por Emilio de Antuñano
Pensar la historia de la ciudad de México más allá del Zócalo, proponía Luis Fernando Granados en estas páginas (aquí y aquí). La tarea no es fácil. “A falta de límites y ejes —escribía Jorge Ibargüengoitia con respecto a la ciudad de México—, es indispensable que las ciudades tengan, cuando menos, un ombligo. Ese ombligo es la plaza mayor.” Para dejar de mirarnos al ombligo debemos ensanchar los límites de nuestra imaginación histórica, espacial y urbana, repensar la relación entre campo y ciudad, e interrogar los desajustes entre la ciudad “realmente existente” y sus marcos y representaciones administrativas, políticas y culturales. Los términos urbs y civitas resultan útiles para acometer la tarea y subrayar el desfase entre la irrefutable ciudad de cemento, lámina y mierda y las redes políticas, económicas y sociales que la organizan y organizaron desde antes de la conquista.
No se trata solamente de reconocer que los barrios y colonias fuera de la traza o de la red de metro son parte de la ciudad sino de pensar en la ciudad como algo más que un sistema de calles, casas y manzanas; por ejemplo, como propone Granados, pensar a la ciudad como una trama de comunidades y redes políticas que él conoce bien en el siglo XVIII, así como en las posibles encarnaciones de estas redes (visibles e invisibles) en los siglos XX y XXI. Para pensar en el espacio de esta forma nos ayudaría leer otra vez a Charles Gibson, por supuesto, así como a los geógrafos, antropólogos y economistas que durante los años cincuenta, sesenta y setenta imaginaron a la ciudad como parte de un sistema espacial mucho más amplio, más amplio incluso que el valle de México. Releer, por ejemplo, a Oscar Lewis, quien estudiaba las asociaciones de migrantes que viajaban semanalmente de la ciudad de México a Tepoztlán, en donde organizaban juegos de futbol y fiestas barriales.
Analizando algunas de estas redes desde una escala geográfica más amplia, Claude Bataillon documentó los vínculos de las empleadas domésticas de la capital con sus pueblos de origen, la mayoría de ellos localizados a unas horas del centro de la ciudad. Estas mujeres viajaban a la ciudad en busca del salario y las oportunidades que ésta ofrecía —esa promesa de libertad, descubrimiento y pérdida que las ciudades siempre han representado—, pero la tesis de Bataillon no era que la ciudad de México “atrajera” a estas mujeres (como postulara la sociología más mecanicista) sino que la densidad poblacional y económica del valle de México y el México central constituyeron, en primer lugar, las condiciones de posibilidad para la explosión demográfica del siglo veinte. En otras palabras, y dicho rápido y mal, la ciudad no creció del zócalo u ombligo hacia afuera sino que fue producida por la densidad poblacional, económica y social de una región cuyos límites precisos podríamos discutir. La ciudad de México fue un melting pot internacional, nacional y, sobre todo, regional, una “capital mestiza” como la describiría Bataillon.
Los límites administrativos del Distrito Federal niegan o hacen invisible esta trama urbana y regional más compleja. En otras palabras, la ciudad “realmente existente” carece de un correlato administrativo, político e histórico, desajuste que produce desigualdades territoriales y discriminación hacia el estado de México. Pero este desajuste genera más. Genera, por decirlo de manera un tanto abstracta, negocios, arreglos políticos, informalidad. El balance, no cabe duda, es injusto, discriminatorio e ineficiente… y, sin embargo, la ciudad funciona. Llevamos décadas esperando el colapso de la ciudad realmente existente, pero quizás estos mecanismos informales rebasan nuestra imaginación política y sirven mejor de lo que creemos. No quiero minimizar los problemas y las tragedias cotidianas que Granados señala, pero, como él, tampoco tengo demasiadas esperanzas en un gobierno tecnocrático y metropolitano para la hidrópolis.
En ese sentido, me interesa señalar que los desajustes entre la ciudad y sus representaciones no son necesariamente negativos. Pienso, por ejemplo, en los años cuarenta y cincuenta, antes de que las 16 delegaciones se reorganizaran bajo un homogéneo Distrito Federal, cuando el Departamento Central (la vieja ciudad de México), el Distrito Federal, y el área metropolitana eran cosas distintas. Durante estas décadas, el crecimiento de la ciudad al norte y este de la ciudad tomó la forma de colonias proletarias, tema que he estudiado con cierta profundidad en mi tesis doctoral. Las colonias proletarias de Gustavo A. Madero, Iztapalapa e Iztacalco eran un fenómeno material y humano irrefutable, el espacio donde cuajaban formas de urbanización popular que transformarían a México y al mundo. No obstante, desde cierta perspectiva gubernamental —la de planificadores tecnócratas empleados por el Departamento de Obras Públicas del Departamento del Distrito Federal— estas colonias eran inexistentes porque carecían de planos oficiales y estaban fuera de los límites legales de la ciudad de México como Departamento Central.

Esta invisibilidad desaparece, sin embargo, cuando pensamos en las colonias proletarias desde un mirador distinto: la Oficina de Colonias del DDF. Gobernación contaba con listas y registros de las colonias proletarias bajo su control, colonias proletarias que carecían de planos oficiales y que el DDF quería organizar como un bloque político y territorial. El reconocimiento como colonia proletaria conferido por la Oficina de Colonias abría la puerta para recibir servicios públicos y títulos legales, una lógica que los historiadores políticos de la ciudad conocen bien. Lo que me interesa señalar es que la invisibilidad de las colonias proletarias (desde la perspectiva de los planificadores tecnócratas, herederos de los urbanistas del neoclásico estudiados por Granados o por Esteban Sánchez de Tagle) no impedía que éstas ejercieran su músculo político y fueran capaces de organizarse para exigir servicios públicos. Como ha señalado Ariel Rodríguez Kuri, este músculo político obedecía a que las colonias, cuya poblacional crecía de manera dramática durante los años cuarenta y cincuenta, acumulaban diputados federales que algún poder tendrían para defender los intereses de los colonos. Las colonias estaban, por decirlo de forma un poco burda, fuera del mapa, pero integradas en la comunidad política. Y la ironía radica en que los años cuarenta y cincuenta, momento de mayor fuerza política de las colonias proletarias, es también el momento en que —desde la lógica planificadora y tecnocrática— éstas eran invisibles.
Las colonias proletarias de los años cuarenta y cincuenta —fuera del Departamento Central pero dentro del Distrito Federal— se consolidaron exitosamente en los años que precedieron a la desaparición del Departamento Central en 1970. Recibieron servicios públicos, clínicas, escuelas, etcétera. Por supuesto, la integración de las 16 delegaciones bajo un homogéneo Distrito Federal no cambiaría las viejas desigualdades y las colonias proletarias conservarían su posición subordinada, reproduciendo las diferencias históricas entre poniente y oriente, burgueses y proletarios, mirreyes y nacos.
Una interpretación posible de esta historia es que un futuro gobierno metropolitano y tecnocrático —del Distrito Federal y el estado de México— integraría a los municipios conurbados más pobres de la misma forma que el Distrito Federal antes integró a las colonias proletarias. Al mismo tiempo, sería muy ingenuo pensar que esta integración no produciría y naturalizaría nuevas desigualdades. Ya veremos. Por ahora sólo sugiero, apresuradamente, repensar en el arreglo político e institucional que permitió la consolidación de las colonias proletarias. A mi entender, éste era el producto de un desajuste entre urbs y civitas: entre la ciudad formal consagrada en planos oficiales y las comunidades políticas reconocidas por la Oficina de Colonias.
Solemos pensar, con razón, en este desajuste como una forma de control y dominación política. Pero habría que mirarlo de otras maneras: por ejemplo, como un nuevo arreglo barroco, distinto de las fantasías totalizantes de planificadores por crear un espacio homogéneo, un arreglo que dependía de diferentes formas de mediación entre población y territorio, y un arreglo —hay que decirlo también— sumamente impreciso que necesitaba de intermediarios políticos para mantener el orden. Tengo para mí que esta lógica, barroca, informal u confusa, cumplió con su cometido y funcionó, al menos durante los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. La escala ahora es otra, los problemas mayores, pero quizás su solución sea igual de fea, confusa y contradictoria que el manejo de las colonias proletarias el siglo pasado.
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