Octavio Spíndola Zago
El triunfo de Andrés Manuel en el proceso electoral con mayor participación en las urnas de nuestra historia, aparejado con la contundencia de su oleaje en las cámaras legislativas federales y los congresos locales, así como las esperanzas legítimas y ambiciosas que se han movilizado en pos de la denominada cuarta transformación, ha desperdigado debates acalorados. Intelectuales, académicos y opinólogos dedican sendas columnas o ensayos a reflexiones o divagues sobre el populismo, la democracia de partidos, el clasismo-racismo entramado en la dinámica mexicana, la crisis de seguridad y el desgarramiento del tejido social, las instituciones gubernamentales, el capitalismo, el estatismo y un largo etcétera.
Algunos de ellos, bien intencionados y con argumentos atendibles, nos convocan a revisitar las ideologías en una era que Daniel Bell, en 1960, había vaticinado como “posideológica”. Las coaliciones entre el PRD y el PAN, por un lado, y Morena con el PES por el otro; las batallas por los símbolos nacionales y la historia de la patria entre el PRI y Morena; la disputa por la representación de los intereses de la izquierda entre el Sol Azteca y Morena o por la derecha entre un PAN con fuerte presencia de intereses católicos y el partido de los evangélicos; el periodismo investigativo de la talla de Verificado 2018 enfrentándose a la posverdad y las fakenews: estos son sólo algunos ejemplos de las arenas que se dibujaron para el debate. Encuentro una hebra que se hila en todos estos tejidos: el concepto liberalismo.
La la historia conceptual es un campo interdisciplinado, autorreflexivo (remito a “La teoría como condición” o a “Teoría para la vida” ), sumamente útil para proporcionarnos recursos en la discusión. Esta historia se cuestiona por los lenguajes políticos modernos, buscando en los discursos, a la manera de la retórica clásica, la huella lingüística de su contexto de enunciación, las tramas vivenciales de cada concepto como índice de la realidad, pero también como factor de transformación, aparejadas por las disputas ideológicas por su sentido. Se reconocen tres escuelas preponderantes de las que se constituye la historia conceptual: la tradición anglófona fundada por Quentin Skinner y John Pocock, que se centra en la dimensión pragmática del lenguaje; la tradición alemana de Wilhelm Dilthey, renovada por Reinhart Koselleck, que se ajusta a la dimensión semántica del lenguaje, y la escuela francesa, con Michel Foucault y Jacques Derrida a la cabeza, más bien interesada en la dimensión sintáctica del lenguaje. Entre los más destacados representantes de la historia conceptual —a modo de invitación— podemos mencionar a Hans Blumenberg, Pierre Rosanvallon, Javier Fernández Sebastián, Luis Castro Leiva, Guillermo Zermeño, Iván Jaksic, Gonzalo Capellán de Miguel, Alejandro Cheirif Wolosky o Elias Jose Palti.
Estas líneas no se proponen ser exhaustivas ni provocativas. Son un ejercicio de divulgación para los interesados en el liberalismo. En el trascurso del siglo XIX, esta ideología se convirtió en una doctrina de poder, dejando de ser en consecuencia una filosofía de la sospecha para interpelar los mecanismos del poder obsoleto (el antiguo régimen que sucedió al feudalismo), desconectado de la realidad material y social en que se pretendía gobernar. Más aún —afirma Timothy Garton Ash, profesor de Estudios Europeos en Oxford, en una conferencia dictada para The Political Quarterly—, el liberalismo se convirtió en la filosofía de elites, una lingua franca para las clases gobernantes cosmopolitas, pero vaciada de contenido efectivo y mensaje afectivo para las masas.
Avizorando las ramificaciones de aquilatar su discurso, fijándolo en el horizonte con las promesas de desarrollo y el trato igualitario, Garton Ash dictamina que el liberalismo perdió el sustrato inmediato, es decir, los referentes comunicativos con las sociedades que llevan décadas o siglos en espera de las mieles prometidas por la doctrina liberal pero que sólo han sido laceradas con crisis y explotación. El vacío dejado por el liberalismo, cierra Garton Ash, ha propiciado el regreso del deseo de comunidad nacionalista y la aspiración de igualdad socialista. De acuerdo con Fintan O’Toole, las revoluciones que han constituido los episodios históricos del liberalismo imaginaron un “año cero”, a partir del cual el tiempo se suspende, la historia se despliega y el calendario vuelve sobre sí mismo para volver a andar desde las gloriosas victorias de los liberales. El nuevo tiempo se consagra con rituales seculares, con una liturgia patria y con monumentos mnemotécnicos.
Pero, ¿qué podemos entender históricamente por ese liberalismo que, para Garton Ash, hoy está experimentando momentos aciagos? El liberalismo, a partir de El contrato social de Rousseau, es la fundamentación individualista de las libertades que todo estado debe respetar por el hecho de que le preceden (axioma que en la constitución mexicana se incorpora con la reforma de 2011 al artículo primero). Sin embargo, el estado del liberalismo no es la suma de voluntades individuales, como era concebido en la teología medieval, pues ello devendría sólo en una multitud dispar. Hobbes expuso que el estado era un Leviatán y lo público como originario, como constituido por un contrato. Coincidiendo en este último punto, Locke discrepa con Hobbes en que no es el estado el que tiene preeminencia sino los intereses individuales.

El objetivo de estos planteamientos teóricos, armados durante los siglos XVI al XVIII, era despejar de los ropajes corporativos y de los privilegios estamentales a la sociedad, para que los individuos fueran integrados a la nación. Procedimentalmente, se encuadraron las estructuras familiares y productivas al derecho civil o mercantil, se refuncionalizaron las tradiciones y se desterraron los usos y costumbres al umbral de ilegalidad, por ser contrarios a la igualdad ante la ley —tal como lo describió Kant en Metafísica de las costumbres. En este conglomerado de individuos, la voluntad general se expresa por la vía representativa, principio que en la doctrina suareciana ya estaba presente dado que el rey recibe el poder por derecho natural del pueblo y solo indirectamente de Dios. La forma que debía tomar esa representación fue motivo de pruebas y experimentaciones desde el alba de dichas revoluciones liberales: el parlamento británico o la convención revolucionaria francesa, el congreso nacional de Melchor de Talamantes, la junta de Buenos Aires o el congreso del Anáhuac de López Rayón y Morelos, los proyectos republicanos federalistas o confederados en el Río de la Plata o centralistas y federalistas en México.
Las ideas que hemos enunciado (fundamentación individualista de los derechos, igualdad ante la ley, representación como depositaria de la soberanía) prevalecieron en Cádiz, de acuerdo con Roberto Breña, gracias al partido liberal asturiano de Agustín de Argüelles, más que por los liberales americanos Miguel Guridi y Alcocer o Manuel Ramos Arizpe, aunque constriñeron la representatividad a los intereses políticos de la metrópoli recortando dramáticamente el número de diputados americanos. Servando Teresa de Mier justificaba esto en su oposición al federalismo, argumentando que atentaba contra la unidad de la nación por ser —el federalismo— proclive al desmembramiento o a la simulación. Cuando Agustín de Iturbide convocó al congreso de 1822, quiso hacerlo por cuerpos sociales en lugar de seguir la pauta liberal gaditana. Lo mismo algunos republicanos que los borbonistas y los iturbidistas le pusieron freno y presionaron para integrarlo por individuos representando a otros individuos. De acuerdo con Israel Arroyo, éste fue el modelo del congreso constituyente de 1824 y lo sería en el resto de los experimentos constituyentes que vivió México —y el resto de Occidente— a lo largo de los siglos XIX y XX.
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