Luis Fernando Granados
Apenas seis años y 364 días —ni siquiera siete años— duró la travesía del desierto de Boris Berenzon. Destituido como profesor de carrera de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM el 13 de agosto, 2013, el martes pasado, 12 de agosto, 2020, volvió a incorporarse a la nómina del estado mexicano como “encargado de coordinar las acciones y programas de promoción y divulgación” de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. (Dado que la universidad nacional es un “organismo descentralizado del estado”, como dice el artículo 1 de su ley orgánica, y la comisión fundada en 1992 es también un “organismo que cuenta con autonomía de gestión y presupuestaria”, como dice el artículo 2 de la ley respectiva, no hay exageración alguna en considerar que Berenzon fue funcionario público hasta mediados de 2013 y que ha vuelto a serlo desde la semana pasada.)
¿Cómo ha sido posible semejante aberración? ¿Cómo pudo ocurrir si su destitución de la UNAM fue uno de los mayores escándalos académicos de los últimos tiempos? (Para quien no recuerde los hechos, véase la primicia que publicamos aquí hace siete años, y sobre todo véase el blog Yo (también) quiero un trabajo como el de Boris Berenzon, sin duda el mejor espacio para conocer con detalle la trayectoria de Berenzon.) ¿Cómo es que la CNDH —con qué fundamento, por qué razones, a santo de qué— decidió confiarle a Berenzon una responsabilidad eminentemente pedagógica (y lo es no sólo porque depende de la Dirección General de Educación en Derechos Humanos) cuando que hace siete años quedó de manifiesto su grave “deficiencia” en el ejercicio de sus “labores docentes o de investigación”?
No puede haber sido porque la CNDH ignorara el pasado académico de Berenzon. Para empezar, porque ya a mediados de mayo Reforma había señalado que Berenzon tenía el dudoso honor de ser el “primer académico expulsado de la UNAM por plagio”, y luego porque a principios de agosto, apenas una semana antes de su nombramiento, Peniley Ramírez, en su columna de El Universal, informó que Berenzon “había presentado como suyo trabajo académico de varios de sus colegas” y aun que había gente que pensaba que “cada cosa que Berenzon escribió era un plagio”, incluyendo “sus tesis de maestría y doctorado”. Peor todavía: como relata Ramírez en su texto, al menos desde mayo de este año Francisco Estrada, secretario ejecutivo de la CNDH, sabía que Berenzon era ese Berenzon —pero no hizo nada para impedir que trabajara en la comisión. (En ambos textos periodísticos, por cierto, se dio como un hecho que Berenzon se había incorporado al Conacyt en 2019, sin tomarse la molestia de señalar que su directora general, María Elena Álvarez-Buylla, negó que Berezon trabajara ahí y, más aún, que atribuyera esa información al secuestro de su cuenta de Twitter.)
Entonces: si la CNDH obró con conocimiento de causa, sabiendo que Berenzon fue destituido por apropiarse de obras ajenas de manera sistemática y en general por faltar a sus obligaciones como profesor universitario, lo sensato es suponer que lo hizo por una de dos razones. La primera y más simple es que sus superiores jerárquicos —el director general de Educación en Derechos Humanos, Elí Evangelista Martínez; el secretario ejecutivo de la comisión, Francisco Estrada; el sexto visitador general, Édgar Sánchez Ramírez, de quien Berenzon fue “asesor” desde principios de 2020, y finalmente la presidenta misma de la CNDH, Rosario Piedra Ibarra— actuaron por amiguismo o alguna otra clase de complicidad. Para decirlo en plata: porque a sus jefes la relación personal o política con Berenzon les resulta más importante o provechosa que el costo político de emplear a un defraudador intelectual de primer orden para promover en público de la gente el trabajo y la misión de la CNDH.
Quizá ésta es una explicación demasiado simple y demasiado burda, sobre todo si se tiene en cuenta el pasado de Piedra y aun de Sánchez —uno de los dirigentes históricos del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Quizá es más razonable suponer que Evangelista, Estrada, Sánchez y Piedra consideran que Berenzon tiene derecho a reincorporarse al servicio público porque ya ha cumplido su “condena” —un poco a la manera de los presos que, en el sistema judicial mexicano, pueden y deberían rehacer sus vidas al salir de la cárcel. Semejante razonamiento podría conducir a un problema por demás interesante, relacionado de un lado con el viejo debate sobre los límites temporales de la justicia pero también, del otro, con el carácter del castigo que se le impuso a Berenzon hace siete años.

¿Tiene sentido suponer que Berenzon ya “pagó” por las faltas que cometió contra la UNAM, sus colegas y estudiantes hasta 2013? ¿Es justo considerarlo un plagiador o un defraudador intelectual para toda la eternidad, sin tomar en cuenta el paso del tiempo ni la posibilidad de que, como escribió él mismo apenas en marzo, “todas las personas tenemos derecho a rehacer nuestras vidas”? Como si estuviera preparando su contratación en la CNDH, en ese texto Berenzon añade que su despido “me hizo entender que los sistemas de justicia deben juzgar los actos, mas no a las personas. Porque ése es el objetivo de un sistema que respeta los derechos humanos, la dignidad inherente a cada uno de nosotros: procurar la justicia e impartirla sin atropellar las libertades de nadie.” Y de ahí, más o menos, extrae una conclusión: “tengo derecho a seguir con mi vida, y tengo derecho a hacerlo como un hombre de bien.” (El texto completo puede verse aquí.)
Aunque la palabra autocrítica aparece tres veces en ese artículo, Berenzon sostiene ahí que “nunca se me comprobó que hubiera pretendido robar las ideas de otros autores”. Lo único que reconoce es “que hubo errores que no debí haber tenido” (sic), aunque aclara que estos “no radicaban en el robo de ideas y argumentaciones ajenas”. En suma: “Yo no cometí plagio.” Dejemos de lado el extraño significado que autocrítica parece tener en su lexicón. Importa más advertir la manera en que se vale de un par de tecnicismos para poner de cabeza la resolución del consejo técnico de la facultad unamita donde se formó y trabajó durante una veintena de años.
El primero tiene que ver con la intencionalidad de sus robos, pues, en efecto, es imposible demostrar que —en su tesis doctoral, en un montón de textos antes y después de alcanzar el grado terminal— Berenzon se propusiera apropiarse del trabajo de otros investigadores. Lo único que ha sido fehacientemente demostrado es que tal despojo ocurrió, y en innumerables ocasiones. El segundo —propio de abogado litigante, no de universitario que busca reivindicar su buen nombre— alude a la causal de su despido, que efectivamente no es plagio sino deficiencia grave en el cumplimiento de sus labores como profesor e investigador de tiempo completo. Convenientemente, Berenzon omite decir que el despido se formuló en esos términos porque así lo establece la legislación universitaria, no porque alguien dudara que hubiera robado textos ajenos y defraudado a sus estudiantes. (Por lo demás, nadie lo acusó nunca de hurtar “ideas y argumentaciones ajenas”; el problema fue siempre que presentaba textos de otras personas como si los hubiera escrito él mismo.)
La pieza central de la acusación contra Berenzon en 2013 fue su tesis de doctorado. Aprobada en 2001 por Gloria Villegas, Álvaro Matute y Helena Beristáin, Berenzon —obviamente— presentó ese documento como de su autoría, a pesar de que contenía pasajes no atribuidos de una investigación de Juan Manuel Aurrecoechea y Armando Bartra publicada en 1988. Acaso porque no era el único ejemplo de plagio en el expediente, pero sin duda también porque su directora de tesis dirigía entonces la Facultad de Filosofía y Letras y los otros dos miembros de su comité eran profesores más que reconocidos, a la hora de su destitución se ignoraron olímpicamente las implicaciones de ese robo en particular. La tesis sigue estando en el repositorio de la UNAM. El diploma correspondiente nunca fue cuestionado. Berenzon sigue recibiendo trato de “doctor en historia” —como puede verse en esta nota que Proceso le dedicó en mayo de este año. En una palabra: el fraude autoral cometido por Berenzon para obtener su doctorado no sólo no fue castigado; en realidad es como si no hubiera existido.
Más que un acto de justicia, lo que pasó en 2013 parece haber sido apenas un golpe de teatro para acabar con un escándalo que rebasó con mucho el pequeño mundo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Berenzon no fue condenado expresamente por plagio ni se le despojó de su grado de doctor en historia ni se examinaron a fondo y con todo detalle los muchos abusos que cometió durante los muchos años en que fue profesor universitario. La UNAM cerró el expediente; Berenzon aceptó su despido “sin regateos”. Hoy ha quedado claro que, como suele hacer la iglesia católica con sus infractores, lo único que pasó es que Berenzon cambió de diócesis.
¿Qué tanto ha expiado sus “pecados” siete cortos años después de haber sido «condenado»? ¿Qué garantías tiene la sociedad de que no volverá a robar textos ajenos y a fingir que trabaja cuando en realidad se dedica a otra cosa? Eso es lo que deberían preguntarse quienes mandan en la CNDH.
Excelente reflexión. Me impactó leer la columna de Berenzon a que se refiere el artículo. Me temo que Berenzon tiene un trastorno de personalidad que atenta contra su desempeño en el sector público. La «autocrítica» de Berenzon me recuerda a la de otro plagiador sistemático, Rodrigo Núñez Arancibia: https://bit.ly/2HzSsnj. Alguien con conocimiento psiquiátrico debería analizar el texto de Berenzon.
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