por Benjamín Díaz Salazar *
En 1915, la ciudad de México vivió días de angustia e incertidumbre. Las calles de la capital se vaciaron entre rumores devastadores de aquella famosa banda del Automóvil Gris. La delincuencia se convirtió en una constante y los asaltos, los asesinatos y los secuestros fueron adjudicados al grupo delictivo encabezado por Higinio Granda. El terror se apoderó de las avenidas y la población se refugió temerosa en sus casas.
El gobierno de Venustiano Carranza enfrentó la realidad política de su desprestigio, causado por el aumento de los conflictos sociales, la inseguridad y la incertidumbre económica. La impunidad de aquel grupo delictivo se comenzó a ligar con las esferas del poder en el Distrito Federal. Tras titánicos intentos y alusiones de la inteligencia policiaca, la banda del automóvil gris cayó en manos de Pablo González y el gobierno capitalino se convirtió en la salvaguarda de toda una comunidad; así, el automóvil gris se convirtió, más que en un obstáculo, en el mecanismo de rescate de aquella desvanecida autoridad constitucionalista.
En 2007, la periodista canadiense Naomi Klein publicó La doctrina del shock: El auge del capitalismo del desastre, trad. Isabel Fuentes García (Barcelona-México: Paidós), en el cual enlaza una serie de catástrofes sociales con la puesta en marcha de estrategias políticas para la aprobación pública de alguna reforma, de alguna iniciativa y hasta de la gestión gubernamental misma. Klein afirma que la aplicación de esas estrategias ha sido diversa en tiempo y espacio, pero con un fin claro: buscar la aceptación pública, con el terror como medio y el estado como mesías. Chile, Malvinas, Polonia, Rusia, Sudáfrica y hasta la misma invasión de Irak son algunos ejemplos que Klein utiliza para clarificar su teoría de la intimidación en la búsqueda de una reconstrucción social y, sobre todo, económica.

El primero de mayo pasado presenciamos una serie de sucesos que irremediablemente remiten a la propuesta del shock social. El estado de Jalisco y algunos sitios de los estados colindantes exhibieron un desfile de automóviles grisáceos. Según lo difundido esa tarde, integrantes del grupo delictivo Jalisco Nueva Generación atacaron diversos vehículos que posteriormente incendiaron y colocaron en avenidas principales y accesos carreteros. El pánico se apoderó de la población circundante y se desplegaron fuerzas policiacas en la zona. Todo esto —se dijo—, en oposición a la puesta en marcha de la llamada “operación Jalisco” implementada por fuerzas militares y federales en dicha entidad.
Según la información del gobernador Aristóteles Sandoval, las autoridades del estado carecían de información sobre la presencia militar en su entidad. Sin embargo, la PGR afirma que fue filtrada información sobre las acciones militares que se implementarían en el estado. Sandoval afirmó también que los hechos deben considerarse como actos vandálicos, en lugar de terrorismo criminal, y que los móviles de los atentados dentro de la ciudad de Guadalajara deben disociarse del aún más caótico episodio del derribo del helicóptero de la fuerza aérea mexicana.
El ataque al helicóptero de la Secretaria de la Defensa Nacional despierta un número importante de dudas. En primer lugar sobre su misma presencia en la entidad y sus objetivos. Más allá de cuestionarse cómo fue posible su derribo, cabría preguntarnos sobre el para qué del episodio en su conjunto. Frente a ello veo perfilarse dos caminos, igual de perturbadores, que podrían prevenirnos de los escabrosos caminos que se plantea el gobierno federal.
Es indiscutible el descrédito del que ha sido objeto el ejército como consecuencia de los lamentables hechos de Tlataya el año pasado. Frente a ello aparece el derribo de un helicóptero de la Sedena y el fallecimiento de siete militares que, en la lucha contra el crimen organizado, sacrificaron su propia vida. ¿Será acaso un intento de victimizar al ejército y erigir héroes nacionales? Todavía este fin de semana, en los periódicos seguían apareciendo esquelas recordando a los siete militares asesinados.
Por otro lado, tenemos los ataques en Jalisco y los estados colindantes como una acción del crimen organizado en contra del gobierno. Una vez “capturado” el líder de los Templarios, presos algunos líderes de los cárteles del norte y del sur del país, ¿qué nuevo enemigo público pretende erigir el gobierno actual?, ¿será que ahora Jalisco se convertirá en el foco ardiente de la lucha contra el crimen?
Frente a lo turbio del panorama nacional una cosa se dilucida: la gestión actual trata, a partir del shock, de rescatar una imagen desvanecida en escandalosas mansiones —que por cierto continúan apareciendo—, fraudulentas obras públicas como el viaducto en el estado de México, el descubrimiento de redes de trabajos forzados como en San Quintín y las cada vez más amplias redes de trata de personas. Y es aquí en donde emerge la gran preocupación: ¿a cuántos militares y civiles pretende continuar sacrificando el gobierno en aras de rescatar un prestigio que desde un inicio fue opaco?
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