por Dalia Argüello *
Pahuatlán del Valle fue declarado “pueblo mágico” del estado de Puebla en 2012. Junto con la declaratoria, y con el fin de promover el turismo, llegó la promesa del gobernador Moreno Valle de remodelar la carretera Honey-Pahuatlán —que aún sigue sin cumplirse por completo— y se realizaron algunos cambios en el paisaje, como la remodelación de fachadas y empedrados; también se reubicó el mercado dominical: de la plaza central, donde tradicionalmente se instalaban los puestos y las mercancías, se trasladó a las calles aledañas, lo que —de acuerdo con los mismos pobladores y vecinos— modificó la dinámica de la plaza, que desde hace varios siglos ha venido congregado a las comunidades nahuas y ñañus que acuden ahí cada semana a intercambiar sus productos.
En este pueblo, como en muchos otros, como parte de los problemas de pobreza y marginación que se viven, hay también una larga tradición de migración hacia Estados Unidos, lo que actualmente significa la ausencia una gran cantidad de cabezas de familia y recientemente también de mujeres, jóvenes y niños, y de generaciones que van creciendo dentro de este patrón de separación y ruptura como un destino inevitable.
Pero en la región existe también una ya larga experiencia de lucha y organización comunitaria. Como parte de este proceso, el pasado 14 de noviembre el padre Alejandro Solalinde, conocido por su labor en defensa de los migrantes, fue invitado a encabezar, juntó con otros activistas y representantes locales, el “Tercer foro por los derechos humanos y de recursos naturales”, que congregó a casi un centenar de personas en el centro de Pahuatlán.
La problemática compartida de quienes expusieron sus testimonios y experiencias (tanto de resistencia y organización, como de represión y hostigamiento por parte de las autoridades y la delincuencia organizada) es, por un lado, el despojo, destrucción y saqueo de bosques y cuerpos de agua, que se viene agravando ante la construcción de “megaproyectos”. La situación se vuelve más grave ante la inminencia de la reforma energética, que implicará la construcción de gaseoductos, ampliación de carreteras y exploración de nuevos pozos petroleros con la técnica de fracking, en toda la región Veracruz-Hidalgo-Puebla. Por otro lado, la emergente organización de los pueblos frente a estos proyectos que amenazan los ecosistemas y las formas tradicionales de sustento y alimentación, padece los ya conocidos problemas de quienes defienden derechos, buscan justicia y se oponen a empresas trasnacionales o al estado mismo, desde sus lenguas originarias y con escasísimos recursos.
Los defensores del agua en Atla, de los bosques en Zacacuautla, los que se oponen al gasoducto en Cuacuila, al proyecto “integral turístico Necaxa” y los periodistas independientes que van documentando todo esto (y que se suman a todos los pueblos y grupos que están defendiendo causas parecidas, como la del maíz y la miel de los mayas contra la siembra de transgénicos), rechazan en efecto el despojo en nombre de la modernización y el progreso, la sobreexplotación de los recursos naturales en beneficio de unos cuantos, la subordinación de las comunidades indígenas frente al “proyecto nacional” que impulsa el turismo de fachadas, que folkloriza y banaliza formas de vida y costumbres, que privilegia lo urbano y promueve la mercantilización como única forma de medir el valor del patrimonio cultural e histórico.

Boaventura de Sousa Santos, desde la epistemología del sur, es uno de esos autores que —al poner el ojo crítico en los procesos de colonización y decolonización— ayudan a pensar asuntos como estas luchas de las comunidades indígenas como ejemplos de resistencia y reacción al despojo, pero también como construcción de alternativas, sujetos y lugares de enunciación.
En Conocer desde el sur: Para una cultura política emancipatoria (Lima: Programa de Estudios sobre Democracia y Transformación Social-Universidad Nacional Mayor de San Marcos [Facultad de Ciencias SocialesCiencias Sociales], 2006), De Sousa identifica cinco elementos que constituyen la base del pensamiento moderno occidental y desde la cual los estados nacionales operan silenciando o excluyendo a quienes no asumen a éste como el único esquema válido para organizar y dar sentido a la vida social:
— la monocultura del saber, que descalifica lo diferente como ignorancia o incultura;
— la monocultura del tiempo lineal, que establece la no contemporaneidad de lo contemporáneo diferente, pues se concibe como atrasado;
— la lógica de la clasificación social, que es la base de la naturalización de las diferencias y las relaciones de dominación que las sustenta;
— la lógica de la escala dominante, establecida desde lo global y universal, que desdeña lo particular, y finalmente,
— la lógica productivista, que descalifica lo que está fuera del mercado capitalista como improductivo, estéril o ineficiente.
Dentro de esta lógica moderna, basada en una concepción de progreso lineal y evolutivo, se justifican desastres y abusos presentes en nombre de la redención venidera, y en consecuencia —explica De Sousa—, se ensancha el futuro y se achica el presente. Cuando la política de estado se hace en nombre del futuro, se desperdician, invalidan e ignoran las experiencias múltiples y variadas que en el presente están construyendo diferentes expectativas de porvenir.
Otros autores, como Miguel Ángel Cabrera en “La historia y los historiadores tras el fin de la modernidad” —en El fin de los historiadores: Pensar históricamente en el siglo XXI, compilación de Pablo Sánchez León (Madrid: Siglo Veintiuno, 2008)— nos recuerda que la disciplina de la historia ha sido uno de los medios a través de los cuales la modernidad se ha desplegado epistemológicamente y se ha proyectado en prácticas y en instituciones concretas. De manera que las construcciones significativas de la modernidad occidental, de las que derivan muchas de nuestras categorías organizadoras de la vida social, las instituciones o relaciones de poder, han sido forjadas y difundidas a través del uso de la historia, lo cual legitimó su función social como forma de conocimiento.
Aunque desde perspectivas distintas, lo que ambos autores están señalando es la existencia de una lógica, una epistemología, un paradigma que se ha impuesto sobre otros y que ha resultado en relaciones de dominio y exclusión justificadas retóricamente. Y también, especialmente Boaventura de Sousa, señalan la urgencia de vincular investigación y acción social para rescatar las experiencias presentes, las formas de lucha y acción que construyen futuros “desde posibilidades plurales y concretas, simultáneamente utópicas y realistas, que se van construyendo en el presente”.
A los historiadores y demás investigadores de lo social estos textos nos invitan a reconocer condiciones de posibilidad y de incertidumbre concretas a través de las prácticas, experiencias y saberes de las distintas comunidades (como las que se reunieron en Pahuatlán) y con esto, encaminarnos hacia nuevas condiciones epistemológicas y retóricas con las que podamos pensar y realizar otras prácticas que no sean solo las de la explotación, el individualismo y la ganancia inmediata. Reflexionar sobre el sentido y la función de la historia como conocimiento requiere, sobre todo, pensar en nuestros esquemas y horizontes de temporalidad y en nuestro papel de historiadores como sujetos constructores de presentes y posibilidades de futuros.
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