por Wilphen Vázquez Ruiz *
Imposible no hablar de ella; obligado el reflexionar al respecto: la marcha del pasado 26 de septiembre convocó a varios miles de personas a manifestarse en contra de las autoridades locales, estatales y federales en relación con la desaparición forzada de 43 normalistas, a un año de la fecha en que acontecieron estos trágicos sucesos.
Este comentario no ahonda sobre los actores involucrados y tampoco lo hace sobre los significados que revelan esta concentración que respondió al desgaste y olvido que esperaban las autoridades. En cambio, toma el acontecimiento como un ejemplo de las bondades y riesgos que afronta el abordar la problemática social y política contemporánea desde la perspectiva del historiador y lo que, en mi consideración, debe regir siempre: un juicio que a partir de una postura nos vincula o desvincula de los acontecimientos y sus repercusiones, ya sea que se exprese de manera consciente o inconsciente.

Como es evidente, en el caso de los sucesos contemporáneos el historiador se ve obligado a acudir y realizar una investigación hemerográfica por ser ésta la primera fuente de datos accesibles. Aquí vamos a hacer una breve referencia al comentario de tres analistas políticos, quienes ofrecieron un comentario previo a la marcha. El 22 de septiembre, Pedro Salmerón en su artículo de La Jornada se enfocó, por un lado, en la manera grosera en que al ciudadano a pie de calle le han sido arrebatados desde hace mucho los héroes que pudieran identificarle con un modelo económico y social que realmente les ofrezca algo y los integre como ciudadanos plenos; por el otro, tiene a los padres de los 43 como héroes que han sabido no olvidar su pena ni su agravio, dándonos la muestra de lo que quizá pudiéramos hacer como sociedad.
Al día siguiente en El Universal, por su parte, Ricardo Alemán centró su comentario en la forma grosera y perversa en que los padres de los 43 han sido utilizados por algunas ONG y los expertos —que él llama “supuestos”— del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes; como es su costumbre, extiende este lazo de culpabilidad al político quien ahora detenta el mayor liderazgo dentro de la “izquierda” mexicana (en este último caso las comillas son mías). Utilizando estos elementos, Alemán no sólo destaca la torpeza del jefe del ejecutivo federal en el manejo de esta crisis, sino también afirma que los normalistas de Ayotzinapa han sido infiltrados desde hace tiempo por la CNTE, el EPR y por bandas del crimen organizado, todo lo cual da como resultado el manejo perverso que se hace de los padres de los 43, a la vez que grupos clandestinos y radicales emplean esta bandera en su estrategia por desestabilizar al gobierno y las instituciones del Estado todo.
Ese mismo día, por último, Ricardo Rocha en El Universal considera que ésta pudiera llegar a ser la última llamada y, por tanto, la última oportunidad que tenemos como sociedad para resolver una serie de agravios históricos que de nuevo se reflejan en la tragedia de Iguala y que abonan a un clima de tensión que desde hace un tiempo ha dado muestras de violencia, particularmente en Guerrero, en donde se han presentado serios brotes de agresión, todo ante la corrupción, ineficiencia y arrogancia de las autoridades involucradas. Para este analista, la herida que causan estos sucesos es tan grande que no será la última, aunque también pudiera ser la oportunidad de acceder a una etapa en que la verdad sea respetada y la justicia sea ejercida.
Al margen de las simpatías o antipatías que pueda tener, el historiador está obligado a confrontar versiones diferentes destacando lo que cada una tiene de verdad. Esto no debe conducirnos a la aceptación de que toda interpretación es relativa y con ello a imposibilidad de lograr un conocimiento dentro del quehacer histórico. Tampoco debe llevarnos a esperar el surgimiento de verdades absolutas que pudieran ser equiparables a las “leyes” que pretenden explicar un segmento de la realidad objetiva.
La solución radica finalmente en las bases teóricas que guían nuestra labor, iniciando por la selección de las fuentes consultadas, su comprobación y comparación con otras, la jerarquización de los elementos seleccionados y —lo más difícil quizá— la interpretación generada a partir de este trabajo. Ineludiblemente, la interpretación será puesta en duda más temprano que tarde, ya sea por el descubrimiento de nuevos datos o el replanteamiento de las preguntas antes realizadas toda vez que se presentan cambios en la propia teoría de la historia.
En este alud de elementos, quisiera destacar algunos de ellos que sin duda deben ser contemplados por el historiador ya sea en formación o quien es ya un profesionista. Me refiero a los valores. Si tomamos como base a un autor como Riseri Frondizi —¿Qué son los valores?: Introducción a la axiología, quinta edición (México: Fondo de Cultura Económica, 1972)—, entenderemos que los valores existen de manera ideal, pero que es a partir de la relación entre el sujeto, el objeto que es depositario de estos valores y la situación, que los valores son jerarquizados a partir de criterios que obedecen a principios teóricos objetivistas o subjetivistas. Frondizi señala que un error bastante común es aceptar la separación tajante de estos criterios, pues ambos se encuentran sumamente imbricados entre sí. No obstante —recuerda el autor argentino—, una guía para la jerarquización y aceptación de los valores descansa en un criterio de moralidad que nos conduce a desear y buscar lo “bueno” y por tanto lo “mejor”. Esta solución lleva añadida una postura inherente y, en principio, obligada para el individuo: el no ser indiferente.
Lo anterior puede aplicarse a diferentes aspectos del quehacer de un historiador, como lo puede ser la búsqueda de una interpretación lo más objetiva posible. Pero también incluye el propio proceder del historiador en cuanto a miembro de un tejido social con el que se identifica en mayor o menor medida. Y eso me hace regresar a la marcha que tuvo lugar el pasado 26 de septiembre.
El número de asistentes varía según la fuente que se consulte. En algunas se menciona que las autoridades del Distrito Federal cifraron el número de asistentes en 50 mil; por supuesto, los asistentes y observadores que participaron de ella hablan de un número mucho mayor. Pero en esta variedad notable de números, otros reportajes hablan de una asistencia de 15 mil personas a lo largo del trayecto y de la presencia de 3 mil de ellas en el Zócalo capitalino al término de la marcha. Otra más, menciona que sobre esa plancha “únicamente” se reunieron alrededor de 9 mil almas. Cabe preguntarse si estas cuantificaciones toman en consideración que incluso ante la lluvia y el frío que se presentaron la tarde del 26 de septiembre, miles de manifestantes desfilaron por las calles, algunos se retiraron y otros miles llegaron al destino final, de los cuales a su vez algunos se marcharon prontamente habiendo cumplido con el propósito de manifestarse y otros tantos se quedaron más tiempo.
Esto plantea un problema para quien decida analizar este proceso; lo que no puede ser soslayado es la participación de varios o bastantes miles de personas quienes asistimos a esta concentración y marcha. En lo personal, considero que las marchas, si bien son necesarias, muestran ser insuficientes para lograr un cambio significativo en la actitud de las élites que gobiernan a la capital, un estado o el país. Sin embargo, tampoco debe olvidarse que para el ciudadano común ésta quizá sea la única vía real y accesible para mostrar el apoyo a una causa o la inconformidad ante algo dadas las limitantes que tiene el sistema electoral.
No tengo manera de conocer el número aunque sea cercano de asistentes. Mi impresión y a partir de la cual reflexiono en tanto historiador es que en ésta, como en otras ocasiones, mucha más gente pudo haber asistido habiendo tenido la oportunidad y la intención de hacerlo. Lejos de mí está el desaprobar a quienes no lo hicieron por los presupuestos teóricos y políticos que los guían o por la causa que sea. De cualquier manera, lo cierto es que en algo podemos coincidir con la Procuraduría General de la República: sí existe una “verdad histórica”, sólo que ésta difiere totalmente de la presentada por la PGR. Sin importar la presencia de infiltrados del crimen organizado, de miembros de la CNTE o del EPR, 43 normalistas fueron levantados y seguramente asesinados. ¿Es así como deben ser resueltas las cosas? ¿Con una explicación que se fundamenta en la presencia de grupos radicales, de anarquistas o narcotraficantes? ¿Con la discusión vana de si esto es una responsabilidad de la alcaldía, del estado de Guerrero o del ejecutivo federal, o de si uno de los operadores de un ex candidato presidencial estuvo vinculado con la promoción de los Abarca para ocupar la alcaldía?
Sin duda, estos son elementos importantes que el historiador en tanto profesionista debe considerar y analizar. Pero no bastan para resolver una más de la larguísima serie de afrentas y asesinatos colectivos a los que ya nos hemos habituado y ante los que el historiador, insisto, en tanto ente moral, sencillamente no puede ni debe permanecer indiferente. Por desgracia, no soy optimista, aunque quisiera quedarme con la reflexión de Ricardo Rocha sobre que ésta puede ser una oportunidad, quizá la última, para apegarnos a la verdad y para que la justicia finalmente aparezca antes de que la pradera se encienda.
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