por Jorge Domínguez Luna *
El pasado martes se aprobó la reforma política para el Distrito Federal, que supone la desaparición de la figura creada en 1824 para albergar a los poderes de la nación y le otorga a la nueva entidad la categoría de estado integrante de la federación; el número 32. Los impulsores de la modificación prometen plenitud de derechos para los habitantes de la capital y—públicamente— los pocos detractores denuncian los intereses partidistas que hicieron posible el acuerdo.
Los antecedentes de la reforma en el senado datan de hace 27 años, principalmente impulsada por los partidos de la Revolución Democrática y Revolucionario Institucional. El interés en la misma había sido intermitente hasta hace un par de años, cuandosu necesidad pareció generar consenso entre los distintos grupos parlamentarios de la cámara alta. Y fue desde principios del presente año que —sospechosamente— los actores aceleraron el proceso que recibió los últimos ajustes la semana pasada.
Entre las cualidades que tanto promotores como prensa nacional han señalado, destacan
— el cambio de nombre del Distrito Federal para convertirse en el estado 32,
— la desaparición de la Asamblea Legislativa para crear un congreso local,
— la elaboración de una constitución propia, y
— que las jefaturas delegacionales se conviertan en alcaldías.
Aunque la reflexión y construcción del dictamen debieron incluir a la sociedad capitalina en su conjunto para saber si realmente se deseaba modificar la condición jurídica de la ciudad y, en caso afirmativo, conocer y debatir públicamente el modelo de organización que mejor se adaptará a las condiciones de una metrópoli como la nuestra, esto no sucedió. Y, nuevamente, los —supuestos— representantes (gobernantes y legisladores) asumieron que su nombramiento les permite actuar y decidir por quienes los eligieron pero, sobre todo, por quienes no, que son los más.

¿Realmente los habitantes del Distrito Federal nos sentimos de segunda clase? No lo creo. Si bien las ventajas y desventajas de vivir en esta ciudad no la convierten en un oasis, considerando el estado que guarda el resto del país tampoco es completamente cierto el argumento de los políticos que denunciaban la insatisfacción defeña por la carencia de derechos.
De hecho, a pesar de no contar con un congreso local, el marco jurídico capitalino —aunque perfectible— está a la vanguardia de los 31 estados que cuentan con autonomía política. Además, la dependencia que implica la aprobación de la deuda del Distrito Federal por parte de la Cámara de Diputados ha permitido que la ciudad no aumente su endeudamiento a niveles incontrolables, como ha ocurrido en estados con capacidad de empeñar sus recursos económicos a largo plazo. Y, por último, contar con jefes delegacionales que, en algunos casos han establecido cacicazgos en sus demarcaciones, a pesar de las limitaciones que representa convivir con un gobierno central que regula rubros de notable importancia como la seguridad, recursos financieros y suministro de agua, ha contribuido a contener las desbordadas ambiciones de políticos que entienden la administración pública como negocio privado —como hay ejemplos en el interior de la república.
Por ello reitero la necesidad de cuestionar si el modelo de organización actual en la capital es peor que los del resto de las entidades. Evaluar si las condiciones de inseguridad, pobreza y corrupción que existen, y en gran magnitud, en la ciudad, se solucionarán transformando los órganos político-administrativos vigentes, y si el modelo de transformación adecuado es precisamente el que han decidido los diputados federales y los senadores.
Otra imposición en un punto relevante es la conformación de un congreso constituyente que elabore el fundamento jurídico que sustituirá el estatuto de gobierno que actualmente organiza la vida pública del Distrito Federal.
La designación unilateral de un 40 por ciento de los integrantes del congreso constituyente despoja de legitimidad al proceso desde el primer momento. De estos, el presidente designará seis integrantes, mismo número que podrá designar el jefe de gobierno; la cámara de diputados y el senado nombrarán 14 representantes cada uno. Los restantes 60 serán elegidos por voto directo de la población en una elección a realizarse a mediados del próximo año. Ello implica que quienes integrarán el cuerpo redactor serán en su mayoría integrantes o propuestas de los partidos políticos con registro en la ciudad. Si el momento fundacional del nuevo estado lo llevarán a cabo las viejas instituciones que se busca sepultar, las transformaciones que podemos esperar son meramente cosméticas.
Aquí valdría la pena retomar algunas de las características que debería tener un congreso constituyente. Hace un año, en la coyuntura generada por la desaparición de los 43 normalistas de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, el OH imaginó la creación de un congreso constituyente, en un documento que que en sus puntos 17 y 19 establecía:
Ningún funcionario público, legislador estatal o federal o dirigente de los partidos político con registro, que lo haya sido en el último año o sea pariente consanguíneo o cónyuge de uno, podrá ser diputado ordinario al congreso constituyente. Excepcionalmente será admitido hasta un 15 por ciento de ex funcionarios y ex dirigentes partidistas, siempre que demuestren ante una comisión especial del Concejo de la Presidencia, y mediante documentación certificada por tres notarios públicos, que su patrimonio no ha sido obtenido de manera irregular.
y
La nueva constitución será sometida a referéndum antes de ser promulgada. Para ser aprobada, deberá contar con el voto de por lo menos la mitad más uno de los electores inscritos en el padrón. Si no lo fuere, el congreso constituyente convocará a la elección de un nuevo órgano legislativo, que deberá reunirse a más tardar en los seis meses posteriores, y disolverse a continuación.
¿No hubiera sido sano establecer algo semejante para el constituyente del estado 32?
Finalmente, y aunque a algunos el asunto pueda parecerles superfluo, la consulta sobre el nombre de la nueva entidad debiera ser un proceso obligatorio toda vez que se está transformando lo ya existente. Saber si a la mayoría de los que habitamos esta megalópolis nos parece correcto que el nombre oficial sea Ciudad de México no es tema menor, dado que involucra temas de identidad, discurso y hasta fines económicos, que aparentemente influyeron y determinaron la elección. Hubo quienes propusieron conservar el nombre de Distrito Federal; otros proponían apelar al pasado prehispánico con nombres como Anáhuac o Nueva Tenochtitlan. En fin, decisiones que nos impactan a todos y que toman sólo unos pocos.
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