por Luis Fernando Granados *
Lenta pero inexorablemente se van acumulando evidencias de lo que significa el estilo priista de gobernar, en teoría renovado después de su travesía por el desierto. El comportamiento de la Secretaría de Educación Pública en estos ocho meses es un buen ejemplo de ello. (Si nos enfocamos en su actuación no es sólo porque su ámbito de acción es obviamente cercano a los intereses profesionales y disciplinarios de quienes nos dedicamos a la historia. También lo es porque, como en pocas otras oficinas gubernamentales, la presunta renovación priista está siendo conducida por un dinosaurio que —como Alejandro Herrera Dublán recordaba aquí hace unos días— no es sino el responsable último de la matanza de Acteal.) En las últimas semanas, en efecto, ese modo de gobernar, oscuro, burocrático y sectario se ha manifestado con particular fuerza en relación con los libros de texto. El asunto es grave porque, no sobra repetirlo, los libros de texto suelen ser el único material impreso disponible para la gran mayoría de las mexicanas menores de edad.
En primer lugar, el propio secretario Chuayffet anunció el 18 de julio que los libros de texto gratuitos, obligatorios y únicos contenían hasta 117 erratas pero que, dada la inminencia del inicio del ciclo escolar 2013-2014, igualmente se repartirían en las escuelas primarias del país (aquí la nota de La Jornada). El reconocimiento del dislate fue por lo menos sospechoso, puesto que el funcionario se limitó a advertirlo en lugar de ofrecer algún remedio (es más: ni siquiera mostró las erratas) y sólo el martes 30, como resultado del escándalo que provocó el anuncio, la subsecretaria de Educación Básica prometió que se repartirá a los maestros una fe de erratas (aquí la nota de CNN México). Eso ha invitado a pensar que en realidad la SEP se proponía “echarle tierra” al gobierno anterior, en aplicación de la máxima burocrática de acuerdo con la cual todos los defectos de la administración son heredados y todos sus logros resultado de la inteligencia preclara del funcionario en turno.

Más grave, en cierto modo, ha sido el modo en que la SEP convocó al concurso de selección de los libros de texto gratuitos, obligatorios pero diversos que se emplean en la educación secundaria. Hace tres meses, Rubén Amador Zamora, Mario Vázquez Olivera y yo señalamos en este espacio que el retraso en publicar la convocatoria correspondiente ponía en riesgo la renovación de los textos de acuerdo con las enmiendas hechas por el gobierno calderonista en 2011. Pecamos de ingenuos. Porque eventualmente la convocatoria fue publicada, el 17 de julio, en el Diario Oficial de la Federación: y desde el lunes pasado, y hasta el 5 de agosto, libros nuevos para todos los grados y todas las materias están siendo recibidos por la SEP, que los evaluará entre agosto y octubre y los pondrá a disposición de los maestros —o más bien los jefes de zona escolar— a principios del próximo año.
Tanto en la redacción como en los plazos de la convocatoria, sin embargo, se manifiesta la misma improvisación y, sobre todo, la misma afición a la opacidad que Arturo Rodríguez García acaba de reportar para Proceso a propósito de la ley de Transparencia (aquí está la nota) y que, así, puede tenerse como una característica central del “nuevo” régimen. En primer lugar, porque la SEP anunció el concurso el 11 de julio (aquí la nota de La Jornada), mismo día en que debía comenzar el registro de los libros propuestos, y antes de su publicación en el Diario Oficial, lo que obviamente era absurdo e improcedente pues el concurso es una licitación. Cuando finalmente, el 23 de julio, el calendario se hizo público —y legal—, la SEP se vio obligada a alterar los plazos de entrega de los libros concursantes (un documento oficial con las fechas originales puede verse aquí).
Con fechas antiguas o con nuevas, empero, el problema central de la convocatoria —su sectarismo, su falta de transparencia— permaneció inalterado, pues se mantuvo un plazo ridículamente breve entre la convocatoria y la entrega de los libros. Para comprenderlo no hace falta sino advertir que, de acuerdo con los tiempos públicos establecidos por ese documento (cuyo texto legal puede verse aquí), un autor o editor independiente hubiera tenido ¡menos de dos semanas! para familiarizarse con los lineamientos establecidos por el llamado “acuerdo 689” y a continuación redactar, diseñar, diagramar y editar los libros de marras. Si la mayoría de las editoriales y sus equipos autorales y editoriales no fracasaron en el intento fue simplemente porque, desde hace unos meses, la SEP ofreció chismes, filtraciones e instrucciones informales a los interesados —que además resultaron falsas, pues durante semanas se dijo que la fecha de entrega era el 8 de julio—. Con su comportamiento, la SEP no ha hecho sino garantizarle al trust editorial mexicano un monopolio, informal, pero contante y sonante, que no contribuye en nada a la democratización de la enseñanza pública en nuestro país.
No estás para saberlo, ni yo para contarlo, pero lo más probable es que todos los proveedores de la administración pasada sean substituidos, y no solo en la SEP… Ahora, con respecto a la forma de hacer el concurso, lo que describes es ya tradición en multivariados ámbitos de la vida nacional, que involucran a todos los partidos, gobiernos, universidades públicas y privadas y hasta el PNUD. Triste, pero cierto.
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No sé qué sea peor de esta nota http://www.milenio.com/cdb/doc/noticias2011/39860e89df20769fc595974feb17b0da que estén «buscando a los responsables» o que la Academia se «preste» a estas cosas: ¿cuántos «lexicógrafos especializados» se necesitarán para revisar un libro de primaria? Por cierto, quizá las autoridades no se conformen con «corregir» las placas, sino que quieran ir a buscar (sacar de la tumba) a los pintores/arquitectos (ir)responsables que cometieron esa impresionante serie de faltas de ortografía en el mismísimo edificio de la SEP… ¡plop!
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