por Alejandro Herrera Dublán *
En un artículo de Javier Sicilia titulado “La excepción del poder”, publicado en Proceso, número 1921, leí:
La mayoría de este país es tratada como un recurso para el poder y el capital, como un animal industrializado. Bajo el terror, la norma de la excepción quiere convertir al ser humano en lo que en los lager se llamaba “musulmán”: un ser reducido a la docilidad de un perro, a —dice Agamben— “una supervivencia separada de cualquier posibilidad de testimonio” a la cual puede asignársele cualquier identidad.
Esa mayoría del país está compuesta, de acuerdo con el sentido general del artículo, por los ciudadanos, o sea, los mayores de 18 años, de lo que deduzco que los chavos que no alcanzan esa edad deben pasarla peor en la medida en que su opinión, respecto de los problemas que destrozan a su sociedad, no vale para la ley. Y me preocupa porque ellos constituyen el universo de las personas para quienes me preparé y a quienes sirvo como maestro de historia en secundaria.
Cuando Sicilia habla de una “supervivencia separada de cualquier posibilidad de testimonio a la que puede asignársele cualquier identidad”, pienso en la imposición de la intención atribuida a los hechos históricos que ellos deben memorizar mientras asisten a la escuela. Edmundo O’Gorman escribió que, al concederle intención a cualquier sucesión de hechos pasados o a sus testimonios, los convertimos en historia. Ese historiador propuso que la “supraintencionalidad” —como él llama al producto de esa acción— busca hacer entendible la existencia de cada uno siendo, por lo tanto, algo identitario, vital e importantísimo. Pero en los planes de estudio oficiales esa intención suprema se la adueña el estado suplantando la necesidad que todo adolescente tiene de construir su propia idea de la historia.
Mediante la historia oficial, el estado impone su explicación sobre el sentido de nuestra existencia individual y colectiva, sirviéndose de ella para imponer, a fuerza de evaluaciones punitivas, sus intereses y los de sus representados —que no son los de la mayoría de la población, sino los de la clase dirigente—. La historia oficial es tanto el significado como el registro de las acciones con las que esa clase se mantiene allá arriba (eso, por supuesto, ya lo había dicho Marx). Los testimonios de los de abajo no importan; lo que vale es que enseñemos, aprendamos —y desde hoy seamos evaluados— en función del cuento que nos quieren contar.

Dicen por ahí que la historia (oficial) la escriben los vencedores —la clase dirigente otra vez—. No me cabe duda que dentro de esa clase hay que contar a los historiadores que participan en el diseño de los programas de estudio con el puro ánimo de no vivir en el error, o sea fuera del presupuesto, sin importarles que la historia que quieren que los maestros enseñemos relegue hasta lo último a la importancia de consolidar en los chavos una identidad que tenga cabida para los testimonios de todos. Porque esos todos, no sólo los políticos, los empresarios y los historiógrafos, somos los que hacemos la historia.
Claro que los historiadores orgánicos van a legitimar el gobierno en turno. No hay duda, pero aquellos pocos que pudieran aportar una historia verdadera no salen de la academia. El resto, con suerte, está enseñando en el nivel medio y la inmensa mayoría son ninis, o sea, los que pudieran escribir una historia de los derrotados porque nadie ve ya por ellos.
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Viendo el articulazo de Carlos Betancourt Cid, me convenzo de que no era lo mejor poner el nombre de Luis González -ya bien muerto- en la imagen del artículo….La más apropiada era una de Patricia Galeana Herrera, experimentada académica y Funcionaria.
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Ella es uno de los historiadores orgánicos. Cargos vemos, intereses ¿los sabremos?
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