Sofía Castillo
Ese 3 de septiembre yo no entendía nada. Estaba comiendo cuando comencé a recibir noticias de que un grupo de compañeros habían sido agredidos por porros, aquellos que pensé haber dejado atrás en mis tiempos de preparatoria. Corrí de inmediato a la facultad, un poco a enterarme de qué pasaba y un poco con un miedo, un miedo que llega cuando no sabes qué pasará ni con tu escuela ni contigo misma.
Escuché en aquella asamblea la vileza de los hechos. Los rumores eran más fuertes que las certidumbres; nadie sabía qué había pasado, pero de lo que todos estábamos ciertos es que el coraje nos inundaba. Un compañero había sido herido, unos decían que por un petardo, otros más que con un picahielo; veía a un compañero que, golpeado, intentaba explicar lo que pasó. Al unísono todos votamos por un paro, un paro que diera un golpe contra las autoridades para que nos explicaran qué pasó, por qué nos habían atacado así, una vez más.
De inmediato comenzaron a llegar ideas a mi mente. Especulaciones con lo poco que sé de cómo funciona mi universidad, y siempre llegaba a la misma conclusión: el golpe contra los estudiantes fue planeado por alguien que quería ver arder a la universidad. El tres de septiembre me fui consternada, por los golpes a los compañeros y por ver el comienzo de un movimiento que no sabía cómo pararía ni cuándo.
Al día siguiente, cuando acudí a la facultad a ver su destino, alcancé a escuchar que compañeros que se quedaron a dormir explicaban a las autoridades ruidos que escucharon en la madrugada. Me quedé a la expectativa por escuchar algo más: algo había sucedido en la torre de Humanidades. Por lo poco que pude investigar durante el tiempo que estuve en la facultad fue que, al parecer, alguien entró a la torre rompiendo vidrios y chapas. Nada más. Al comenzar la tarde volví a mi casa, sin saber los rumbos que tomaría el movimiento, pero sí contagiada de una ira e impulso que se agudizaba conforme averiguábamos más y más de las acciones.
Me admiraba al escuchar las consignas contra el famoso Licona, un hombre que vimos en videos tratar con los porros. Sin embargo, mi espíritu de sospecha me llevaba a considerar y a plantearme que si algo de ese tamaño fue pensado por alguien así y no como resultado de instrucciones directas de alguien más arriba. Pero la indignación estaba; me negaba a aceptar que en mi universidad se dieran esas acciones, de ese modo, en este momento.
Al día siguiente nos vimos en un momento histórico. La marcha que organizamos con destino a rectoría resultaba sorprendente a cada paso. Los gritos de estudiantes organizados que marchábamos a la misma explanada donde unos días antes compañeros habían sido heridos. Jamás vi a una universidad tan unida, tan fuerte, tan en el mismo camino por la exigencia. Sin embargo, al llegar a la explanada de rectoría no vimos nada. Me quedé esperando las palabras de alguna o algún orador, pero jamás llegaron. Al contrario, comenzamos a ver los grupos en desbandada con camino al metro. Admito que miré admirada aquella falta de fuerza, de impulso, de organización.
Me mantuve atenta a los rumbos del movimiento. Intenté ir a las actividades que organizaron mis compañeros en paro, participar en las actividades que promovían día con día en su página. Luego supe que el sábado habían terminado el paro y el lunes diez volveríamos a la facultad, a una asamblea más para saber los destinos del movimiento, sin saber si quiera lo que me esperaría.
El diez de septiembre nos dimos reunión en el Rosario, luego de haber tomado algunas clases y ver a la facultad con cierto aire de regularidad. No cabía nadie más en aquel jardín. Algunos compañeros se subían a las mesitas con sombrilla para escuchar, otros más preguntaban a sus cercanos. Esperábamos ansiosos el momento de votar por el paro: queríamos participar en la decisión. Al llegar por fin el momento fuimos todos conscientes de que no era momento de volver, que habría que mantenernos en lucha y seguir organizándonos: votamos por un paro; pero al definir la naturaleza comenzaron los problemas. Aquel jardín se debatía entre un paro indefinido y un paro de una semana. De un lado nos agrupamos todas y todos los que pedíamos un paro de una semana: el tiempo suficiente para mantener la lucha y organizarnos y gritar por las injusticias; del otro, todos aquellos que querían un paro indefinido. La debacle comenzó cuando al contar, quienes queríamos un paro de una semana nos volvimos mayoría: a toda costa nos trataron de imponer, a su modo y con palabras bonitas, un paro que si bien no calificaban de indefinido, bastaba un poco de crítica para ubicarlo como tal. Luego de un “acuerdo” logrado por la negociación de la mesa con los que gritábamos y criticábamos su imposición, decidimos que a la semana replantearíamos de nuevo la duración del paro. Honestamente, fue el inicio de mi desilusión.
Declaro que luego de aquella votación me fui. Comencé el camino a casa de nuevo contrariada, ya no por la violencia que seguía hirviéndome la sangre, sino por la incapacidad que tuvimos algunos por hacer valer nuestra opinión, pero sobre todo por hacerla respetar ante aquellos que impusieron, con todo su ejercicio de poder, su posición.
Comenzó una nueva semana sin clases, aunque sí con actividades. Continuaron los foros de discusión, a los que asistí cada vez menos. El ambiente que se respiraba era un tanto incierto; por un lado, las acciones de rectoría resultaban ambivalentes, pero las respuestas de mis compañeros un tanto más. Lo cierto es que cada vez comenzaba a ver caras menos conocidas en la facultad. Las pocas veces que asistí reconocí a dos que tres en los pasillos. En este momento esperaba ansiosa la siguiente asamblea, únicamente para decidir y votar por volver a los salones. El momento llegó el lunes 17. La afluencia fue impresionante, llegamos al Rosario una vez más. Cientos de compañeros nos manifestamos ahí con el afán de hacernos escuchar, de que nos vieran, de que en esta vez sí escucharan nuestra voz. Pero aquello no sucedió.
El día estaba nublado, al igual que en días pasado cuando, ante la inminente lluvia, corríamos a resguardarnos y a seguir dialogando junto a Mascarones. Pero ese día no sucedió. Las circunstancias llevaron a la mesa a proponer movernos al auditorio Che Guevara, pero bastaba sólo un poco de sensatez para saber que el movimiento no era inocente. Quien me diga que la propuesta fue inocente, deberá replantearse su lugar en la universidad. Aún así, con incertidumbre, nos movimos. Fui decidida a escuchar las propuestas, decidida a votar por un no paro, decidida a hacer escuchar mi voz: pero nada de eso sucedió. Nos reunimos en aquel auditorio que alguna vez fue nuestro, cientos de estudiantes, pero también decenas de rostros desconocidos y muy bien organizados. En la mesa apareció, luego de largas horas de participaciones, el momento de votar y discutir el paro o no. La asamblea eligió una propuesta chabacana que nadie entendió: la semana autogestiva. Nadie entendió si habría clases o no, todo parecía indicar que no sería así, pues aunque se dijo que se dejaría entrar a profesores y estudiantes que “solicitaran” un salón, sería sólo para discutir la situación actual. Parecía que aquella asamblea olvidaba la libertad de cátedra, que se convertían en censores y que sólo querían mantener un paro disfrazado de buenas intenciones. Con hambre y cansancio me fui a mi casa, una vez más, pensativa sobre lo que sucedía. Sabía que aquello se había salido de control y que se convertía en algo muy diferente por lo que habíamos comenzado a luchar. Olvidábamos que estábamos ahí por el CCH, por los ataques de los porros y por la inseguridad en CU, y lo convertíamos en luchas por los espacios, por las condiciones de gobierno y “gestión”, y por ver a quién más le pedíamos la renuncia.

La semana autogestiva se convirtió en la gota que derramó el vaso. Vimos al principio una confusión, pues no supimos si se abrió la facultad, si hubo gente para participar o si se ofrecerían los servicios escolares, tal como se acordó en la asamblea. Mientras Difusión Filos decía que sí se había entregado, yo seguía viendo a los mismos compañeros que en las semanas pasadas “administraban” la facultad. La semana autogestiva tuvo un paro interno, el 19 de septiembre se cerró nuevamente la facultad. Se avisó en la noche, con un tono particular, que volvían los servicios pero no las clases: cada vez entendía menos. El 20 acudí a la facultad, un poco por el morbo levantado por el rumor de una nueva toma del salón 114, y un poco por necesidad de trámites. Vi con mis propios ojos un salón convertido en cubo, poco entendí de ello y al intentar preguntar sólo me supieron decir que estaba “liberado”. No sé las nociones de libertad que entiende cada quién, pero con el vidrio pintado y cerrado todo el tiempo a los ojos de los espectadores, poco percibo en ello de liberación. Un nuevo rumor corrió entre los pasillos; algo pasó en la torre. Admito que pensé que se comentaba aquello que supe cuando empezó el paro, pero al parecer no.
Al día siguiente, previo a la asamblea que se organizaba, vi con asombro la explicación de los rumores: entraron a robar a la torre, una vez más. Dudé un poco de la información, pues seguramente era del primer paro, pero no. En esta ocasión, luego de que se abrió la facultad el 10 y se volvió a entregar, se metieron a robar computadoras; vaciaron el salón donde terminé cientos de reseñas. Me sentí indignada; pero no supe con quién enojarme, ni cómo ni por qué. Me sentía molesta porque se llevaron las computadoras, pero mucho más por el tono que aquello tomó en la asamblea. Con cada vez menos público, la asamblea comenzó con un comunicado contra el comunicado, en donde se deslindaban del robo y exigían explicación; sin embargo, el robo resultaba tanto menor con la ocupación de un salón. Parece que nadie les explicó que eso que hicieron también es una privatización; que su liberación para talleres de baile en lugar de fortalecerlos los debilitaba. En la asamblea se escuchó de todo, desde ocupar la cafetería hasta tomar la sala del Consejo Técnico; una profesora, que infiero fue de las firmantes de la carta contra la ocupación del 114, hizo un llamado a todos los asistentes para que no permitiéramos la privatización de otro espacio, uno más, en aras de una movilización. Mantener la ocupación no se pudo; esta vez pudimos hacer escuchar nuestra voz. Aunque la mesa se enfureció por la decisión, logramos dar un paso para exigir aquello que nos corresponde: los espacios libres. Los invito a pensar en esto, en tratar de alzar nuestra voz para recuperar todos esos espacios que ahora son bodegas de amaranto o espacios para la siesta de grupos que poco tienen que ver con nosotros.
El día de ayer asistí a una asamblea que, aunque convocada a las 12:00, dio comienzo al menos hora y media después. Compañeros iban y venían esperando el comienzo de algo que no sabíamos para dónde iba. Luego de varias horas, me llevo un sinsabor profundo de su significado. La discusión más relevante fue sobre la crítica de los asambleístas contras las autoridades por el comunicado del viernes. Aquel grupo increpó a “Salmerón”, como la llamaron todos, por el descrédito que ha sufrido el movimiento desde que se publicó aquella nota. Aquella discusión, que más que discusión pareció ser un fusilamiento a la única autoridad que se ha manifestado frente a nosotros en todo este movimiento, fue rica en violencia e insultos. Poco importaron los protocolos de violencia de género, parece que ser “autoridad” quita la naturaleza humana.
Esa asamblea arremetió contra ella porque creyeron que un comunicado puede más que la capacidad de todos nosotros como estudiantes; poco consideraron que el descrédito recae en tres semanas de parálisis de la facultad; recae en la desmedida violencia con que nos acusan a los que pensamos diferente; recae en un salón “tomado” al calor del paro sin que valoraran nuestras voces y necesidades; el descrédito se lo llevan con clases de baile y talleres de engrudo. Si la revolución la encabeza una asamblea que ocupa la violencia que tanto critica para sus ejercicios de “diálogo”, yo no los reconozco. Si el cambio recae en una asamblea que modifica las reglas que se “acuerdan” a la conveniencia del procedimiento, yo no los reconozco. Si los voceros de mi facultad son elegidos por un grupo de treinta personas que pregonan democracia pero jamás la aplican, yo no los reconozco.
Y no los reconozco sólo porque haya leído un comunicado; no los reconozco porque asumen que los estudiantes somos incapaces de analizar un documento y que nos creemos todo lo que nos dicen. No los reconozco porque creen que no están representados en el gobierno de la facultad, pero cuando son elecciones de estudiantes deciden ignorar su oportunidad de ser parte de las decisiones. No los reconozco porque, aunque sean representantes, se callan ante las exigencias de estudiantes por dar a escuchar su voz. Si mis “representantes” son incapaces de asumir los errores del movimiento —su violencia, su intransigencia y su falta de democracia interna—, yo no los reconozco.
Prefieres reconocer a tu «autoridad», impuesta desde arriba.
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Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite y no podremos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden universitario, como a los ojos de toda la UNAM ha venido sucediendo. No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar llegaremos. ¿Si a la militarización de la UNAM!
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La carta que anduvieron circulando Cristina Gómez, «Daniel R. Guzmán», y todos los profesores firmantes (a quien haremos responsable de lo que les pase a los compañeros), no fue otra cosa que la culpable de que se haya anulado la posibilidad de dar forma a un espacio liberado apartidista y que pudieron disfrutar todos los compas sin intervención de Linares y Cía. Es una pena que se hayan puesto en contra de este proyecto. Y tú niña, deja de hacerle el caldo gordo a los directivos, de verdad que visión tan pendeja de este movimiento.
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Sofía, aplaudo tu claridad, tu honestidad y tu valentía al escribir estas líneas.
Tengo 49 años y desde que yo iba a entrar a la preparatoria, estos «movimientos» se encargaron de ayudar a «alguien» para empezar a hacer pedazos la reputación de la Universidad Nacional Autónoma de México (me encanta escribir su nombre completo, me llena de orgullo).
Durante mi tiempo de estudiante de preparatoria y licenciatura vi pasar cualquier cantidad de inconformidades, intentos de movimientos y conatos de violencia, todos afortunadamente fueron muy leves, pero siguieron golpeando a nuestra alma máter. Tú que conoces su historia has de saber de la huelga de finales de los 90´s, fue un golpe durísimo que terminó por desplomar el nombre de nuestra casa de estudios.
Con todo esto quiero decirte que efectivamente, esto fue construido; escuché a alguien en la radio preguntar ¿por qué los porros no «callaron» a los estudiantes del CCHH Azcapotzalco en sus instalaciones? Nadie se habría enterado, no habría escándalo mayor ni reporteros ni una sociedad atenta pidiendo explicaciones, tenían que esperar a que llegara el contingente a Rectoría, al escenario más conocido y lleno de periodistas para empezar el espectáculo. ¿Para qué ahí? ¿por qué hasta entonces? lo mejor es preguntarse ¿quién se beneficia de todo esto?
Los motivos de la comunidad universitaria para manifestarse son válidos, pero deben ser cuidadosos para no caer en manos de lobos con piel de oveja.
Como bien mencionas, cuando un grupo tiene finalmente «autoridad», ni los estudiantes, ni sus demandas, ni el género, ni ser parte de las minorías tienen importancia, mucho menos la congruencia ni la lealtad a los valores que dicen defender.
Me parece que en momentos como este, cabe recordar y vivir el lema de la Universidad: POR MI RAZA HABLARÁ EL ESPÍRITU», recordando precisamente lo que el espíritu nos da: inteligencia y voluntad que guían hacia la verdadera libertad. Ojalá esos grupos que has mencionado se condujeran de esa manera.
Deseo que tu vida académica y la de la comunidad de tu Facultad tomen el cauce adecuado, sobre todo que la paz y la verdadera libertad lleguen a la Universidad para que así cumpla su propósito en esta Nación.
Recibe un saludo.
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