Octavio Spíndola Zago
En el congreso de 1822 y de nueva cuenta en 1824, el federalismo llegó a ser un elemento tan diferenciador, en términos del imperio de la ley y la unicidad de la ciudadanía frente al estado, que —desde la postura rousseauniana— sería contrario al liberalismo. En Monarquía y nación entre Cádiz y Nueva España, el problema de la articulación política de las Españas ante la revolución liberal y la emancipación americana (México: Porrúa, 2006), Rafael Estrada Michel atribuye a esta tensión teórica numerosas contradicciones políticas como las siguientes.
Lorenzo de Zavala, diputado liberal a las Cortes que reinstalaron el texto gaditano en 1820, gobernador en dos ocasiones del estado de México (en 1827 y 1832-1833) y organizador del “motín” de la Acordada en 1828 en favor de Vicente Guerrero —derrotado en la contienda electoral frente a Manuel Gómez Pedraza—, no tuvo reparos en apoyar la secesión texana y ser su vicepresidente en 1836. El federalismo idealizado que le animó se encuentra plasmado en su Ensayo histórico de las revoluciones de México. Zavala estaba convencido que los derechos individuales no debían ser regulados tabula rasa; por ello se posicionó de lado de los esclavistas texanos contra el abolicionismo proscrito con el decreto de 1829.
Lo mismo el centralista Antonio López de Santa Anna que los monarquistas José María Gutiérrez de Estrada y Mariano Paredes y Arrillaga, o los conservadores Lucas Alamán y Miguel Miramón, se opusieron en sus momentos al federalismo por “el desaseo en las leyes y su aplicación” y por “pretender violar el principio de igualdad de los individuos”. Rafael Estrada subraya que los argumentos a los que recurren estos políticos para oponerse al federalismo provenían, irónicamente, del liberalismo practicado en México y no del conservadurismo o del monarquismo europeo.
El último momento en que se debatió un liberalismo no-federalista fue con la actuación de los moderados en la presidencia durante las administraciones de Manuel de la Peña y Peña (1847, 1848) y José Joaquín Herrera (1844, 1844-45, 1848-51), con Mariano Otero y José María Lafragua. Estos, que perdieron la guerra de Estados Unidos logrando salvar la integridad de la soberanía con el tratado Guadalupe-Hidalgo, fueron los mismos que se habían opuesto a la reforma de Valentín Gómez Farías en 1833 y lo volvieron a hacer en 1847 durante plena invasión, porque estaban convencidos del carácter gregario de los mexicanos (p. e., universidad y colegios de profesionistas, cofradías, gremios) y fundamentaban su concepción de las libertades con el historicismo y no con el idealismo de los liberales a la José María Luis Mora.
Los moderados no se concebían a sí mismos como conservadores, pues no coincidian con estos en continuar con las instituciones y la cultura, pero tampoco se fiaban de la idea liberal del cambio drástico. “La escuela reformista, corriente que conlleva la idea de un gradualismo (noción de perfección) en el quehacer humano”, en la que estos ávidos lectores de Burke, Tocqueville y Guizot se situaban, “había sostenido que los gobernantes de las sociedades tenían como obligación adaptar sus gobiernos a los tiempos y a las costumbres, modificándolos según las circunstancias”. Las cosas no podían permanecer inmutables o retroceder, pero tampoco podían establecer “el reino de la libertad sin el de las costumbres, ni había fundamento para las costumbres sin las creencias” (Silvestre Villegas, El liberalismo moderado en México, 1852-1864 [México: UNAM, 1997], 19).

Pasemos a otro ejemplo de cómo la historiografía oficialista no puede dar cuenta de tensiones entre liberalismo y federalismo sin recurrir a etiquetas poco afortunadas o desconectadas de las fuentes. El general Santiago Vidaurri, que había secundado la revolución de Ayutla con el “Plan restaurador de la libertad”, expedido en 1854, con el cual además se proclamó gobernador de Nuevo León, en un acto violatorio del federalismo anexionó Coahuila a su entidad para enfrentar a los filibusteros texanos y a los apaches y comanches, enfrentandose al presidente Ignacio Comonfort. En plena intervención francesa, Vidaurri se alió sin reparos al imperio debido a las pretensiones centralistas de Juárez. Al triunfo del liberalismo republicano, Juárez proclamó la soberanía de Coahuila y el congreso de la Unión la ratificó en 1870. Pero no, no se trata de un conservador convencido o un monarquista converso, sino de un liberal fiel al rousseaunismo, es decir, no-federalista.
En 1857, los liberales exaltados o ardientes, como les llamara Altamirano, se dieron a la tarea de cumplir las promesas pendientes de 1824 y del acta de reformas de 1847: desmontar el viejo régimen estamentario con un estado fuerte —¡algo impensable para nuestros fervorosos neoliberales! La constitución daba predilección a los “mexicanos laboriosos” por sobre todos los nacidos en suelo mexicano o por sobre los extranjeros, haciendo a la nación sujeto de derechos, a partir del cual los “derechos del hombre” constituyen la base de las instituciones en tanto las garantías las otorga el orden constitucional de la nación y no un orden preestablecido. Los diputados se inscribían en la tesis hobbesiana en lugar de la de Locke que prevalecería en la inspiración del congreso queretano.
Porfirio Díaz decidió cesar las divisiones sangrientas del país y —de acuerdo con Alicia Salmerón, “La mecánica de un régimen personalista”, en Mecánica política: Para una relectura del XIX mexicano, comp. Beatriz Rojas (México-Guadalajara: Instituto Mora-Universidad de Guadalajara, 2006), 301-354— desistió de cualquier intento de reforma radical para reconocer la realidad estamental de México y mantener un gobierno liberal basado en un pacto de simulación: muy poco liberal en la división de poderes y el anti-individualismo, pero muy liberal en su centralismo político y en el desarrollo económico nacionalista.
En esta línea, la constitución de 1917 reconoció la imposibilidad de la igualdad jurídica cuando en la realidad existía tanta disparidad social. Por ello, estableció las pautas para lo que Jesús Reyes Heroles denominaría como “liberalismo social”, tan característico de los regímenes habidos desde Carranza hasta los tecnócratas. El costo de este ajuste pragmático a la doctrina liberal fue agudizar las tensiones fundamentales que el pacto de simulación sólo encubrió y que la transición del 2000, a partir de la reforma político-electoral de 1996, no pudo resolver.
Lo descrito en las líneas precedentes se encamina a probar que la cuestión del liberalismo y su diagnóstico exige, primeramente, historizarlo como concepto y las tensiones que hoy nos parecen evidentes: no, el liberalismo no era sinónimo de federalismo.
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Para cerrar este ensayo, quisiera traer a colación el análisis de Claudio Sergio Ingerflom —en “La historia conceptual y las distorsiones cognitivas del uso acrítico del concepto ‘estado’ ”, Prohistoria, 28 (2017), 31—, que arroja a luz sobre lo que podríamos caracterizar como cuatro graves malestares de la cultura historiográfica latinoamericana actual. De entrada, el uso acrítico del bagaje conceptual del que echan mano los historiadores, “ha otorgado espontáneamente un estatuto casi meta-histórico de neutralidad y de extraterritorialidad en la investigación e interpretación histórica”, olvidando u obviando groseramente que todos los conceptos poseen denominación de origen controlada, es decir, son tributarios de una realidad precisa. El uso irreflexivo de éstos y el rechazo explícito a la teorización de una historiografía sobrecargada al empirismo o al barroquismo, corriendo un velo frente a los contextos originarios y de uso social, han erigido el “anacronismo en modelo”.
Como consecuencia se produce lo que Ingerflom denomina “distorsión cognitiva”. Esta etiqueta designa “un razonamiento que[,] orientado por ese uso acrítico[,] se va alejando cada vez más de las fuentes hasta elaborar conclusiones que ya no solo no guardan ningún lazo con las fuentes sino que están en contradicción con lo que en estas últimas se puede leer” (32). Se constriñen las evidencias a las hipótesis, obligados a ratificar nuestros objetivos investigativos por encima de la experimentación y el falseamiento, desechando lo que se considera “no va en el sentido de la historia, reduciéndolo al estatuto de vestigios en vías de desaparición”.
El relato teleológico distrae la atención de los historiadores, enajenados con la monopolización de la construcción de pasados, en lugar de indagar sobre la experiencia de la temporalidad del ser que se actualiza desde su horizonte de actualidad. Desde este paradigma, “aceptan de cada época lo que consideran que anuncia el futuro, o sea desnaturalizan, puesto que aíslan los conceptos de su sistema” (36) de enunciación y de las situaciones culturales del habla que los han significado y resignificado. Con ello, pues, suponen que los factores que interesan a la investigación son sólo aquellos que adquieren su madurez en nuestro presente, futuro natural del pasado.
A manera de conclusión, Ingerflom señala que los tres elementos anteriores deforman la ciencia histórica y producen un extravío en la operación historiográfica: cada vez más historiadores realizan dictámenes tajantes sin indicar las fuentes ni clarificar elocuentemente los aparatos argumentales que los autorizan; radicalizan sentencias o axiomas de textos consultados o fuentes leídas pero sin importar a su relato los matices que la lectura frugal requiere. En fin, “esta tradición ha desembocado en afirmaciones que despojan a las palabras del pasado y a los conceptos modernos de su historicidad propia” (42), problema que se agrava con las distorsiones que operan en el acto de traducir a lenguas extranjeras.
El resultado no es otro. Parafraseando a Gabriel Entin —en el volumen colectivo Crear la independencia: Historia de un problema argentino (Buenos Aires: Capital Intelectual, 2016)—, la historia se desmarca de su epistemología fluctuante, de la plasticidad inherente a su heurística, desplaza su núcleo de sentido hermenéutico, para encerrarse en la metodología realista de la epistemología empirista. Gravita ahora en la órbita del mito, solidifica su bagaje conceptual y absorbe al tiempo en sus relatos.
Un proyecto de historia crítica, que aporte a los debates públicos a propósito de la esperanza que sopla en las calles y plazas de nuestro país con la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador y su proyecto alternativo de nación, debe motivar afectivamente y movilizar efectivamente. No debe renunciar a su potencial poiético, pero sí soltar amarres del puerto de las reducciones simplistas y las respuestas fáciles. Debe desfamiliarizarnos con lo cotidiano y familiarizarnos con la otredad. Debe ayudarnos a asimilar el cambio, la historicidad; en fin, orientarnos para vivir en la contradicción.
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