por Irma Sanginés Contreras
Todo se mueve, todo es terror, caos. ¿Qué hago? Estoy sola en un cuarto piso. No se me ocurre en dónde puede estar el “triángulo de vida”. Veo las llaves de mi casa, mi celular. “A la azotea.” Hace dos semanas me dijeron que a la azotea. Corro a la puerta, la azoto, en el camino choco con una vecina que viene bajando, corriendo por las escaleras.
—A la azotea —le digo.
No me hace caso. Sigo mi camino; nunca había subido tan rápido. Llego a la azotea, sigue temblando; es un séptimo piso en los límites de la Escandón, San Pedro de los Pinos y Nápoles. Los espectaculares se mueven. Pienso en grabar la escena; no me dan los nervios para hacerlo.
—¿Ya acabó? ¡Ya acabó! —no lo puedo creer, yo aún sigo temblando; bajo y desalojo el edificio.
Afuera están todos los vecinos, las calles llenas. Desde que llegué a vivir a la ciudad, hace doce años, cada que hay un temblor la gente piensa en 1985. Las vialidades son un caos, no hay transporte público, los semáforos no sirven. Todo el mundo camina, se desplaza; otros han sacado sus sillas a la calle, platican con los vecinos, ofrecen agua a los que pasan, se abrazan. Un grupo de albañiles desconcertados afuera de una construcción decide abandonar la obra. Me encuentro con dos primos; intercambiamos experiencias. Estamos en un puesto de quesadillas a donde toda la gente de los alrededores ha venido a comer; está en la calle, es más seguro. Hacemos picnic en las banquetas. Hacemos comunidad.
Caminamos por las calles aledañas de la colonia Del Valle. Hay un edificio de cinco pisos en Morena casi esquina con Mier y Pesado que está a punto de colapsarse; es un milagro que no se haya caído. De la reja del garaje, que está completamente doblada, cuelga un letrero que dice “Departamento en venta”.
Seguimos la caminata. Vemos un espectacular derrumbado sobre la lateral de Viaducto en dirección al oriente casi esquina con Amores. No. No puede ser. No sólo es el espectacular, es una montaña de escombro, es un edificio de departamentos hecho polvo. No lo dudamos, corremos a la cercana casa de mi primo Óscar Sanginés, que es arquitecto, y sacamos una pala y veinte cascos. Regresamos al sitio del derrumbe. Hay un camión de bomberos un par de patrullas y sobre todo mucha, mucha gente: vecinos, transeúntes que no dudaron en ayudar. Hicieron una cadena humana para retirar los escombros. Hacen falta botes, cubetas. Llevamos la pala y los cascos casi al frente, donde comienza la montaña de escombros. Se improvisa una carpa para recibir agua y víveres. Nos unimos a la cadena humana para sacar escombros. Son las 3:30 p.m. El ánimo es confuso, conmocionado; se pide silencio con los puños al aire.

Hay vida. ¡Hay vida! ¿Cómo puede alguien sobrevivir a esto? Se apresura el rescate, todos somos hormigas. Se pide auxilio a un bombero, se grita pidiendo seguetas. Silencio. Otra vez quitar escombros, ofrecer agua. Las 4:20. Todos aplaudimos, ha llegado el ejército. Es la primera vez en mi vida que aplaudo su presencia. Formamos otra valla para que pase una ambulancia lo más cerca posible de la montaña de escombros. Hay vida. Una persona con vida. Necesitamos apresurarnos. La emoción se contagia. Se siente la unión, la solidaridad, la esperanza.
Son las 6:00 de la tarde. Han sacado ya a dos personas con vida de entre los escombros. Las líneas humanas para sacar las cubetas llenas de escombro cada vez son más largas, ahora hay cuatro que van sobre la calle de Tanana y otras seis más que van por la calle Torreón hasta llegar a Obrero Mundial, en donde se acumulan los escombros y en donde ya se ha improvisado un puesto más para recibir y ofrecer los víveres y medicinas. Las cubetas van y vienen. En medio de las filas pasan carretillas y tambos de plástico. Entre quince hombres cargan una escalera de metal de ocho metros de largo. Otros seis cargan un bloque de concreto lleno de varillas retorcidas. En las filas de los escombros nos organizamos y fluyen entre nosotros cientos de restos entre el polvo blanco que penetra los ojos. Tiemblo. Tengo un nudo en la garganta. Comienzan a pasar al interior de las cubetas pedazos de libros, peluches, lámparas de mesa, cobijas, un álbum de fotos… Me contengo. Sigo cargando. Todos nos abrazamos con las miradas escondidas detrás de los cubrebocas.
—¡A un lado! ¡Todos háganse a un lado! —Pasa un voluntario con un perro rescatado en sus brazos. Aplaudimos. Lo acaricio cuando pasan frente a mí. Los escombros siguen saliendo. El ánimo otra vez arriba.
Son las 7:00 p.m. Los militares siguen en la búsqueda de vida. Se implora silencio a todos. Intentamos callarnos. Pasa un compañero explicando que hay perros de búsqueda, que hay personas pidiendo ayuda bajo los escombros y necesitan silencio. Nos piden espacio. Nos desplegamos hacía atrás. Somos demasiados. Ya no cabemos. Decido abandonar mi fila e ir más lejos. Llego a Obrero Mundial: todo lleno. Mucha gente. Muchísima. Tengo las manos agrietadas. No me quiero ir, pero ya no es necesaria mi presencia. Ayudo a vaciar de escombros otra esquina. Como un plátano del puesto de víveres. Llegan más y más personas. Decido ir a descansar. Concentro mis pensamientos y oraciones para que salgan más personas con vida.
Cae la noche en la ciudad. Siguen sonando helicópteros, ambulancias, patrullas. Se nos da un mensaje por el altavoz de la colonia. Esta noche la ciudad no duerme. Se respira miedo, solidaridad, fe. Unos ayudando, otros orando. Todos bajo el mismo techo de incertidumbre que queda tras un temblor.
Esta tarde, como en 1985, la comunidad, la sociedad civil y su solidaridad son las que han hecho la diferencia. Esta tarde hemos confirmado que contamos con nuestros vecinos, sabemos que no estamos solos. Hemos logrado derribar nuestros prejuicios. Esta tarde no importó si quienes estaban debajo de los escombros eran amigos, conocidos, blancos, morenos, tatuados, gays, lesbianas, trans, solteros, casados… Lo único que queríamos era ver salir con vida a todos.
Sigamos haciendo comunidad. Sigamos apropiándonos de los espacios públicos: que son nuestros. Sigamos derribando prejuicios. Esta tarde demostramos que sí se puede.
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