por Daniela I. Cárdenas Ruíz *
Con cierta frecuencia, y tal vez de manera inconsciente, los historiadores nos erigimos como los productores más fiables de conocimiento acerca del pasado. Cuando estudiamos un acontecimiento, procuramos adherirnos de manera correcta a un método, buscamos dotar de originalidad a nuestras preguntas de investigación y se nos enseña que debemos ser rigurosos en el tratamiento de nuestras fuentes —que por supuesto seleccionamos y sometemos a crítica—. En este proceso de búsqueda y selección de fuentes, los historiadores tenemos que adaptarnos y trabajar con el pasado fragmentado que llega hasta nuestros días. También tenemos presente que la historia es algo que atañe al resto de las personas y que éstas crean su historia con o sin la intención de dejar información sobre el pasado.
Una de nuestras características como seres humanos es que tendemos a reaccionar ante los desastres (de cualquier tipo). En momentos de turbulencia, algunas personas se asumen como sujetos históricos conscientes de su papel en la sociedad y deciden emprender acciones ante ciertas rupturas; en estos casos, la intencionalidad de dejar un testimonio que trascienda el tiempo presente es clara. El rescate de la memoria colectiva es una de las vías que las sociedades han tomado, desde hace tiempo, para no olvidar aquellos acontecimientos que las afectan directamente y que “pasan” a la historia. A partir de lo anterior, podemos aseverar que la memoria es construida como un conocimiento alternativo que nos permite abordar el devenir desde otra perspectiva y con otros sujetos.
No debemos perder de vista que la memoria se crea contra el olvido, tiene la cualidad de renovar los hechos pasados y, en una de sus acepciones —la séptima en el DRAE— se entiende como monumento para el recuerdo. No es fortuito que la palabra monumento sea definida como una obra pública que es puesta en memoria de algo, al tiempo que es concebido como un documento para la historia. En efecto, un buen número de monumentos remiten a la conmemoración de acontecimientos o personajes históricos y quienes estudiamos el pasado vemos en estos espacios una historia pública impuesta por algún régimen. Aquí vale la pena recuperar otra de las acepciones a las que remite la palabra monumento —cuando es nacional—, que es entendido como un espacio que se encuentra bajo la protección del estado y, por lo tanto, tiene una relación directa con éste.

El pasado 26 de abril, los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa colocaron sobre el paseo de la Reforma un “antimonumento” contra el olvido del crimen ocurridos en Iguala hace más de siete meses. Si después de lo expuesto aquí nos detenemos a pensar en el término antimonumento, veremos que cobra sentido en tanto que se trata de un grupo de ciudadanos que está estableciendo una conmemoración de manera autónoma, muy lejos de lo que hace meses el procurador Murillo Karam declaró como su “verdad histórica”, o sea el intento del gobierno por desconocer cualquier acción que se emprendiera para insistir en el caso.
Lo acontecido en el paseo de la Reforma es un ejemplo de rescate de la memoria colectiva, es la articulación de un relato fuera del ámbito académico y en contra de la “verdad histórica” del gobierno federal. Los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa son conscientes del alcance y las repercusiones que sus acciones pueden tener en el futuro. A su exigencia de justicia, han sumado el uso del recuerdo contra el olvido de los jóvenes desaparecidos. Con la construcción de una memoria alrededor del caso Ayotzinapa, están actualizando constantemente lo que las autoridades mexicanas quieren que olvidemos. La articulación de esta memoria, al mismo tiempo, nos impide a todos caer en el olvido de nuestra realidad.
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