por Wilphen Vázquez Ruiz *

Entre las posibilidades que otorga este blog está el enterarse de algunas de las ideas y propuestas que sus colaboradores sostienen sobre los temas más diversos. Recientemente, una colaboración acerca de la posibilidad de la lucha armada en México llamó gratamente mi atención, pues concluye que estamos ante una época difícil que pone a prueba nuestra creatividad política (Pedro Salmerón dixit). Destaco lo anterior por coincidir en que estamos en una época difícil. Más todavía, se trata de una época en la que no sólo está a prueba nuestra creatividad política, sino nuestra creatividad (y acaso también nuestra capacidad) como historiadores.

Me explico. La historia contemporánea, como hemos mencionado en este espacio, está obligada a encarar una serie de fenómenos y acontecimientos cuya naturaleza es difícil de medir y valorar. Reinhart Koselleck, en ese sentido, ha reflexionado sobre la relación e importancia que guardan la historia conceptual y la historia social. La primera de ellas nos permite entender los conceptos  mediante los cuales se explica un acontecimiento o proceso traduciéndolos a la situación presente. Ello precisa, a su vez, de la historia social a fin de entrever las condiciones en las que surgen esos conceptos. Ambas historias se requieren una a la otra, aunque también tienen diferentes velocidades de transformación y estructuras de repetición distinguibles.

Algunos indicadores muy concretos nos permiten entender por qué la lucha armada por medio de la guerrilla contó, o dejó de hacerlo, con una base social que le sustentara y apoyara. Hoy en día existen otros fenómenos perceptibles, pero no medibles como los grupos de autodefensa, la homofobia y el narcotráfico (por citar algunos). Si bien en distinta proporción e intensidad, en todos estos fenómenos se presentan la frustración, el miedo, el odio y la indiferencia por la vida. ¿Cómo medirlos y explicarlos? ¿Cómo hacerlos ver como parte de la historia en una forma que rebasa las posibilidades que nos ofrecen las estadísticas?

Para el caso de la frustración, tenemos como ejemplo la guerra sucia durante el priato en contra de quienes no encontraron sino en la guerrilla (rural o urbana) la última forma de enfrentarse a un régimen caracterizado por la opresión y la marginación de grandes conglomerados sociales. En cuanto al miedo, está el surgimiento de los crecientes grupos de autodefensa en diversas comunidades del país. Y qué decir de los llamados “crímenes de odio” de los que son objeto quienes optan por una sexualidad distinta a la heterosexual. O de los más de 60 mil muertos y cerca de 25 mil desaparecidos, según datos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que no sólo nos hablan de pobreza, corrupción y odio, sino de una marcada indiferencia por la vida de quienes son victimados.

Afortunadamente, tal como señala Lorenzo Meyer, algunas expresiones artísticas como la literatura y el cine nos ofrecen una ventana a lo que la historia puede presenciar, pero no medir y transmitir a cabalidad. El Violín, de Francisco Vargas Quevedo (2005); El Apando, de José Revueltas (1969), y Guerra en el Paraíso, de Carlos Montemayor (1991), son sólo una muestra de trabajos formidables, entre muchos otros, que evidencian lo que creatividad e historia pueden hacer juntas.

Fotograma de El apando, de Felipe Cazals (1975).
Fotograma de El apando, de Felipe Cazals (1975).

Me parece que son pocos los historiadores que logran unir ambas narrativas para forjar una obra que, aunque se base en hechos históricos, no deje de lado la ficción que también forma parte de ella. El historiador que no cuenta con tales recursos y que se acerca a lo contemporáneo tiene entonces un reto formidable que requiere no sólo de una investigación exhaustiva y de un contacto con disciplinas relacionadas con la nuestra, sino también de una creatividad que le permita reflejar lo que es perceptible, pero no enteramente medible.

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