; lloramos por Ingrid Escamilla y el asco de la prensa; lloramos por Marisela Escobedo y por Rubí, por Lesvy, por Nadia, por Fátima. Lloramos por todas. Gritamos por las veces que fuimos violentadas por nuestras parejas, por las veces que hemos temido no volver a nuestras casas, por las veces que temimos ser violadas. Y por las veces que, durante años, creímos que era nuestra culpa. Nos abrazamos temblando mientras las víctimas y sus familias compartían los detalles de sus vivencias atroces y todo nos dolía. Nos hervía la sangre y nos daban ganas de volver a pintar, de volver a romper, de volver a quemar, allí donde ellas ya habían pasado a dejar las huellas de su dolor en un lugar que no fuera en ellas mismas. A poner en el mundo sus cicatrices. Seguimos gritando con esas mujeres en la antimonumenta, en los monumentos y edificios intervenidos, en cada lugar marcado por la ausencia, por cada vida vivida como mujer que ha sido arrebatada por la violencia feminicida.
Cuando al presidente se le preguntó por la toma de CNDH respondió que apoyaba todo tipo de protesta, pero que no estaba de acuerdo con la violencia. Sobre el cuadro de Madero ofreció dos opiniones: la ignorancia de quienes hicieron la intervención o que eran unas conservadoras. Sin hacer referencias concretas hizo alusión a la oposición, al golpeteo de los grupos de poder. Pero quedaron unas cosas de lado. La pintura de Madero no fue la única intervenida y más allá de personajes puntuales, esa intervención es un mensaje de las víctimas y de sus familias que hay que leer sin tintas partidistas. Es un reclamo al estado mexicano, más allá del gobierno actual; no es en contra de personas concretas, no es un reclamo exclusivo a esta administración. Es un reclamo al aparato, al estado, a la lentitud de las instituciones, al maltrato y revictimización de víctimas, sobrevivientes y familiares.
El presidente habló del dolor de las víctimas, pero nos dijo (otra vez): “hay formas”. Y lo hemos intentado de otras formas: las familias de víctimas de feminicidio, las colectivas feministas y otras víctimas se han manifestado afuera del palacio nacional exigiendo hablar con él y él no las ha recibido. Luego de decir que se sentaría con las víctimas de la violencia de otras administraciones, les cerró la puerta. ¿Cuáles son las formas, entonces? Habló de buscar hablar con Rosario de forma pacífica. Marcela no llegó a la CNDH pensando en amarrarse a la silla, en convertir a la CNDH en refugio, en pintar los cuadros y okupar la institución. Marcela llegó, como llegan cientos de familias a estas instituciones, a buscar un diálogo con quien fuera; exigió, como exigen cientos de familias, no irse hasta tener un compromiso real o una respuesta, y no sólo promesas. Las familias que llegaron no llegaron como oportunistas; llegaron como familias cuyos casos también permanecen impunes.
Las familias y las colectivas no están pidiendo como una ocurrencia que la CNDH les ayude a resolver los feminicidios. La CNDH tiene dentro de sus facultades atraer casos que no han sido resueltos en sus entidades y comisiones locales. Rosario y la CNDH tienen la posibilidad de ayudarles a esas familias porque sí les compete y pueden incidir ante la incompetencia de las instancias e instituciones locales. La toma de la CNDH y el intento de toma de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (detenida por la policía capitalina) responden al mismo principio: ambas instituciones deberían de funcionar para las víctimas, protegerlas, apoyarlas y darles respuestas, sorpresa es que, más veces que no, son revictimizadas, criminalizadas o mal tratadas.
3.
“¿Por qué no se indignó cuando abusaron de mi hija”
La respuesta del presidente —“nadie debe ser ofendido así”, refiriéndose al cuadro de Madero— se leyó como la cereza del pastel. Parecería que para el estado mexicano las mujeres, las víctimas, no son “alguien”; somos nadie. Las mujeres podemos ser maltratadas, abusadas, violadas, desaparecidas y asesinadas y aun así son más importantes las pinturas, los monumentos, las paredes y los cristales. Las cosas, en el discurso de quienes condenan las pintas, las quemas y las ventanas rotas, son más importantes que la vida de las mujeres. Parecería entonces que aquella afirmación de Judith Butler sobre las vidas que importan y las vidas que son transformadas en números, en instrumentos u objetos, está demasiado cercana a nuestra realidad. Que nuestras vidas no son vidas completas, son vidas que no merecen ser vividas, vidas que no merecen ser lloradas.
La toma, okupa y fuerza de lo que se ha vivido en las comisiones de derechos humanos nacional y locales se oponen a la idea de que nuestras vidas no merecen ser vividas. Las mujeres y las colectivas acuerpando a las familias de las víctimas y las sobrevivientes de la violencia feminicida se oponen a la concepción de que nuestros asesinatos son nuestra culpa y que no merecen ser llorados. Las movilizaciones de este año han transformado el dolor y la impotencia, en rabia y acción colectiva. Estamos en cada pinta que es una cicatriz que deja la violencia feminicida en nuestro país. Estamos por las que ya no están. Estamos con sus familias. Estamos con las sobrevivientes.
Coincido con la opinión y aplaudo enfáticamente el análisis de la implicación. Tengo un matiz para el posicionamiento final, lo comparto.
Cuando «violencia» es imaginarizada como uso de fuerza que daña o destruye entramos en un territorio simple pero complicado que puede llegar a ser incontrolable: la ley del más fuerte… sí creo, como las mujeres en la situación sobre la que se opina, que hay que aplicar «talión» pero con una forma que tome ojo (literal) por ojo (simbólico)… no es lo mismo idéntico que equivalente.
Anoto sumariamente argumentos para la opinión expresada:
1 la retaliación es el temor que funda la lógica patriarcal de tinte disciplinar punitivo.
2 la represalia destruye no construye, el fondo de «poner la otra mejilla» es proponer alternativa a la represalia hasta el límite de lo esencial «expulsar a los mercaderes» en tanto «mal menor» nunca mal idéntico (mercaderes: quienes pervierten la esencia, los corruptos)
3 si bien el Estado tiene el monopolio legal y, en principio, legítimo del uso de la fuerza, no ha de ejercerlo sin importar modo o medio, esta sujeto en lo concreto a motivación y fundamentación como cualquier acto de autoridad. No hacerlo así le quita legitimidad e incluso puede hacerlo ilegal.
4 si la haces, la pagas es un llamado a erradicar la impunidad, pero no podemos asesinar al asesino sin apuntalar la lógica del asesinato como forma violenta, legitimarlo al menos en alguna situación implica poner en falta la Ley (en tanto imperfecta). Es necesaria la excepción pero no discrecional, ha de ser también reglada y asumida en su imperfección, lo que es lo mismo: en su humanidad perfectible.
5 La izquierda democrática ha renunciado a la vía violenta como fruto de su aprendizaje sobre los excesos y desviaciones habidos en la gesta por la equidad. ¿vale la pena el riesgo de sovietizar que luego se de-muestra, al caer la impostura a condición de la des-ilusión, en una mera dictadura o peor aún en el imperio de las mafias (siempre del poder)?
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