por Octavio Spíndola Zago *
La historia como ciencia quedó constituida en el seno de la reforma universitaria en el siglo XIX, durante la polémica entre el romanticismo científico de Ranke y el idealismo dialéctico de Hegel. El triunfo fue para Leopold von Ranke y la escuela positivista francogermana. Como ciencia, la historia estableció sus reglas de funcionamiento y sus signos de identidad a partir del principio de diferencia. Separado de la filosofía y de la política, el ejercicio epistémico de la historia pasó por aislar al pasado en tanto “cosa-separada” del presente y del pasado, encerrando al historiador en su gabinete para trabajar su objeto de estudio —en el sentido más mecánico del término—, constituido como “histórico” por sí mismo. Sin embargo, hoy sabemos que el pasado no es sino resultado, por un lado, de la búsqueda fenomenológico-ontológica del ser humano (siguiendo a Heidegger) y de la labor hermenéutica del estudioso (según Gadamer). Para esto la historia trabaja con dos materias primas: el pasado a través de las cenizas y el pasado a través de la memoria.
Mientras en la tradición positivista el hilo cohesionador del discurso histórico era la cronología-teleología que daba por sentados los hechos históricos, en el panorama del giro lingüístico, y entendiendo los mecanismos psicológicos de la sociedad, ese recurso toca a la narrativa. De acuerdo con Michel de Certau la historia, o más bien la escritura de la historia en tanto que operación, es una práctica que quedó instaurada a partir del análisis historiográfico desarrollado en el último tercio del siglo XX que nos acerca al dominio de la función discursiva en la labor académica. Reflexionar acerca de la función discursiva nos conduce a entender que nombrar es clasificar, que es un ejercicio instrumental de politización del habla y esquematización de la realidad a partir de brochazos interpretativos. Pero este ejercicio está reservado a la elite cultural y académica, que mantiene celosamente el monopolio de los cuadros conceptuales y permite distinguir la interpretación “correcta” de la “incorrecta”.
En la edición 23 del diccionario de la Real Academia (de la lengua) Española se ha definido a la palabra gitano como “trapacero”, textualmente conceptualizado como “alguien que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien en un asunto”. La reacción del Consejo Estatal del Pueblo Gitano de España no se hizo esperar: a principios de abril lanzó en redes sociales una campaña en la que señala ésta definición como discriminatoria y que genera discriminación. La respuesta de la RAE en un comunicado dado a conocer en distintos medios españoles ha sido contundete: “El que una palabra o acepción figure en el diccionario de la lengua española no es fruto de una invención o de la voluntad arbitraria de la academia, sino que obedece a la obligada incorporación a este repertorio lexicográfico de los usos léxicos del español utilizado en la realidad.”
Si bien ésta no es la primera ocasión en que estallan escándalos en torno a la lengua —hace algún tiempo un grupo de académicas feministas acusaron a la RAE de ser una institución machista, por ejemplo—, este caso es paradigmático en la medida en que cristaliza la situación cultural de nuestra sociedad y en el papel de los académicos.

¿Qué tiene que ver el historiador en esto? El vacío en la historiografía latinoamericana sobre el estudio de las migraciones, asentamientos, cotidianidades e impactos del pueblo gitano, roma o romani es inmenso, por más que en las calles céntricas de ciudades como las mexicanas Puebla y Querétaro, la chilena Santiago o la costarricense San José se note la presencia de estas personas. En Europa el panorama es otro: los estudios sobre los roma son amplios y extensos, y demuestran la falsedad de la imagen construida por la historiografía romántica del siglo XVIII donde el gitano es el malo, el ladrón, el estafador, el “alejador de la fe y corruptor de las buenas costumbres”. Entonces, ¿por qué se mantienen e institucionalizan clichés y tabúes discriminadores?
La “cuestión gitana”, que tristemente no ha desaparecido —en parte gracias a películas como El jorobado de Notre Dame— es la misma que la “cuestión judía” o la “cuestión árabe”: la imposición de la carga ideológica capitalista-occidental-cristiana por sobre la racionalidad-intersubjetividad académica. Se mantienen vivos discursos obsoletos y peligrosos ante la escasez de críticas socialmente efectivas, porque los historiadores llegan a olvidar que el acto de nombrar es un ejercicio de poder, que todo concepto va más allá de ser una simple palabra por la carga de significantes-significaciones que posee.
En palabras de Roger Chartier —en La historia entre representación y construcción—, “la historiografía (es decir historia y escritura) lleva inscrita en su nombre propio la paradoja —y casi el oxímoron— de la relación entre dos términos antinómicos: lo real y el discurso. Relación problemática, paradójica que liga historia y ‘grafía’, conocimiento y razón”. En términos más puntuales: la historiografía es la creación de la realidad a través de la escritura. En este sentido, el historiador ejerce el poder al construir y poseer a sus objetos de estudio en tal o cual sentido.
Continúa la RAE: “Al plasmarlos en el diccionario, el lexicógrafo está haciendo un ejercicio de veracidad; está reflejando usos lingüísticos efectivos, pero no está incitando a nadie a ninguna descalificación ni presta su aquiescencia a las creencias o percepciones correspondientes.” ¿Cuántas veces el historiador no se licencia en adjetivar a determinados sujetos so pretexto del principio de veracidad? Casos como éste llaman a reflexionar sobre la función discursiva de los conceptos, su impacto en la memoria compartida y las nociones de realidad excluyentes en las que nuestra disciplina se desarrolla.
Muy interesante, lo imprimirse para subrayar, pero fomenta dudas y ello siempre es bueno.
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