por Benjamín Díaz Salazar *
Cada 5 de octubre la comunidad internacional celebra el día mundial de los docentes. Aunque es un momento que pasa extrañamente inadvertido —como que todo lo que resulta de todos es de nadie—, considero que es la fecha precisa para repensar, problematizar y reconsiderar el papel del docente en nuestra sociedad y, sobre todo, una oportunidad para poner a discusión los retos que se avecinan.
En nuestro país la imagen del docente ha sufrido una constante avalancha de desprestigio que privó al gremio de la confianza ciudadana para ejercer libremente su profesión. Paulatinamente el educador ha sido sometido a una mordaza que lo convierte en un simple técnico que aplica cualquier “novedoso” modelo educativo, estructurado en no-sé-dónde para aplicarlo a no-sé-quién y obtener un lugar en una lista internacional de educación.
México ha convertido a sus maestros en algo aún menos importante que un simple ente que cuida y controla a un grupo de sujetos en un área delimitada por cuatro paredes. Ante la inminente digitalización del conocimiento, optamos por pensar que el docente es una computadora que arroja datos codificados y que, para el asombro de muchos, es ahora verdad de vida.
La culpa de tal ambiente resulta de un amplio espectro de circunstancias, el cual sería un tanto cansado de describir. Basta decir que cada uno de nosotros, desde nuestras trincheras, arrojamos constantes granadas que desprestigian al magisterio y a la educación. Las madres y los padres de familia, las instituciones educativas, los aparatos de gobierno, los docentes mismos y, en fin, la sociedad en general somos partícipes del proceso educativo y por lo tanto responsables de construirlo y apuntalarlo, para evitar que se derrumbe.
Para ello debemos reconstruir, poco a poco, el criterio de un actor principal: el docente. En 2007, la película Freedom Writers, de Richard LaGravenese —basada en los conflictos entre pandillas de 1994 en Long Beach, California—, demostró a más de uno que la convicción y los deseos de hacer lo que se quiere permiten revalorar el papel del maestro y, claro está, arrojar mejores resultados en la formación de los estudiantes.
El saber de los maestros en la formación docente (México: Universidad Pedagógica Nacional, 1999), libro compilado por Elba Tlaseca, permite comprender dos elementos base de la docencia en nuestro tiempo: la pasión por la profesión y la convicción de alcanzar las metas planeadas. Esos dos elementos, que podrían parecer secundarios, son los que poco a poco se esfuman de las aulas en nuestro país. Los maestros van perdiendo el ímpeto por sacar adelante a sus grupos, envueltos en kilos de papeles burocráticos que sólo legitiman los maquillados resultados que ofrecen las secretarías de educación del país.

Con pocos ánimos de entrar en filosóficas disertaciones sobre el ser, el querer ser y la autoconstrucción de la imagen, es preciso dejar en claro que al maestro lo construye su realidad y la forma en la que éste se impone a ella. Los problemas en las aulas —llamémosles inasistencia, falta de disposición, rezago escolar y otros tantos— son los detonantes, según Tlaseca, de las construcción del quehacer escolar. Es decir, el profesor debe construir, según su contexto, las estrategias, las dinámicas y los conocimientos que le exige su grupo.
Llegar al aula con hojas amarillentas con el “resumen” de una clase manufacturado en lustros previos o mantener la misma y monótona forma de “evaluar” en todos los años sólo contribuyen al ya desprestigiado papel del docente. El docente es el encargado de reconstruir, a la par que se le imponen las circunstancias, sus formas de abordar el tema y de impulsar al grupo por mejores resultados.
Como señalan Wilfred Carr y Stephen Kemmis en Teoría critica de la enseñanza (Barcelona: Martínez Roca, 1988), el docente es el encargado de construir sus propias propuestas pedagógicas: hace suyas teorías para moldearlas a su antojo y disposición, pero sobre todo, para romper los paradigmas de cómo enseñar. Es preciso que el docente, si bien fundamente sus acciones en estudios, diseñe él mismo sus estrategias, sus propuestas y sus senderos, para permitir que su labor, la de instruir, se cumpla, pero sobre todo aquella otra de formar para la vida. Sea a través de actividades lúdicas, de lecturas, del arte o cualquier estrategia de construcción, el docente debe problematizar para crear.
El camino es largo y complicado. Los deseos innovadores y de reconstrucción educativa se ven mermados por rígidos programas en los niveles básico y medio superior en nuestro país —programas donde se propugna por una enseñanza libre a la par que se pide aplicar exámenes titánicos que poco tiene de pedagógicos—. Además, enseñar a un profesor a educar va más allá de rimbombantes especialidades en la enseñanza de alguna asignatura impulsadas por politizados institutos que las generan al vapor, como propaganda. Va más allá de amenazar con la privación de una plaza o con los cada vez más difíciles mecanismos de ingreso a una institución pública.
Día con día egresan profesionales que ven con recelo el quehacer docente, al que juzgan fácil y seguro, sin saber que cada vez es menos fácil y menos seguro en nuestro país. La docencia se ve como la sopa quemada que sólo se quiere al no haber más para comer. Llegan a los salones jóvenes que “no encontraron de otra” y que se enfrentan a niños o a adolescentes a cambio de un salario menos que digno.
Sentémonos, pues, a pensar sobre las condiciones de la educación en México, lejos de camisetas políticas e intereses electoreros. ¿Qué es ser maestro? Pero sobre todo, ¿para qué educar en nuestro país? Lo dejo aquí, como inicio de una reflexión intensa que tendremos que debatir. Por lo pronto, ¡feliz día mundial de los docentes!
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