por Víctor Iván Gutiérrez Maldonado
La masiva participación juvenil en las tareas de rescate, recolección de víveres y organización de albergues no sólo fue la respuesta ante un fenómeno natural que nos recordó a todos la fragilidad de la vida humana sino, ante todo, la oportunidad social y existencial de negar, por medio de la complicidad, el compañerismo, la abnegación y la solidaridad, la mentira de los imperativos individualistas, competitivos y rendidores, que a más de uno ha orillado al ostracismo —en el mejor de los casos— y la soledad —en el peor—: la falta de oportunidades, la desaparición o la muerte.
Aunque no se perciba a primera vista, esa participación está relacionada con las movilizaciones en contra de los fraudes electorales de 2006 y 2012, con las decenas de marchas en contra de las contrarreformas del Pacto por México (principalmente la energética y la educativa), con la solidaridad con los familiares de los normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala, con las movilizaciones en contra de la represión a Nochixtlán y con el repudio al aumento del precio la gasolina, a principios de este año. Sin lugar a dudas, mucho tuvo que ver también el menosprecio de las televisoras a la inteligencia de una generación que, a diferencia de la de sus padres, se informa a través medios electrónicos alternativos —siendo el movimiento estudiantil #YoSoy132 el primer aviso de este divorcio generacional.
Es cierto que, por ahora, esta participación no ha sido consciente, no se ha verbalizado ni mucho menos traducido estos y otros agravios en un fin político transformador. Sin embargo, quien haya tenido la oportunidad de observar atentamente el comportamiento de esos jóvenes compartirá conmigo que estos actos, en el fondo, encarnan móviles profundamente políticos.
Conforme avancen los días, seguirán emergiendo verdades conocidas por todos: violación de reglamentos de construcción, explotación de condiciones laborales (como las vividas en el edificio colapsado en Bolívar y Chimalpopoca), corrupción, falta de planeación urbana y oportunismo. También es un hecho que, a diferencia de la semana pasada, la participación juvenil disminuirá. No obstante, el germen de la rebelión, la indignación y la movilización, ya está incubado.

Es precisamente esto lo que más le preocupa al régimen. De ahí los penosos y hasta cómicos simulacros de austeridad de sus partidos políticos, el llamado de las autoridades universitarias para que los estudiantes regresen a clases y las amarillistas coberturas mediáticas de los rescates en diversas zonas de la ciudad, como se pudo constatar hace unos días en el penoso reality show llamado “Frida Sofía”.
Nunca olvidaré a aquellos jóvenes que, a poco tiempo de la tragedia, se abalanzaban temerariamente sobre los escombros de los edificios, ni a los trabajadores de limpieza que, con su heroísmo cotidiano, escavaban febrilmente con sus picos y palas. Tampoco las camionetas que, por la tarde, circulaban a toda velocidad por Insurgentes, colmadas de brigadistas dispuestos al sacrificio. Ni a los vecinos que, en camionetas, a pie, o en diablitos, llegaban con decenas de víveres y demás insumos. Por un momento, parecía que los jóvenes estaban esperando la sacudida de este hecho límite para, de una vez por todas, dar sentido a unas existencias condenadas —hasta el 19 de septiembre— al consumo, la banalidad y la indiferencia. Pienso que la solidaridad ante los sismos de 2017 podría ser el símbolo que logre articular en un sólo bloque a los millones de víctimas que, de una u otra manera, han sufrido las vejaciones del actual régimen.
Las piedras derrumbadas, el olor a tragedia y los puños en el aire, podrían ser los símbolos que terminen por derrumbar un “edificio” que, más allá de que su instalación eléctrica e hidráulica funcione con relativa normalidad, cuyos cimientos profundos se encuentran plagados de grietas. Ésta es la oportunidad histórica que nos ofrece septiembre. Ojalá estemos a la altura de su desafío histórico.
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