por Octavio Spíndola Zago *
¿Es la historia una ciencia o no? Sin preámbulos, he ahí la cuestión. Todo relato histórico es resultado de un proceso arduo que, una vez elegido el tema, me permito resumir —mas no simplificar— en cinco procesos: el establecimiento del marco teórico, el estado de la cuestión, la hermenéutica, la narrativa y la divulgación. Trátese de un tratado de historia política del siglo XVI o de historia económica del siglo XIX, sea una investigación de corte cultural o teórico, o una revisión historiográfica, para todos se procede de la misma manera, consciente o inconscientemente. La riqueza de metodologías no hace sino abrirnos los panoramas para diseccionar el pasado y concebir un bosquejo más colorido y pulido. En palabras coloquiales, todos los caminos llevan a Roma, y en este caso Roma es el discurso histórico.
No me propongo explicar cada uno de los procesos metodológicos arriba planteados —abunda la literatura respecto a este tema—, sino ofrecer una postura personal en el debate de cómo debemos concebir epistémicamente a la historia como punto de convergencia entre la literatura, la ontología y la heurística.
La vieja discusión entre el método positivista de rigor en el tratamiento protagónico de las fuentes, que concebía el pasado como un a priori aislado de sí mismo y de lo demás, contra el método idealista corporizado en la filosofía de la historia, ha quedado muy atrás en el tiempo pero no en las aulas donde se forman los historiadores. La polémica decimonónica llegó a nuestro país en el siglo XX a través dos corrientes fuertes e importantes (destacadas por Álvaro Matute): el krausismo, abrazado por Daniel Cosío Villegas y Silvio Zavala, y el historicismo, encabezado por Edmundo O’Gorman. Por un lado la historia como “objeto de anticuario”, reservada para las altas esferas de la erudición; por el otro la historia como “posibilidad de ser” abierta a todas la personas en tanto sujetos históricos.
Pero, ¿qué es ciencia? De acuerdo a Alan F. Chalmers, la ciencia se distingue por su espíritu crítico, su argumento razonado y sus cuerpos de teoría, metodología y técnica estructurados dentro de las tradiciones científicas, además de por ser capaz de construir conocimientos contrastables, falseables o que se pueden corroborar con pruebas. En La ciencia: Fundamentos y método, Luis Brittto García hace un repaso de cómo el ser humano ha concebido el universo en términos lógicos (en los tiempos de las escuelas socráticas y possocráticas), de fe (la escolástica medieval fundada por los padres de la iglesia y renovada por los planteamientos reformistas de santo Tomás de Aquino), naturalistas (con el apogeo del pensamiento renacentista) y mecánicos. Es a partir de Descartes que el universo como realidad abstracta preexistente se piensa como un gran mecanismo con engranes que sebe ser decodificado, una maquinaria que se mueve por fuerzas celestes, por fuerzas vivientes o por fuerzas sociales.
Tras la segunda guerra mundial los paradigmas son cuestionados y la realidad es sometida a juicio; hacen acto de presencia los críticos de Frankfurt, los posestructuralistas franceses, los posmodernos, los girolingüistas, los culturalistas y otros. El universo se relativiza a partir de la nueva lectura del tiempo hecha por Einstein e importada a las ciencias sociales, la probabilidad estadística adquiere popularidad, el constructivismo radical de Paul Watzlawick rediseña la realidad como un acontecer fenomenológico fundamentalmente subjetivo —es decir, vinculado al sujeto—, para que posteriormente Derrida-Deleuze-Eisenman, desde la filosofía del lenguaje, postulen el deconstructivismo: la realidad entendida como un conjunto de discursos que deben ser desarmados en su propia lógica para ser comprendidos en sus partes y reestructurados en una nueva perspectiva. Por supuesto que debemos leer a todos; de lo contrario, caemos en lugares comunes, en falacias repetidas de boca en boca, en el “dicen que dijeron”.

No se trata de negar la herencia de la crítica a los manuales decimonónicos; tampoco de refutar la utilidad de las posturas económicas o matemáticas. El punto es reconocer que es necesario realizar giros estratégicos en materia conceptual, que van desde reconocer que el pasado es una realidad subjetiva construida a través de las fuentes escritas, orales o culturales (tradiciones, ritos, monumentos), hasta replantear la importancia que durante la formación del historiador se da a cada uno de los procesos: porque actualmente se cuida sólo el planteamiento de la hipótesis y el estado de la cuestión, escasamente se enseña a pensar en términos teóricos a la historia, se cierra la hermenéutica a un mero ejercicio mecánico de fuentes de archivo secundadas por documentos escritos, poco se procura el cuidado de la escritura y nada se enseña respecto a divulgar —no difundir— el conocimiento histórico, momento crucial para lograr aportar algo a la construcción de una conciencia histórica.
¿Cuál es el miedo a la palabra “ciencia”? ¿Cuál es el miedo a la palabra “literatura”? Otro de los giros importantes está en superar falsas dicotomías y reinsertarnos como historiadores en nuestro contexto sociocultural para lograr una labor vinculante, y no sólo tratados eruditos que permanecerán en repisas, empolvándose.
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