por Luis Fernando Granados *
Sí. Enrique Peña Nieto debe renunciar a la presidencia de la república. La incapacidad de su gobierno para aclarar lo que pasó en Iguala el 26 y el 27 de septiembre, así como —sobre todo— para llevar a juicio a los autores materiales e intelectuales del asesinato de seis personas y la desaparición de otras 43, ha hecho evidente una de dos cosas: o su complicidad con un crimen que se avizora monstruoso, o su grosera y radical ineptitud. (¿Cómo es posible que no haya producido ni una sola certeza en más de cuarenta días de investigación presuntamente prioritaria? ¿Cómo es posible que su explicación de lo ocurrido sea tan absurda y grotesca?) En todo caso, Enrique Peña Nieto y sus subordinados —Jesús el Cansado Murillo Karam en particular— han dado muestras inequívocas de que no pueden ejercer uno de los atributos primordiales de cualquier gobierno: la administración de justicia. Por ello es necesario que sean removidos de sus cargos y queden a disposición de un nuevo encargado del poder ejecutivo federal.
Enrique Peña Nieto debe renunciar a la presidencia de la república porque la magnitud del crimen cometido en Iguala requiere una investigación judicial exhaustiva y expedita que su gobierno no ha realizado ni puede realizar. Pero no nada más por su ineficiencia en este caso. Quizá lo más grave es que la respuesta del gobierno federal ante el crimen de Iguala —sobre todo la “explicación” producida por la Procuraduría General de la República el viernes 7— ha sido coherente con su práctica judicial y su política de seguridad; es decir, ha sido consistente con un comportamiento omiso o cómplice que permite que la inmensa mayoría de los crímenes no sean investigados, que muy pocos de los (pocos) casos investigados terminen con sentencias judiciales claras e inobjetables —porque a menudo presentan los casos con tal torpeza que ni el juez más torpe puede validar sus argumentos— y, en fin, que en muy pocos de esos poquísimos casos pueda decirse que se “ha hecho justicia”. (Para muestra, dos botones: véanse el comunicado de prensa relativo a la última Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, y el informe de Human Rights Watch de 2014 sobre México. Sobre la teoría de la incineración de los cuerpos, además del texto de Pedro Salmerón publicado en este espacio, véase el reportaje de Claudia Munaiz en Cuadernos Doble Raya.)
Que todos sepamos que la impunidad es una de las características distintivas de este gobierno no le quita gravedad al fenómeno. Ni tampoco que la impunidad tenga una larga historia en nuestro país. Todo tiene —todo debería tener— un límite. Por fortuna, el crimen de Iguala ha provocado que grandes sectores sociales se den cuenta de que lo que está ocurriendo en México no es simplemente una ola de criminalidad o un caso aislado de connivencia entre (algunas) autoridades y el crimen organizado, sino una auténtica crisis de estado: el fracaso de un orden político cuya primera y acaso principal obligación es garantizar la vida y la seguridad de las personas. Eso es lo que habita en el fondo de la consigna “fue el estado”: la conciencia de que el crimen de Iguala fue posible por la corrupción de todas las instituciones del estado y todos los actores políticos tradicionales.

Enrique Peña Nieto debe renunciar a la presidencia de la república, pero no lo hará por su propia iniciativa. Tiene que ser obligado a renunciar: de manera pacífica y con base en el movimiento social que hasta ahora ha tenido como demanda principal la aparición con vida de los normalistas secuestrados —aunque mejor organizado, de modo que se impidan provocaciones como la quema de la puerta del Palacio Nacional—, pero sobre todo con el concurso de todas las personas hartas de la corrupción, la impunidad y la arrogancia de la clase política mexicana; de todos los que de algún modo somos víctimas cotidianas de la corrupción, la impunidad y la arrogancia de la clase política mexicana.
Para ello acaso sea necesario tomar las plazas de manera permanente, presentar una petición firmada por millones de personas (como la que se impulsa aquí), emprender una campaña de desobediencia civil, o —como imaginan todavía algunos activistas— realizar una huelga general indefinida. Ya encontrará el movimiento social la mejor estrategia para alcanzar su cometido. Lo decisivo, en todo caso, es que quien remplace a Enrique Peña Nieto en la presidencia de la república deberá tener la capacidad para precipitar un proceso colectivo como el que llevó a la refundación de la república italiana en los años noventa del siglo pasado (aunque idealmente sin producir por ello otro Silvio Berlusconi). Porque también en México nos urgen manos limpias para castigar a todos los culpables de la violencia y la corrupción.
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