Opinión

Rescatar el campo

por Gerardo Alcaraz Vega

En la XXXIV Asamblea General del Sector Agropecuario, que se llevó a cabo el día martes 8 de mayo en la capital del país, el presidente Enrique Peña Nieto, se pronunció —indirectamente— contra la propuesta del equipo de Andrés Manuel López Obrador que busca establecer la autosuficiencia alimentaria en el país. A juicio de nuestro actual presidente, “hoy ningún país en el mundo produce todo lo que consume y éste es un mito que hay que romper”. Después de esa declaración ha habido un aluvión de críticas, acusando a la propuesta de López Obrado de ser una medida populista y demagógica que circunscribe un gran riesgo a la economía nacional.

“Por qué tenemos que producir cierto alimento cuando en Argentina o Estados Unidos se produce con mucho mayor eficiencia y productividad, […]. De eso se trata el comercio, les compramos lo que ellos hacen bien y ellos compran lo que nosotros hacemos mejor”, dijo Luis Foncerrada, director del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, de acuerdo con esta nota de El Economista. En ese mismo diario, Bruno Donatello escribió que “Intentar ‘la autosuficiencia alimentaria de México’ sería una regresión, un anacronismo. Sería equivalente a prometer el regreso al transporte tirado por caballos para evitar la contaminación de los motores de combustión interna.”

Las críticas van de la mano de la idea de los costos elevados que implica llevar a cabo dicho proyecto y lo poco rentable que puede ser. Casi todos los argumentos que respaldan la opinión oficial, aluden a los errores del pasado, tal y como Enrique Peña Nieto lo dejó en claro en su discurso: “En un mundo globalizado, francamente no hace sentido ni razón aspirar a la autosuficiencia. Auténticamente ha sido una política del pasado.”

Efectivamente, con anterioridad México ya navegó por esas aguas. Durante el periodo conocido como “desarrollo estabilizador”, nuestro país alcanzó la autosuficiencia en la producción de productos que son básicos en la dieta de los mexicanos, específicamente con el caso del trigo y el maíz. Sí, reconozcámoslo, la coyuntura nacional y mundial era diferente, y el costo para implementar dicho proyecto, bajo los estándares actuales bien podría considerarse como elevado, además que al final no cumplió con uno de los objetivos que originalmente se tenían planeados, es decir, resolver la desigualdad social que por siglos ha imperado en el campo mexicano. Pero ante los escasos resultados que en materia de seguridad alimentaria hemos obtenido con el sistema actual, sería justo preguntarse: ¿fue el modelo en sí lo que falló, o más bien el fracaso radicó en la forma en cómo se implementó ese proyecto?, ¿en verdad resulta más rentable dejar la política alimentaria a merced de los mercados internacionales?

Es necesario reconocer que con políticas “populistas” o con políticas de libre mercado, los problemas del campo mexicano aún persisten. En momentos de fuerte incertidumbre política, económica, social y medio ambiental a nivel nacional y global, descartar con medias verdades o reflexiones poco profundas y carentes de objetividad cualquier propuesta que tenga por objeto amarrar y proteger un sector productivo desprotegido que garantice la seguridad alimentaria de la población es un acto irresponsable.

Recordemos que, desde los años del cardenismo, aplicar una política de autosuficiencia tuvo por objeto responder a las demandas campesinas que habían quedado pendientes una vez concluida la gesta revolucionaria, las cuales consistían en satisfacer el reparto de tierras que las comunidades rurales fueron perdiendo durante el siglo XIX, y contrarrestar la precaria situación de los habitantes en zonas rurales. Se buscó combatir el atraso del campo nacional para transformarlo en un ente económico plenamente productivo, y con ello garantizar a la población de su sustento básico —especialmente a aquel segmento perteneciente a los núcleos urbanos—, con lo que finalmente se impulsaría una sucesiva industrialización.

De ahí la complejidad y la riqueza de una búsqueda estratégica por la soberanía alimentaria. No sólo se trata de algo que sólo es reducible a lo monetario y al ámbito del comercio exterior (con los beneficios que dicha actividad trae consigo a sectores y actores de la economía nacional bien específicos). Recordemos que la política popular agraria de México, a la cual hoy han anatemizado, fue concebida como un pacto social, en el cual los campesinos, en su calidad de productores, y los sectores proletarios, debían desempeñar un papel importante en la negociación y elaboración de toda la estructura económica que en teoría conduciría a México a salir del atraso. El problema es que lo que inició con el cardenismo como un ejercicio que buscaba lograr el consenso social, y que incluía el diálogo y la construcción de acuerdos entre una gran variedad de actores sociales, en los años posteriores derivó en una revolución pasiva, es decir, el fracaso del consenso social en la transformación del país y la imposición de reformas políticas y económicas por medio de alianzas entre los grupos y elites gobernantes tradicionales, dejando fuera del juego a campesinos, obreros y demás clases populares. (Enrique Semo emplea el término de revolución pasiva para describir tres momentos de crisis en la historia de nuestro país; véase, Ericka Montafio Garfias, “México vive una ‘revolución pasiva’, asegura Enrique Semo”, La Jornada, 23 de noviembre, 2014. Sobre el concepto de revolución pasiva, véase Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel [México: Ediciones Era-Benemerita Universidad Autónoma de Puebla, 1999], 3: 235.)

Foto tomada de aquí.Las críticas ante la implementación degenerada de esa política no se hicieron esperar. Ya desde los años cincuenta, Jesús Silva Herzog dio la voz de alarma —en El agrarismo mexicano y la reforma agraria: Exposición y crítica (México: Fondo de Cultura Económica, 1959), 489-573—, señalando que toda la política que englobó al sector productivo agrícola benefició en su mayoría a una clase social rural bien específica, que era cercana a las esferas de poder y al poder público y que ejercía su influencia en forma de cacicazgos y políticos locales, por medio del uso del aparato institucional para lograr fines individualistas. De esa manera, ante la mala implementación y supervisión de los recursos invertidos en dicho proyecto, se erigió a una nueva burguesía rural que puso en marcha un nuevo tipo de latifundismo.

Cuando se habla del fracaso de las políticas dirigidas al sector agropecuario iniciadas con el cardenismo, y que rindieron sus frutos con el “desarrollo estabilizador”, la discusión ha sido conducida a puntos de vista que resultan ser muy poco objetivos; y aun cuando se escudan en las lecciones del pasado, los críticos parten de visiones incompletas de lo que fue y es la realidad mexicana. Más aún, dichos posicionamientos resultan paradójicos, pues los logros del sector agroexportador, de los que hoy los defensores del sistema económico mexicano vigente se sienten orgullosos, tuvieron su génesis dentro del impulso que el estado brindó al sector agropecuario durante ese periodo, pues a partir de ese momento se sentaron las bases para el aumento en el rendimiento de la producción de la tierra, lo que permitió producir aquello que hasta el día de hoy se exporta a los mercados internacionales —una coyuntura que fue aprovechada por los productores con mayor capital y los neolatifundistas.

Por otro lado, la desarticulación paulatina del campo que comenzó a mediados de los años ochenta afectó especialmente a los sectores agrícolas minifundistas y ejidatarios, que constituyen la clase rural más vulnerable; además, con el transcurso de los años, también ese proceso ha tenido consecuencias negativas para la sociedad mexicana en su conjunto, mismas que parecen omitirse en las discusiones actuales, pero que, si se quiere presumir de objetividad, deben ser abordadas.

En primer lugar es necesario mencionar la pauperización del escenario rural que a la fecha ha sido una constante. En El campo mexicano en el siglo XX (México: Fondo de Cultura Económica, 2001), 207-208, Arturo Warman explica que a finales del siglo XX tres cuartas partes de la población en condiciones de extrema pobreza vivían en el campo, siendo que el 73 por ciento de los pobres se encontraban concentrados en los estados de Veracruz, Chiapas, Puebla, Guerrero, Oaxaca, México, Michoacán, Hidalgo, San Luis Potosí y Guanajuato. De entre los pobres rurales, casi el 74 por ciento trabajaba la tierra. Además, aproximádamente dos terceras partes de este grupo carecían de agua potable, y el 30 por ciento no poseía energía eléctrica.

Los datos anteriores contrastan con las regiones que, en los años dorados de la intervención estatal en política alimentaria, resultaron beneficiadas. Entidades federativas como Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nayarit, Jalisco, es decir, los estados del noroeste y centro-norte mexicano son zonas que, por la extensión de las tierras destinadas para el cultivo y los sistemas de riego que poseen, hacen rentable la cosecha de cereales en gran cantidad, así también como la producción hortícola —véase Enrique C. Ochoa, Feeding Mexico: The Political Uses of Food Since 1910 (Wilmington: Scholarly Resources, 2002), 102). De ahí que el estado, siguiendo una lógica de rentabilidad, impulsara el desarrollo agrícola en esas entidades, a través de la instauración de redes carreteras, obras hídricas y de irrigación, instituciones de educación, concesión de crédito, etcétera. Para resumir la situación campesina hasta la actualidad, las palabras de Warman son más que precisas: “La mayoría de los campesinos tenían dónde sembrar, la minoría tenía cómo hacerlo” (Warman, Campo, 156).

Una situación directamente vinculada al empobrecimiento en las zonas rurales consiste en el fenómeno de la migración propiciada por la falta de trabajo en el campo. Y es que tampoco debe despreciarse esa situación, pues se trata de un problema que en la actualidad está cobrando factura a la sociedad mexicana. A todas luces resulta evidente que los núcleos urbanos en territorio nacional, aun cuando su crecimiento desde los inicios de la segunda mitad del siglo pasado ha sido considerable, son incapaces de absorber los flujos migratorios provenientes del campo, pues la carencia de oportunidades laborales para la población rural es un problema que persistirá si no cambia el bajo crecimiento de la economía mexicana en su conjunto —véase Alejandro Nadal, “Lineamientos de una estrategia alternativa de desarrollo para el sector agrícola”, en Programa sobre ciencia, tecnología y desarrollo, documento de trabajo núm. 105 (México: El Colegio de México, 2001), 12. De ahí que la migración a los Estados Unidos se haya incrementado considerablemente en las últimas décadas. Para dimensionar la magnitud de esa situación basta decir que para 1970 radicaban en los Estados Unidos 5 millones de migrantes legales e ilegales de nacionalidad mexicana, mientras que en 2006 esa cifra se había disparado a 28 millones; es decir, hablamos de un incremento del 560 por ciento —véase Hubert Carton, “La desagrarización del campo mexicano”, Convergencia (mayo-agosto de 2009), 21. Resulta importante hacer mención de este fenómeno, porque la migración al país vecino del norte fue una válvula de escape que indirectamente sirvió para mitigar los efectos de la desigualdad entre el sector rural. Hasta la actualidad parecería que no existe la voluntad política para combatirla y, lo que resulta todavía más preocupante, la válvula de escape hoy en día se está cerrando.

Más lúgubre resulta el futuro inmediato, con el endurecimiento de la política migratoria del país del norte, así como con el incremento del sentimiento xenófobo y antimexicano en el gobierno y sociedad estadounidense, razones por las cuales dejar la seguridad alimentaria en manos de un país donde es creciente el sentimiento antimexicano, puede volverse contraproducente.

También es necesario hablar de la incertidumbre en los precios de los productos agrícolas, producto de la dependencia alimentaria con el gigante del norte. Cuando la economía mexicana cambió a un modelo de libre mercado y más tarde ingresó al Tratado de Libre Comercio de América de Norte, se esperaba que los precios de los alimentos de primera necesidad se mantuvieran estables, e incluso llegara un punto en que se redujeran. El caso del maíz, que resulta ser el más simbólico por el peso que dicho cereal representa para la cultura mexicana, demuestra que las expectativas sobre el TLCAN no se cumplieron. En un primer momento, para el consumidor final, los precios del maíz y sus derivados como la harina y la tortilla no sufrieron variaciones significativas; sin embargo, para los productores más desprotegidos, al desmantelarse el apoyo estatal al campo, en conjunto con la decisión del gobierno mexicano de no aplicar las tarifas arancelarias que, en teoría, estarían vigentes 15 años a partir de la firma del TLCAN, los costos de la producción maicera se incrementaron —véase Alejandro Nadal y Timothy Wise, “Los costos ambientales de la liberalización agrícola: El comercio de maíz entre México y EE.UU. en el marco del NAFTA”, en Hernán Blanco, Luciana Togeiro de Almeida, et al., Globalización y medio ambiente: Lecciones desde las Américas (Santiago de Chile: RIDES-GDAE, 2005), 55, y Joel Uribe-Reyes, “El sector agropecuario en México: Una historia de marginación”, Análisis Plural (segundo semestre de 2013), 151. Más aún, con la importación maicera ese cereal quedó vinculado al tipo de cambio externo, por lo que la incertidumbre en el valor del peso ha influido también en el precio final de ese grano y sus derivados como la tortilla. De ahí que, con la depreciación de la moneda nacional, el precio del harina o la tortilla tiendan a incrementarse, tal y como ha sucedido en los últimos años —véase Nadal, “Lineamientos”, 10.

Renglón aparte merece el auge de los biocombustibles en el mundo. A la fecha sigue en curso la discusión de que si el aumento de granos en el periodo de 2006 al 2008 se debió a la producción de etanol. Al respecto, hace un añ, fue publicado un estudio en el cual se concluye que, efectivamente, el aumento en los precios de algunos cereales durante ese año (incluido el maíz) se vio influido por la producción de biodiesel. En el caso de México, el estudio vincula el alza de los precios de la tortilla acaecidos en 2007, justo con el aumento de la demanda de grano para la elaboración de combustible —véase Chris Malins, Thought for Food: A Review of the Interaction between Biofuel Consumption and Food Markets (Londres: Cerulogy, 2017), 30. Más aún, el mismo estudio, retomando los reportes de la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de Estados Unidos, llega a la conclusión que el impacto en los precios de productos de primera necesidad debido a la demanda de etanol se tradujo en un incremento de sus costos de entre el 20 y el 40 por ciento. De manera paralela, un estudio de la Universidad Tufts estima que los costos que México tuvo que pagar ante estos aumentos de 2006 a 2011 ascendieron a 1 500 millones de dólares —Malins, Thought, 60.

Por último, pero no menos importante, está el problema de la violencia en el escenario rural. La segregación de los sectores vulnerables del campo mexicano ha traído consigo episodios de violencia a lo largo de la historia de nuestro país. En la historia del México contemporáneo es posible distinguir tres episodios al respecto. El primero, sin duda alguna, es la revolución mexicana. El segundo se originó con el fracaso de la utopía nacionalista posrevolucionaria y se manifestó a través de la guerrilla durante los años setenta, cuyo ocaso temporal, bien puede señalarse con el movimiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Ambos episodios, tanto la revolución como la guerrilla, tienen en común la reivindicación de los derechos de la clase campesina como parte de una colectividad, ante las condiciones adversas y el olvido a los que históricamente el campesinado mexicano ha sido sometido. El tercer episodio que corresponde al narcotráfico, en cambio, se trata de un fenómeno que, en su primera etapa (desde mediados del siglo anterior, pero que adquiere fuerza a partir de la década de los setenta y ochenta), tuvo su gestación en la realidad rural, y con el transcurso del tiempo fue constituyéndose como la manifestación más decadente y putrefacta de la utopía capitalista.

El narco, a diferencia de los otros dos episodios ya mencionados, parece asumir como algo inmutable la marginalidad y miseria del espectro campesino en el que se originó, pues surge desde el supuesto de que la única justicia, el único ideal, es la acumulación de capital, aun cuando sea al margen de la legalidad impuesta por un estado que siempre ha negado la realidad rural y sin ningún tipo de reivindicación de por medio, lo que hace de este fenómeno un verdadero peligro para la sociedad.

No es gratuito que muchos de los principales capos de la droga hayan surgido de familias campesinas pobres. Ya no se trata de una reivindicación por justicia social; se trata de la confirmación de esa negación. No se trata de la búsqueda por el reconocimiento de una colectividad, sino que se transita por las vías de un individualismo exacerbado que busca reconocimiento a través del poder y el sometimiento del otro que pertenece a una condición social similar, por medio de la más cruda violencia.

En sus inicios, al más puro estilo de Pablo Escobar, algunos narcotraficantes mexicanos trataron de legitimar su poder en las comunidades rurales olvidadas, llevando la justicia social que el estado falló en suministrar en las zonas rurales de alta marginación, mientras se ocultaban en el anonimato. Hoy es cada vez más común que las nuevas generaciones de los capos de las drogas se muestren al mundo a través de las redes sociales, emulando, casi de forma caricaturesca, el estilo de vida cosmopolita de los poderosos, al más puro estilo de Tony Montana, personaje de la película Cara cortada. Entre tanto, en las comunidades del campo el reclutamiento de campesinos para la producción de enervantes, las amenazas que éstos reciben, las vejaciones hacia los miembros de sus familias, los despojos de la tierra, los desplazamientos de comunidades enteras y los pueblos fantasma que dejan tras de sí ante el embate del crimen organizado, todo ello es parte de una realidad que continuamente acapara las notas periodísticas de los diarios del país. La idea romántica del narcotraficante como justiciero rural es cada vez queda más vetusta y en cambio emerge la verdadera, horrible y descarnada naturaleza del sicariato.

Por todo lo anterior, se hace evidente que depender de la producción extranjera para el suministro de alimentos básicos, en un marco global cada vez más incierto y complejo, es una enorme irresponsabilidad que los defensores del modelo actual se ven incapaces de comprender, sea por el tipo de formación que en las instituciones de estudios superiores reciben, o bien porque tienen intereses en el sistema vigente que pueden perder. Como hemos visto, son demasiados los factores involucrados para dejar la seguridad alimentaria en manos del mercado externo.

Ahora bien, no es que la política de autosuficiencia alimentaria sea anacrónica. Lo anacrónico es la desigualdad y la corrupción que durante siglos han sido una constante en nuestro país, y que, ante los retos que el futuro nos presenta, se han convertido en un verdadero peligro para nuestra generación y las que nos sucederán.

Tampoco se trata de buscar la autosuficiencia alimentaria total, pues ello resulta imposible. pero sí es apremiante buscar la fórmula para garantizar la soberanía alimentaria del pueblo mexicano, al menos en productos estratégicos que puedan ser aprovechados por las condiciones particulares que posee el suelo mexicano, reduciendo al mínimo posible el impacto ambiental.

Debido a las condiciones actuales en las que se encuentra el campo mexicano, no será una tarea sencilla; más si tomamos en cuenta que una buena parte de los recursos hídricos en las tierras que se explotaron intensivamente desde la primera mitad del siglo XX se encuentran en condiciones desfavorables, o bien están por agotarse. Sumado a lo anterior, también es necesario contemplar que la mayoría de la infraestructura invertida durante los años en que el estado tuvo un papel importante en la activación del sector productor agrícola, hoy en día ha sido privatizada (desde los almacenes populares, los ferrocarriles, las plantas empaquetadoras, las plantas de producción de leche, etcétera). No obstante lo anterior, en la lucha por garantizar la soberanía alimentaria deben encontrarse las estrategias para evitar que seamos presa de las mismas equivocaciones cometidas en el pasado.

Hoy más que nunca es necesario romper la brecha con el México profundo del que nos habló Bonfil Batalla. El tiempo presente nos está pasando la factura histórica de nuestros errores pasados, y no cubrir esas deudas que nuestra sociedad tiene pendientes puede hacer que los costos sean mayores, que aquellos a los que actualmente apelan los especialistas en materia económica y que defienden el modelo de dependencia alimentaria.

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