por David F. Uriegas *
La intimidad que guarda cualquier entidad con su historia es un hecho que parece evidente, tan evidente que se pasa por alto. Todo paquidermo despierta, camina entre muertos que pasan inadvertidos y que, no obstante, están allí para ser recordados. ¿Por qué se querría recordar a un muerto? Se respiran pestilencias, glorias, victorias, dichas u honores, y se respiran a través de los ojos de la ignorancia, se escuchan a través de las voces políticamente correctas, las cuales claman cual sofistas omniscientes, o se aprenden fragmentos excelentemente bien escogidos para formar ciudadanos apropiados para el estado, como si el todopoderoso dirigente hubiera aprendido algo de aquella vieja república griega.
Lo que se creía un milagro del cielo, un plan perfecto, una maestra, una unidad hacia la perfección, un desarrollo hacia el progreso, un discurso bajo la gran insignia que generaba unidad, no es más que palabrería repetitiva y sin sentido, una cajita ociosa llena de curiosidades.
Durante las últimas décadas se ha podido apreciar que —en relación con el creciente desarrollo tecnológico y científico mundial— aquel viejo discurso unificador en lugar de unificar y generar identidad “nacional” no ha engendrado más que divisiones internas que en nada favorecen el desarrollo de esa entidad geopolítica que llamamos país. Por ello me parece apropiado, no obstinado, decir que los historiadores hemos estado produciendo discursos, e incluso el mismo estado, dentro de aquellos “feudos” que bien podemos llamar zona de confort, una zona en la que nos movemos, debatimos y respiramos archivos dentro de un ámbito que nos es familiar, es decir, que conocemos. Quizá a lo largo de esas últimas décadas ha habido una suerte de desarrollo en el ámbito filosófico o teórico que ha permitido cambios favorables o desfavorables para una práctica, primeramente, educativa y de formación ciudadana y, posteriormente, como práctica productora de conocimiento, ambas en nada ajenas entre sí.

Sin embargo, es importante resaltar que son una minoría los que se han atrevido a salir de dicha zona de confort y aventurarse a descubrir, porque se aprecia tal necesidad, un nuevo paradigma historiográfico que es, evidentemente, esencial para una sociedad de la información que apenas está en pañales. Naturalmente, no podemos vislumbrar los cambios drásticos que ella traerá consigo en los próximos veinte, cincuenta u ochenta años. Si bien la aventura tiene su precio, el hecho de intentarlo y desafiar a los fósiles que dicen que así se hacen las cosas y que no hay más, es algo. ¿Qué tal que sí es posible? ¿Qué tal que se logra?
Sea en la disciplina de la historia o la sociología, como estudiantes aprendemos a que ninguna teoría es válida para siempre, o que no es válida universalmente, o que ni siquiera es válida para ciertas particularidades. Luego entonces, ¿quienes son los que se encargarían de la tarea de establecer teorías o paradigmas innovadores para una sociedad de la información en ciernes que, más que identificarse con una entidad geopolítica se identifica, poco a poco, como una entidad globalizada?
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