Halina Gutiérrez Mariscal
Hace seis años, la discusión sobre una manera distinta de hacer política, en particular en lo referente al manejo de los recursos estatales y la distribución de la renta pública, era, sí, imperativa. Llegaba al poder, a través de una serie de irregularidades electorales, un grupo que podía ser considerado como uno de los menos aptos, y sin embargo, tal vez por la misma ineptitud, más decidido a cargar con los costos políticos de realizar las reformas estructurales faltantes. No nos equivocamos. Pocos gobiernos como el de Peña han dañado tanto al erario, la imagen de México ante el mundo, los derechos humanos, la seguridad nacional y, por fortuna para muchos de nosotros, incluso la imagen de su propio partido ante los ciudadanos. El quebranto del país es inigualable. Por eso discutir sobre política nacional era imperativo entonces; sin embargo, hoy es impostergable y todo lo que abone a la discusión debería ser al menos escuchado.
Hablar por primera vez, ya no desde la oposición, sabiendo que lo propuesto o discutido no será instrumentado desde el poder, sino desde el otro lado, para diseñar el rumbo de un nuevo gobierno que por primera vez —al menos para la mayoría de nosotras— apuesta a una manera distinta de dirigir el país, parece un reto que debería discutirse en todos los foros y escuchar a tantas voces como sea necesario. Sí, por el consenso, porque estamos intentando vivir la democracia, pero también por ética y responsabilidad. Las expectativas que se tienen sobre el nuevo gobierno y la carga histórica que pesará sobre sus hombros deberían hacer que las decisiones se basen en la más meticulosa discusión, tomando en cuenta la pluralidad de voces que tienen algo qué decir, y también estudiando cómo han funcionado desde otras realidades, modelos y propuestas. Si aún ahora, que el nuevo gobierno no ha entrado en funciones, las miradas están puestas sobre sus acciones y las exigencias han comenzado, las nuevas autoridades serán atinadas si comienzan no solo por abrir el diálogo, sino también a tomar en cuenta a todas las voces, incluso la divergentes.
Para todos en este país es evidente que las propuestas del nuevo gobierno difieren en contenido y forma de las que se han aplicado al menos en los últimos cuarenta años. Sin tomar distancia del modelo de democracia liberal, la manera en que este nuevo gobierno propone solucionar los problemas del país resulta distinta. El cambio de rumbo inquieta y pone nerviosos a propios y ajenos. Las dudas sobre cómo funcionará todo aquello que siempre discutimos como propuestas no aplicadas, porque estuvimos siempre en la oposición, ocupan nuestras lecturas y diálogos. No partimos, sin embargo, de cero.
Una de las críticas más recurrentes que se oyó en voz de los detractores de López Obrador fue sobre su insistencia en una serie de medidas que, según sus críticos, sirvieron en el pasado y que para el mundo actual resultan obsoletas. Dichas medidas fueron calificadas con muy diversos motes, entre los que destacan los de populistas, por su capacidad de causar pánico entre un sector poblacional susceptible a la desinformación y el amarillismo. ¿Qué tan acertadas son dichas críticas?

Para quienes vivimos las tres campañas presidenciales de López Obrador, las frases de campaña “por el bien de todos, primero los pobres” y “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”, sumadas a su gestión como jefe de gobierno en la ciudad de México, son un buen botón de muestra de lo que esperamos ver del nuevo presidente cuando entre en funciones. En algo tienen razón sus detractores: se trata de viejas soluciones. En algo se equivocan: los buenos resultados del modelo de estado de bienestar —que coincide con las propuestas de López Obrador— se han notado incluso en periodos recientes en diversas economías del mundo.
¿Qué es el estado de bienestar? A decir de quienes entienden del tema, no se trata de “una invención de políticos populistas […] sino de una consecuencia histórica del desarrollo político de la humanidad en el marco de las sociedades capitalistas” (Celia Lessa Kerstenetzky, El estado de bienestar social en la edad de la razón [México: Fondo de Cultura Económica, 2017], 10). Una vez que la revolución industrial trajo consigo gobiernos liberales, las clases populares comenzaron a luchar por sus derechos, forzando así al estado a asumir una serie de responsabilidades con sus gobernados. Se trata pues de una consecuencia lógica ante el liberalismo y el capitalismo industrial y su afán de mercantilizarlo todo. Cuando el trabajo humano se convirtió en una mercancía que se compraría con dinero, una gran masa de trabajadores se volvió prescindible y por lo tanto flotante entre el trabajo y el desempleo. Esta enorme oferta de mano de obra llevó a su vez a una disminución del valor del trabajo en el mercado. Se aceptaron salarios de miseria a cambio de extenuantes jornadas de trabajo y terribles condiciones laborales. Cuando dichas condiciones hicieron crisis, inicialmente en la Europa industrial del siglo XIX, surgieron una serie de movimientos que presionaron a los gobiernos y los actores económicos a asumir ciertas responsabilidades en la relación laboral, y a reconocer el papel de la clase trabajadora en la producción de la riqueza.
Históricamente, los primeros modelos de estado de bienestar surgieron en Alemania —la de Bismarck— e Inglaterra en el siglo XIX para proteger a los trabajadores de los riesgos que suponía subsistir en una economía de mercado. Ya a finales de ese siglo e inicios del siglo XX los análisis realizados en la Europa Occidental en torno de las causas de la pobreza apuntaban más a las condiciones sociales —la tendencia de la economía de mercado a generar grandes fluctuaciones en la demanda de trabajadores, creando así periodos prolongados de desempleo, bajos salarios y malas condiciones de vida— y a la estigmatización social de los pobres, que ya desde entonces insistía en la responsabilidad individual por la pobreza. Ante una masa creciente de trabajadores cada vez más precarizados, los estados se vieron forzados a garantizar ciertas condiciones mínimas de bienestar incluso para los más pobres.
Esto, por supuesto, coincidió con la aparición del sufragio universal masculino en los países industrializados. No fue gratuita la responsabilidad que los estados asumieron ni los derechos que los ciudadanos exigieron. El capital político que entró en juego llevó a que los gobiernos cuidaran sus pasos en torno de la creación de políticas sociales.
Entre las décadas de 1930 y 1970, los modelos de estado de bienestar tuvieron su mayor expansión alrededor del mundo occidentalizado, con efectos positivos en disminución de las desigualdades y garantía de bienestar para el grueso de la población. Los estados se dieron cuenta de que el bienestar generado podía tener efectos positivos en la economía y que además suponía un plus: generar capital político. Es importante señalar que la mayoría de estos modelos, al menos en Europa y particularmente en los países escandinavos, optó por la prevención, más que por la paliación. Se trató de derechos universales —educación, salud, pensiones— para la población en general y no sólo para unos cuantos empadronados en algún programa específico. Esto llevó a que los usuarios de los servicios públicos no se autoestigmatizaran como necesitados de la caridad estatal, sino que percibieran estos programas como un derecho al que eran acreedores como ciudadanos.
En México, las conquistas sociales nacidas después de la constitución de 1917 generaron no solo un estado de bienestar para la población sino una estrecha alianza entre el estado y los diversos sectores sociales. Quizá el momento cumbre de dicha relación podría ubicarse en la presidencia de Lázaro Cárdenas. Hacia la década de los años ochenta del siglo pasado, el estado mexicano mutó, para replantearse la relación con sus ciudadanos y virar el rumbo que hasta entonces había llevado, hacia lo que Carlos Salinas llamó un liberalismo social. Este nuevo planteamiento liberaba al estado de muchas de sus responsabilidades sociales, en aras de promover un crecimiento económico individual más dinámico, en el que cada actor sería responsable de su propia situación, contando con la solidaridad de un estado que no da, sino que apoya. Esta nueva política supuso en los hechos un retroceso histórico en la conquista de derechos de la clase trabajadora. A partir de entonces, tal como ocurrió al inicio de la revolución industrial, el individuo comenzaba a ser el único responsable de su bienestar, en medio de una feroz competencia en la que tenía todas las de perder. De entonces a la fecha hemos visto cómo se ha venido pauperizando cada vez más a los trabajadores mexicanos, privándolos de derechos que alguna vez fueron suyos constitucionalmente.
Las propuestas con las Andrés Manuel —la afabilidad del tabasqueño invita a la camaradería, a pesar del respeto que la figura impone— apuntan a un replanteamiento de los postulados del estado de bienestar. Si la elite intelectual aliada con el neoliberalismo labró en el imaginario común el individualismo y la meritocracia, nos toca a quienes hacemos ahora historia mostrar con los hechos y los resultados que la vida pública es colectiva y que el bienestar de los más pobres es también un bienestar colectivo. Esperamos que esta nueva generación de políticos reoriente el rumbo del país en lo que respecta a los gastos sociales, el poder del capital privado en la vida pública y la redistribución de la riqueza. Lo esperamos porque creemos que, como bien dijo hace doce años este nuevo presidente, por el bien de todos, a quienes primero debería protegerse, es a los pobres.
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