por Israel Vargas Vázquez *
Imagine que compra los mejores asientos para ver una gran producción de ópera en uno de los festivales más prestigiosos de Europa. ¿Cuál fue su motivo? Admirar alguna parte de la tetralogía que conforma El anillo del nibelungo, de Richard Wagner. A doscientos años del nacimiento de este gran compositor, usted tiene la expectativa de que ésta será una oportunidad única y mágica. Y de pronto, por sorpresa, nada es lo que usted esperaba.
Brunilda cantando su aria más famosa en la cima de un anticuado pozo petrolero giratorio; Sigfrid halagando a su Balmung, legendaria arma que esta vez es una AK-47, bajo un escenario inimaginable —los rostros de Marx, Lenin, Stalin y Mao Ze Dong tallados en roca montañosa (un simil del memorial nacional del monte Rushmore)—; el camino al Walhalla no es otra que la famosa U.S. route 66 y su destino, la morada de los dioses y de los guerreros muertos en batalla, es un nuevo edificio de la bolsa de Nueva York. Un sentimiento de decepción lo llena por completo debido al anacronismo escenificado. Sin embargo, una febril satisfacción lo envuelve. ¿Por qué? Porque usted entendió esta singular representación.

Bajo las aguas del Rin se guarda el tesoro más preciado custodiado por las ninfas acuáticas, hasta que Alberich lo roba y se fábrica un anillo de oro, lo cual despierta la codicia de los dioses y semidioses. Nuestra historia presente no es muy diferente a la de El oro del Rin ni del resto de la obra.
La tetralogía más famosa de Wagner, El anillo del nibelungo, fue presentada en el festival alemán de Bayreuth, donde sus obras son puestas en escena año con año. Desde su inauguración en 1876, se han hecho solo catorce representaciones distintas de la tetralogía, pero ninguna con lo que le acabo de describir. Esta vez toco al director Frank Castorf y la dirección musical de Kirill Petrenko llevar esta magna opus a otro nivel: al nivel de la actualización artística que busca en el público la generación de conciencia y responsabilidad social. Las actualizaciones históricas del arte son lo de hoy. (Ya he hablado en este espacio de una anterior: Carmen, de Georges Bizet.)
Transformar a dioses nórdicos en mafiosos reunidos en un motel y a las ninfas del Rin en estrellas de reality show proyectadas en vivo en el auditorio durante la presentación nos retrata mucho de lo que la producción deseaba trasmitir. No deseo relatar lo que representa este gran festival para los europeos ni la polémica que desató el atrevimiento de Castorf; eso lo dejo al(a) lector(a) interesad(a). Lo que en realidad deseo es exponer sus razones, las cuales son muy ad hoc para el momento que está viviendo el país con la cuestión de la reforma energética, que avanza hacia la privatización del petróleo. Nos dice el director: «Esta es mi primera vez en Bayreuth. Conocer algo nuevo es especial, sobre todo si tenemos en cuenta la historia de este teatro, y los sistemas políticos a los que ha sobrevivido. Las ideologías que subyacen a esos sistemas son aspectos interesantes por sí mismos.» El anillo de oro representa, en palabras del director, la economía basada en el petróleo.
Para el director berlinés, el petróleo es la principal fuente de poder y de riqueza de las naciones, pero también la causa de la pobreza y la sangre derramada en el mundo actual: «se pude ver el rastro de sangre que el capitalismo ha dejado tras la explotación del recurso en el mundo.» Su crítica al capitalismo petrolero nos habla de las naciones que viven beneficiadas de poseer este recurso, pero bajo la maldición de ser asediadas o robadas por las grandes empresas trasnacionales que manejan, producen y distribuyen hidrocarburos.
Por eso no se asombre si logra reconocer algunas figuras en el escenario giratorio. Tanto el arte como el público ha cambiado, y este último espera que la puesta en escena le diga algo de si mismo, lo traslade a un lugar común de emociones encontradas y genere una reflexión que vaya más allá de la crítica especializada. Esto es lo que también debemos buscar los historiadores cuando se nos insta a hacer historia del presente: no complacer al lector o al educando hablándole de algo que él «conoce» bien o vivió por experiencia propia, sino darle herramientas intelectuales, ampliar sus perspectivas, recrear analogías como la de Castorf, moverlo a un espacio de debate y reflexión para que la historia paulatinamente se convierta en el escudo más fuerte y valioso para defender lo que es nuestro.
¿Acaso el gobierno no está utilizando la historia para convertirla en el arma ideológica que cambie la opinión de la gente hacia un si a la reforma? Si con la actualización de las obras artísticas se está proponiendo hablar del presente, ¿por qué la historia no lo hace? Debemos cooperar desde nuestra disciplina, porque pronto nos estaremos reflejando en alguna ópera al haber perdido nuestros recursos, nuestras playas, nuestras tierras, nuestra gente. Pienso quizá que nos veremos cantando «Ay, patria, / tan bella / y abandonada» como en Nabucco, de Giuseppe Verdi —quien también cumple doscientos años en 2013—, pero esta vez no siendo espectadores sino actores caídos, nostálgicos y tristes en el centro del escenario, y sin aplausos:
Efectivamente la historia que se enseña en las escuelas está alejada de la realidad que el joven y el niño mira en la televisión. Como dice Sartori con la video-política perdemos la capacidad de reflexión y quedamos «inmóviles» ante el saqueo que representa la reforma energética.
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