por Octavio Spíndola Zago
¿Puede el historiador pensar la historia a partir del “hubiera”? Recuerdo que más de uno de mis profesores sancionó esa idea con un tajante ¡no!, pero su respuesta nunca me satisfizo. Considero —y lo ratifico cada vez que disfruto de lecturas del posestructuralismo francés, los feminismos subalternos o el pensamiento decolonial latinoamericano— que debemos estimular nuestra creatividad e imaginación, dejar de reprimir el goce de re-conocernos en nuestros textos y dejar de arrebatar a los sujetos del pasado su posibilidad de elección.
Sigo aquí a Hugo Zemelman Merino cuando nos insta a organizar el pensamiento con base en la exigencia de romper con las formas cerradas y ensayar aperturas, a no conformarnos con lo que ha devenido y expresar una forma de escritura que refiera contornos de posibles horizontes desde los cuales el sujeto puede reencontrase a sí mismo en el curso del mundo, permitiendo reconocer los intersticios de actuación y reactuación dentro de las estructuras, espacios de despliegue en los que el sujeto se libera de los límites de lo dado —lo que en Foucault se hace patente como las tecnologías del yo (“Historia y uso crítico del lenguaje”, Revista Latinoamericana de Metodología de las Ciencias Sociales, núm. 1 [2011]).

Nadie se tomó más en serio la necesidad de una ética de esta subjetividad que rebasa lo propiamente constituido, de una estética de la vida, de una teoría de la historia finisecular, que los pensadores poshegelianos en momentos de escepticismo: “El desastre en la historia o el desastre de la historia –la primera guerra mundial sacudió o echó por tierra la perspectiva de la gente— se reflejó en un giro hacia la filosofía y la teología: una filosofía y teología de crisis —krisis en el sentido de llegar a un momento crítico en el tiempo que requiere de una decisión.” De acuerdo con Arne Grrøn, “la lectura de Kierkegaard ofrecía esta categoría del momento crítico en la historia y la noción de decisión. El movimiento básico fue el siguiente: para reflexionar sobre la historia, sobre la experiencia de una guerra que traspasa la imaginación humana, la única vía era redescubriendo las condiciones básicas de la existencia humana: muerte, contingencia, incertidumbre” (“Ética de la subjetividad”, El Garabato, núm. 12 [2000]).
He aquí que Foucault dialoga con el filósofo existencialista danés y se debe reconocer, casi tanto como Lévinas, deudor de él: Kierkegaard no guarda en su concepto de subjetividad ninguna afección subjetivista. En La alternativa deja claro que la subjetividad se manifiesta haciendo prioridades y en la libertad de elegir entre alternativas que nos son dadas en tanto ser determinado como este individuo, en nuestra relación con los otros y con el mundo en el que llegamos a entendernos. Así, la ética es responder o dar cuenta por uno mismo y con la relación hacia un mundo compartido por otros.
En el historiador este imperativo ético se hace patente, insospechadamente, en el mismo núcleo epistemológico de las ciencias históricas, en la puesta en acto de historizar a través de la operación historiográfica y la ejecución escriturística. Wolfang Mommsen nos llama a no clausurarnos a la mera producción del conocimiento sino a ser sensibles a la recepción del mismo, lo que nos conduce a hacer radiografías de nuestras sociedades y sus marcos de significación. Si damos por válido el axioma de Lepsius según el cual es preciso romper el pesimismo que aún hoy impera —varios conocidos han hecho suyas frases con similar tenor a la que una vez oí: “ojala Andrés Manuel gane para que ustedes con sus ideales se den cuenta de que no es posible un cambio”—, confrontando al individuo con modelos alternativos para propiciar así un ensanchamiento de los sistemas de referencias para la percepción y juicio del presente, entonces el historiador se ve obligado a transferir este principio a su propia labor, desplegando en el pasado un caleidoscopio de futuros posibles, o como lo dice Rüsen: el futuro esperado pero no aparecido se vuelve en el pasado descubierto.
La verdadera historia es interior. Se escribe con ánimo, paciencia y longanimidad. ¿Cómo representa lo estético (inconmensurable aun para la poesía)? Así: viviéndolo. Hace concordar la estética con la vida. Lo más sublime de lo estético es transfigurarse. El tiempo no es anulado; sino que cada instante es presente a la vida (Kierkegaard, “Primera Carta: Validez estética del matrimonio”).
Una reivindicación quizá vitalista en la historiografía podría asumir que en todo suceso humano intervienen en distintos grados de intensidad las causas materiales, la voluntad y el azar, superando la dicotomía casualismo-finalismo, hipótesis de Antonio González Barroso, que ha explorado a partir de los entrecruzamientos de la historia de la física y la teoría de la historia: “[así como] la teoría del caos cuestiona la universalidad de la necesidad, parece haber una verdad universal accidental, contingente y azarosa que es distinta de una lógicamente necesaria” (La historia y la teoría del caos: Un nuevo diálogo con la física [Puebla: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Universidad Autónoma de Zacatecas, 2005]). Caos del que Kundera, en La inmortalidad, da cuenta cuando habla de casualidades poéticas que dan a los acontecimientos significados inesperados, casualidades mudas que hacen que dos o más acontecimientos coincidan sin sentido alguno, y casualidades generadoras de historias donde se sintonizan dos composiciones que combinan y generan una nueva melodía, que los novelistas capturan con la frase “y en el preciso momento en que…”
Nuestra condición de ciencia descansa no en la metodología archivística ni en la crítica documental que fetichizan al documento (como se defendía en los tiempos del historicismo decimonónico o como lo siguen haciendo mecánicamente los neopositivistas), sino en su potencial para criticar formas mitificantes de la construcción histórica de sentido, mostrar lo contradictorio en la experiencia histórica, comprender al otro en el reconocimiento de la alteridad en el sentido propio, en los regímenes de veracidad, en la narratividad argumental y en la formación de una consciencia histórica basada en la multirreferencialidad.
Valdría recuperar a Ankersmit, a propósito del pertinente texto que aquí publicó Diana Barreto Ávila: no basta con que el historiador provea descripciones correctas y revele todas las verdades inéditas, debe esforzarse por aportar algo significativo a nuestra comprensión del pasado, al entendimiento de la personalidad de un momento. Eso no se logra con la dictadura de la exhaustividad (por usar una fórmula de Carroll) sino con el despliegue no sólo de las realidades sino de las posibilidades históricas.
Ver Bolívar Echeverría y el tema de la modernidad posible en «Modernidad y capitalismo. 15 tesis» en Las ilusiones de la modernidad, UNAM/El equilibrista, 1997, una primer versión del ensayo data de 1897. Saludos muy cordiales.
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