por David F. Uriegas *
No hay más que interpretaciones de la historia, dicen algunos. La historia no es más que una recopilación de cuentos —hoy más que nunca antes— hechos por profesionales. Que los historiadores no me lo tomen a mal, pero es que lo que se dice son puros cuentos: cuentos que buscan explicar una realidad pasada, la realidad del otro, la realidad de nuestro presente.
El Observatorio de Historia nació a raíz de una iniciativa en nada ajena a la recién coyuntura electoral, y nació, si no me equivoco, con una fuerte convicción de que la disciplina de la historia tiene una función social y que ésta puede ser de ayuda idónea al desarrollo de diferentes y diversos ámbitos de nuestra sociedad actual. Ante esa convicción, se propuso analizar las diferentes instituciones que “regulan” el conocimiento histórico e historiográfico, para dar pie al desarrollo de nuevas propuestas que, en cierta forma, mejoren la forma en que el conocimiento de lo histórico es aprehendido y reproducido en los diversos ámbitos sociales de nuestro país. La tarea es monumental y requiere, más bien, de un estudio sociológico antes que histórico, como bien apuntó Bernardo Ibarrola anteriormente. Esto nos debería poner a pensar en la función social ya no sólo de la historia, sino de toda disciplina académica.
Ante la famosa pregunta “historia, ¿para qué?” —que atormenta la cabeza de los historiadores en ciernes, e incluso a los mismos profesionales— es inevitable un cierto desasosiego. Desde los tiempos en que el eje de la historia era Europa, y a lo largo de las muchas transformaciones teológicas o filosóficas que han dado desde el nacimiento del cristianismo hasta el advenimiento de las más recientes filosofías y teorías de la historia, el hecho de contar un cuento sobre algo que fue parecía tener sentido y tenía su función.
Pero hoy la disciplina de la historia en México existe, como bien apuntó Luis Fernando Granados, en un par de “feudos” que reproducen lo-que-sea-que-reproduzcan para sí mismos. O sea que, hoy, la función social de la historia es más bien función de pretensión científica y nada más.
Ante la gran gama de información que se acelera estrepitosamente en nuestro presente —conforme la tecnología va desarrollándose de formas tan extraordinarias como nunca antes—, ¿cuál es el paradigma de nuestra historiografía?, ¿a qué podría aspirar nuestra disciplina? Es claro que la historiografía medieval tenía un paradigma inherente a la praxis religiosa de aquel entonces; el paradigma de la historiografía ilustrada se tornó individualista y “racional”, y el paradigma del siglo XIX encontró su lugar en lo preciso, lo exacto, lo objetivo, lo “científico”. Aparentemente, el paradigma presente no sólo se centra en las identidades y en la subjetividad del conocimiento, sino que parece alejarse cada vez más de aquella vieja discusión filosófica en torno de la verdad.

Sin importar cuál es el paradigma actual, pues hablo con gran ignorancia y generalidad, pienso que nuestra sociedad sí requiere de una historia: de una historia que contemple sus necesidades y no las necesidades que se tenían hace cien o 150 años, cuando el país requería de una identidad nacional. ¿Cuáles son las necesidades actuales? ¿Cómo escribir una historia para una sociedad que se diversifica conforme se desarrolla la tecnología, es decir, una sociedad que “está más cercana y más lejana al mismo tiempo”? Ni siquiera pienso en una historia nacional, pero no porque la condene, sino porque creo que, a raíz de ese desarrollo tecnológico y ante el gran cúmulo de información, las banderas se han convertido más en un símbolo geopolítico que en un lugar identificación social.
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