por Halina Gutiérrez Mariscal *
En varios momentos de la historia de la historia (ésta última entendida como la disciplina que se dedica al estudio del pasado), los historiadores se permitieron estudiar, analizar y registrar lo que en su momento estaba ocurriendo, aquello que por afectar su realidad les resultaba de interés vital. Esto ocurrió en casos tan lejanos como el de Tucídides, en la antigüedad clásica, y en otros más cercanos, en el siglo XIX, en México, como el de Lucas Alamán o Carlos María de Bustamante.

Si bien aquellos estudiosos del acontecer humano tuvieron visiones limitadas acerca de las realidades que retrataron debido a que en muchos casos los procesos que estaban estudiando seguían en movimiento y cambio (pero, ¿qué visión no lo es?), también es verdad que la honestidad intelectual que los llevó a analizar aquello que les resultaba preciso hizo que ahora contemos con un mosaico de visiones sobre diferentes momentos del devenir humano que nos permiten no sólo conocer el periodo en cuestión, sino la manera en que los hombres de cada época se veían a sí mismos.
Esta riqueza heredada debería llevar a los historiadores del siglo XXI a preguntarse en qué momento perdimos el camino de la honestidad y dejamos de interesarnos por aquello que, sucediendo en nuestro entorno, parece resultarnos tan ajeno por no encontrarse entre los vestigios del pasado. ¿Es válido que ahora, en el siglo de la información, cuando los acontecimientos que nos envuelven viajan a la velocidad de un tecleo, perdamos de vista nuestra realidad, para ensimismarnos en siglos lejanos, sin el trabajo necesario de vincular esos estudios con nuestro acontecer actual?
Un aspecto del que parece adolecer la historia en la actualidad, al menos en México, es su renuencia al análisis de temas temporalmente cercanos, como si la cercanía nos quitara objetividad, como si la lejanía implicara que no podemos involucrarnos. Hoy, que la historia parece sucederse día con día a pasos agrandados, se hace preciso hacer un análisis de nuestro propio acontecer que trascienda las fronteras del periodismo, de la ciencia política, de la sociología, y que —con el sello del oficio del historiador— mire la realidad, se permita opinar y posicionarse.
Quizá cuando volvamos a las raíces de nuestro oficio, y podamos con soltura historiar sobre el presente, es que habremos superado las trabas y ataduras que nos hemos venido autoimponiendo. Entonces podremos hacer de la historia, algo vivo, que nos permita vincular el pasado con nuestros interese vitales. Es entonces que podremos, con plenitud de contenido, decir que somos humanistas… interesados en el acontecer humano.
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