por Octavio Spíndola Zago *
Con la reforma educativa más que puesta en marcha y la flamante Secretaría de Cultura recién estrenada, Aurelio Nuño ha realizado comentarios, a todos los que quieren oír sus siempre pertinentes y altamente iluminadoras palabras, respecto de la necesidad de extender la reforma a las universidades. Podría estar de acuerdo con Nuño si tuviéramos la misma competencia lingüística y nos moviéramos dentro del mismo campo conceptual, pero no es así. Y claro que estoy de acuerdo con que es necesario modificar las universidades, pero en el sentido que ha apuntado Terry Eagleton en Cultura: Una fuerza peligrosa, trad. Belén Urrutía (Madrid: Taurus, 2017): “La secular tradición de las universidades como centros de la crítica humana está siendo destruida por su conversión en empresas pseudocapitalistas [sic] bajo la influencia de una ideología de gestión brutalmente filistea.”
Mi apuesta es completamente distinta a la de quien dirige la “política pública educativa” en este país: se trataría de terminar con el tortuoso monopolio de la burocracia, finiquitar la práctica de certificar los procesos de gestión por parte de firmas internacionales al servicio del FMI-BM, apostar a una transición generacional real, incrementar en monto y número las becas y estímulos paralelamente al desarrollo de espacios de inteligencia colectiva que no se dediquen a la autoalabanza y el chisme intelectual, y en cambio se dediquen a reforzar las tareas de divulgación y vinculación social.
Sobre esto último podría venir una reflexión para la formación de los historiadores. No es un secreto, ni está bien guardado, que las humanidades son el objetivo de la cruzada neoliberal que busca fortalecer la técnica, la genética y lo digital en desmedro del pensamiento crítico y la actividad contemplativa. “La enseñanza de la historia como objeto de investigación”, de Sebastián Plá —en Secuencia, 84 (2012), 161-184—, contiene una postura enriquecedora de la disciplina por sus entrecruces del análisis historiográfico con la reflexividad que sólo puede dar la teoría de la historia (centrando las críticas a la dicotomía por Derrida, a la cuestión tropológica de White y a los metarrelatos y mitos por Lyotard) .
El miembro del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la UNAM plantea que, en el debate de Epstein sobre la legitimidad del conocimiento histórico dentro de estructuras sociales y las prácticas culturales situadas, es preciso entender la investigación en enseñanza de la historia, en tanto que uso de la historia del presente, como un uso público de la disciplina (recuperando la fórmula acuñada por Habermas) que va más allá del uso político (Hartog y Revel) y se inscribe en el principal espacio de socialización del conocimiento histórico: las situaciones “áulicas”, o sea las experiencias que se viven dentro de los salones (a la manera de laboratorios).

Dando por buena la premisa de que el pensamiento histórico consiste en manejar lo extraño y lo familiar en el pasado y en el presente, Plá se adentra a la taxonomía de Mouffe y su análisis de las prácticas hegemónicas que se materializan en relaciones de poder y formas de exclusión, para proponernos entender el discurso histórico como la serie de posibilidades de articulación de diferentes significados en la escuela (lo político); a las practicas articulatorias de ese discurso como conocimiento histórico escolar (la política), y a la enseñanza de la historia (que engloba la docencia como conocimientos, herramientas y ética del profesor; la didáctica en tanto instrumentos mediadores del saber, y la educación como desarrollo de habilidades cognitivas) como la acción política mediante la cual se ocultan y mitigan los antagonismos inherentes a las interpretaciones del pasado, siempre condicionadas, según De Certeau, por el conjunto de técnicas disciplinarias, los aspectos lingüísticos de su construcción textual y por el lugar social de los historiadores.
En tanto saber fronterizo que es dueño de un lenguaje y un método propio que se nutre de la interdisciplinariedad, esta investigación —apunta Plá— puede recurrir potencialmente a la observación etnográfica para comprender la influencia de la institución en las formas de interpretación del pasado, la entrevista a profundidad para esclarecer cómo significan la historia los alumnos y los profesores, y la investigación didáctica como forma de producción de fuentes.
Particularmente provocativo es el final de su texto, con el que lo podemos hacer dialogar con Gadamer y su sentencia de que el optimismo es el único modo de ser auténtico, con Byung-Chul Han acerca del potencial revolucionario de soñar, y con Honneth con su declaración de que el optimismo es una obligación moral, debido a su reflexión acerca de que “la enseñanza de la historia puede ser parte de la reproducción cultural o un instrumento de resistencia y de educación crítica. El poder, entendido en su complejidad como articulador de lo político en la política, tiene aspectos negativos pero posibilidades constructivas, por ejemplo, una enseñanza de la historia más democrática” (177).
Se trataría pues de fortalecer la apuesta a la docencia como una forma de divulgación en el espacio de sociabilidad por excelencia, sin menospreciar esta área de investigación y aplicación; antes bien, valorando sus potenciales transformadores. El camino es largo y tortuoso, pero debemos tener esperanza y construir alternativas y escenarios otros desde nuestra formación universitaria y nuestra labor cotidiana.
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