por Pedro Salmerón Sanginés *
A la caída del antiguo régimen, formalizada el 13 de agosto de 1914, pasó a primer término un debate abierto meses atrás sobre el modelo de país que querían los revolucionarios vencedores. De ese modo, durante los tres meses siguientes se delinearon dos grandes coaliciones nacionales: la constitucionalista y la convencionista. Más allá de pugnas regionales y personales, en el fondo de la llamada “escisión revolucionaria” hay una cuestión de fondo sobre dos temas clave: la democracia y la destrucción del latifundio, que abriría las puertas de la revolución social.
La escisión revolucionaria dio inicio a una guerra civil que, con ese carácter, ensangrentó al país entero de noviembre de 1914 a fines de diciembre de 1915. En esa guerra, los ejércitos populares que sostenían al bando convencionista (principalmente la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur), fueron destruidos y reducidos a su condición previa, de movimientos guerrilleros, y aunque resistieron cinco años más, no volvieron a amenazar la supremacía política de los constitucionalistas victoriosos.
La explicación tradicionalmente aceptada de la derrota de la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur parte de una apreciación militar errónea, según la cual, en diciembre de 1914 Villa y Zapata tenían todo para ganar la guerra (Friedrich Katz resume esta posición casi unánime en una frase magnífica, título de un capítulo: “Cómo arrancar la derrota de las garras de la victoria”).
Si en esa impresión prácticamente hay unanimidad entre los historiadores de la revolución (unanimidad que me propongo romper con un libro recientemente publicado), deja de haberla en las explicaciones de esta derrota. Quitando algunas abiertamente racistas y clasistas, hay algunas interpretaciones recurrentes, que gozan de general aceptación: que los convencionistas perdieron la guerra porque carecían de proyecto de nación y, por lo tanto, eran incapaces de diseñar una estrategia militar para ganar la guerra. De esta explicación se desprenden otras que hablan de la carencia de unidad de mando, del rechazo a la toma del poder, del carácter y la visión regionalista de sus jefes, etcétera.

Una revolución escindida. Epopeya del pueblo mexicano (1930), Diego Rivera. Fotografía de Memoria Política de México
Creo haber demostrado, en la medida en que puede demostrarse en la ciencia histórica (es decir, de manera temporal, parcial, relativa), que al inicio de la guerra civil no existía esa ventaja militar abrumadora de los convencionistas. Si me apuran, incluso diría que no existía ventaja pues, por el contrario, tenían en su contra importantes condiciones económicas y geográficas.
Creo que también he explicado la estrategia militar convencionista y su sentido nacional, así como la unidad de mando en dicho bando. Por su parte, Felipe Ávila también ha mostrado, en un libro de reciente publicación, el proyecto de nación de la Convención. En mi investigación sobre lo militar, encontré que hay asuntos que durante largo tiempo se han considerado verdades obvias, que no lo son: así, la “calumnia historiográfica” (dice Francisco Pineda) según la cual los zapatistas abandonaron la lucha. Así también, las (inexistentes) cargas de caballería de la División del norte en Celaya.
Parece una perogrullada, pero encontré que hay que confrontar las fuentes militares (hasta ahora había primado casi exclusivamente la versión de los vencedores) y preguntarse no sólo por qué perdieron Villa y Zapata; también indagar sobre otra cuestión hasta ahora ignorada: cómo y por qué ganaron los constitucionalistas.
Se trató de una guerra mucho más reñida de lo que hemos pensado.
De la dureza de la guerra y de las propuestas de los vencidos, numerosos historiadores desprenden el viraje a la izquierda del constitucionalismo, que se expresó en el mismo año de 1915 en la Ley Agraria del 6 de enero y en el pacto con la Casa del Obrero Mundial. Más allá de discutirlos (que hay que hacerlo), se supone que al calor de esas acciones (así como la práctica de gobernadores como Pastor Rouaix en Durango, en 1913-1914; Antonio I. Villarreal en Nuevo León; Salvador Alvarado en Yucatán, Agustín Castro en Chiapas y Francisco J. Múgica en Tabasco) surge o se consolida el ala jacobina o radical del constitucionalismo que se haría presente en el Congreso Constituyente. De ahí, hay quien sostiene que los ejércitos populares obtuvieron una peculiar “victoria en la derrota”, que se manifiesta en el articulado social de la Constitución.
No soy abogado ni estudioso del derecho, pero me sorprenden poderosamente las actuales propuestas de investigadores de la UNAM, el CIDE y el ITAM, según las cuales la Constitución de 1917 NO concentra el poder del Estado en manos del presidente de la República. Por todos lados aparecen poderes y palancas en manos del presidente de la República y, de manera notable, en los dos artículos que simbolizan el nuevo pacto social: el 27 y el 123.
Frente a la propuesta convencionista de efectiva libertad de huelga y asociación, que legalizaba diversos mecanismos de acción directa, el artículo 123 somete ambos derechos al arbitrio –a la voluntad- del poder ejecutivo federal: una legislación laboral cuyo fin último es la modernización de las relaciones capitalistas. Frente a la destrucción del latifundio (la revolución agraria) instrumentada en los territorios villistas y zapatistas desde 1912 y 1913, una reforma agraria diferida y mediatizada por la voluntad del Ejecutivo -toda restitución o dotación tenía que hacerse por resolución presidencial-, contenida por el Poder Judicial mediante el amparo agrario, y respetuosa del derecho de propiedad vía la indemnización. En fin: frente a la revolución, la modernización y la institucionalización del autoritarismo.
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