por Luis Fernando Granados
Es fácil advertir la existencia de la ciudad de México: desde Chimalhuacán hasta Santa Fe, desde Cuautitlán Izcalli hasta Valle de Chalco, desde Ecatepec hasta mediados de Tlalpan, prácticamente no hay azotea sin un tinaco de plástico, casi siempre negro y de marca Rotoplas. Tampoco faltan construcciones con “flecos” de varilla, tienditas ilegales perdiendo la batalla contra un Oxxo, puestos de tacos al pastor, tianguis de música pirata y pantalones de marca (falsa), una angustiante falta de agua, miles de micros criminales, la violencia que se lo está comiendo todo, el clientelismo de los que gobiernan, esa asfixiante resequedad en el ambiente, este intenso olor a “partículas suspendidas” que aparece al descender de la sierra Nevada y de la sierra de las Cruces.
Que haya también un Zócalo y un paseo de la Reforma, una Bolsa Mexicana de Valores y esa sucursal de Saks Fith Avenue que cierra la explanada donde están los museos Jumex y Soumaya es apenas una curiosidad exótica, nostálgica u ofensiva. Esta ciudad tiene un olor, una economía y un hablar característicos, mano, que unen geografías y paisajes en apariencia irreconciliables, que establecen conexiones entre lugares distantes más de 30 kilómetros entre sí, que nos obligan a todas a enfrentarnos a problemas semejantes —y a los mismos.
Es cierto que desde que aparecieron suburbios como Echegaray o Satélite, y también como buena parte de Valle de Aragón, la densidad demográfica, alguna vez el criterio por antonomasia, dejó de ser indispensable para descubrir una ciudad en medio del campo —esto es, para definir lo urbano. No importa: la (virtualmente suicida) circulación de bienes y personas, la dependencia de una misma operación de robo de agua, la facilidad con que en todas partes se construye lo que sea y como sea, entre otros muchos hechos, confirman que, en lo esencial, la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad de México tenemos una experiencia urbana compartida —una experiencia común que es todavía peor, más precaria y más peligrosa, como resultado de las fronteras político-administrativas que separan a las 16 delegaciones del antiguo Distrito Federal de los 59 municipios “conurbados” del estado de México y al hidalguense de Tecámac.
Para decirlo con claridad: la ciudad de México no puede equipararse con el Distrito Federal, mucho menos con esa cosa llamada CDMX, porque la urbe no es un territorio sino un fenómeno urbano —“fenómeno” en las tres acepciones más comunes de la palabra. Por ello, abandonar la mirada zocalocéntrica para entender su pasado y su presente no sólo resulta necesario como operación historiográfica; también lo es, y quizá sobre todo, porque sin un relato histórico re-centrado, sin una otra manera de mirarla —en toda su complejidad espacial, económica y social— es probable que no podamos imaginar un modo de impedir su colapso.

En lo inmediato, quizá uno de los beneficios de pensar la historia de la ciudad de México al margen de la idea de crecimiento de la civitas española sería reconocer que el valle conoció desde tiempo inmemorial una gran cantidad de asentamientos productores de vida urbana, conectados entre sí de tal modo que en los hechos constituyeron una red metropolitana avant la lettre. De manera más o menos parsimoniosa hasta mediados del siglo XX, febrilmente desde entonces, esos viejos altepeme han sido nodos de la estructura urbana metropolitana y por ello, más que hablar de su sobrevivencia, lo que habría que resaltar es lo mucho que influyeron en la organización general de la urbe: sin Iztapalapa, Tacuba, Chapultepec y Tepeyac, por ejemplo, es seguro que la ciudad española se hubiera relacionado de otro modo con la tierra firme; sin el rosario de pueblos-estado situados a lo largo de la sierra de Santa Catarina —Chimalhuacán, Iztapalapa y aún Culhuacan—, puede que Ciudad Nezahualcóyotl hubiera prosperado en otra parte de la cuenca cuatro siglos más tarde.
(A propósito de Neza: estamos tan acostumbrados a decir que una gran parte de la ciudad se encuentra sobre el lecho de los lagos muertos que a veces pasamos por alto lo mucho que esos cuerpos de agua siguen en cierto modo vivos y han influido decisivamente en la forma y las funciones del espacio urbano. La propensión de ciertas zonas a anegarse más que otras —y no solo su distancia a la tierra firme— bien puede estar en el origen del arreglo espacial de las fortunas en la Ciudad de las Tres Cabezas, que luego se expresó en una escala mayor durante los siglos XIX y XX: la tendencia de los ricos a vivir en el oeste, el predominio de los pobres en el oriente. Más todavía: es a la vez extraño y fascinante que, a pesar de lo indudablemente desordenado y caótico del “crecimiento” urbano de la segunda mitad del siglo XX, la ciudad de México no haya rebasado todavía los límites geohistóricos de la cuenca, o sea que hasta cierto punto siga estando definida por el contorno de las aguas —aunque éstas hayan sido expulsadas en su mayor parte.)
De manera casi natural, la malla metropolitana prehispánica sobrevivió más o menos intacta en el arreglo geopolítico que los españoles impulsaron a partir del siglo XVI. (Quizá la gran excepción la constituye Texcoco y su hinterland, que fueron marginados y así “ruralizados” hasta bien entrado el siglo XX.) De esta urbanidad descentrada de la época colonial me quedo por lo pronto con un pequeño ejemplo que sin embargo creo que es indispensable para entender que aun la “ciudad de México” fue siempre, activamente, algo más que su núcleo español: me refiero al hecho de que el corazón simbólico de la Jerusalén americana —el lugar donde la ciudad establecía su relación con lo sagrado— estuvo hasta principios del siglo XIX en un santuario… en Naucalpan. En su gran libro, Charles Gibson percibió sin embargo uno de los grandes cambios introducidos por el dominio colonial: el afán de convertir la volátil relación entre los calpultin, los tlayacame, los altepeme y esos que en singular se llaman tlatocayotl —en especial en lo relativo a su autonomía interna y su proclividad a la dispersión geográfica— en una simple estructura de cabeceras y pueblos sujetos, limitados en lo político y compactos en lo espacial.
Puede que en la atomización y jerarquización de los pueblos y los antiguos “reinos” se encuentre el origen del principal problema subjetivo de la ciudad de México realmente existente (iba a escribir fenomenológico, pero me da un poco de vergüenza): a saber, la disociación entre el hecho material de la urbe y su encarnación político-administrativa. En efecto, lo que más se extraña en la ciudad de México a partir de fines de la época colonial es el tipo de conexiones políticas explícitas que al parecer caracterizaban el (des)orden posclásico —como que los tlatoque de Cuautitlan se ostentaran como primos de la “nobleza” de Culhuacan— y que, bastante diluidos, pueden percibirse todavía en la relación entre la “ciudad de México” y la Virgen de los Remedios. A partir de algún momento que ahora no puedo precisar, en otras palabras, la urbs reticular del valle de México comenzó a ser percibida como un conjunto inconexo de civitates en competencia por la hegemonía —y hasta el nombre.
La expresión última y más dramática de esta circunstancia acaba de ser analizada por Arsenio Ernesto González en un libro sobre la región hidropolitana del valle de México. En breve, consiste en la cacofonía institucional que afecta al suministro y la disposición de las aguas que alimentan a la ciudad de México, cuando que el sistema comprende varios estados de la república, un titipuchal de gobiernos municipales, la Comisión Nacional del Agua y aún un grupito de empresas privadas. El problema, en otras palabras, tiene que ver con la inexistencia de un órgano propiamente metropolitano encargado de regular el gran atentado que los chilangos cometemos cotidianamente en contra del patrimonio hídrico en las cuencas de los ríos Lerma y Cutzamala y que, ya contaminado con nuestra mierda, volcamos en la cuenca del río Tula. La escala del robo es indudablemente monstruosa; lo que termina por volverlo caótico es que nadie —ni la autoridad federal— está condiciones de percibir el problema en su justa dimensión.
Algo semejante puede decirse acerca de la circulación las personas. Millones de chilangos mexiquenses lo saben y lo padecen cada día: si desplazarse en transporte público en el antiguo Distrito Federal es una pesadilla, hacerlo en el estado de México es una pesadilla y media. Sin duda, una parte del agravio que supone invertir tres horas para, digamos, viajar de Tultitlan a Ciudad Universitaria tiene que ver con la ineficiencia supina que uno encuentra a ambos lados de la frontera. Pero otra, para nada desdeñable, proviene del hecho mismo de para hacerlo hay que tomar dos clases distintas de peseros, un metro, a veces dos géneros de autobuses confinados, con precios que no guardan relación entre sí, cada uno operado por una compañía (casi siempre privada) diferente y sobre los cuales la corrupción se ceba de manera diversa, toda vez que las burocracias y los cacicazgos tienen orígenes y prácticas distintas —en suma, dos sistemas de transporte con problemas análogos pero no los mismos.
Aunque muchos de los problemas de la ciudad de México realmente existente son consecuencia de que el gobierno y la administración de la ciudad está en manos de 76 “municipios”, tres gobiernos estatales, decenas de empresas privadas y un gobierno federal que a menudo se comporta de manera prepotente y abusiva, no creo que la ciudad estaría en mejores manos si hubiera una sola autoridad, una sola institución a cargo, un sólo tecnócrata sentado en la cabina de mando de la región hidropolitana o el conjunto de los transportes metropolitanos. La centralización verticalista del mando político-administrativo difícilmente se traduce en respecto y eficiencia para las usuarias de los servicios públicos, especialmente en un país tan dado a la concentración monopólica. Además, es ilusorio esperar que un día las instituciones y poderes informales involucrados renuncien a seguir beneficiándose de la falta de un verdadero gobierno citadino. (Y no obstante, a veces no puedo sino envidiar regímenes de transporte como el que impone en la capital francesa la Régie Autonome des Transports Parisiens o el que regentea en la primera ciudad estadounidense la Port Authority of New York and New Jersey.)
Entre un gran hermano tecnocrático y el terrorífico caos del día de hoy, con todo, puede haber un estrecho camino intermedio, un modo de balancear la angustiante y peligrosa falta de gobernabilidad metropolitana con los derechos adquiridos —unos legítimos, otros mafiosos— de un puñado de instituciones estatales y actores informales. Me refiero a —fantaseo con— la creación de instituciones “socioestatales” de coordinación, una encargada del manejo del agua y el drenaje, otra de la regulación del transporte, que se encargue primeramente en hacerlo público a todo lo ancho de la mancha urbana; una más a cargo de someter un poco el mercado inmobiliario; etcétera, etcétera.
En una palabra: órganos que combinen lo mejor de un gobierno local y un movimiento social para la administración de algunos de los asuntos fundamentales de la vida urbana que por su propia naturaleza sólo pueden enfrentarse desde una escala metropolitana, por encima de las fronteras municipales, estatales y federales. A partir de una lectura precipitada un trabajo de Efraín Quiñones y Alberto Olvera, imagino que este tipo de instituciones podrían estar integradas primordialmente por municipios y organismos civiles independientes, que serían tan autónomas como se pueda sin que lleguen a convertirse en entidades tecnocráticas sin ninguna forma de control democrático (pero tampoco en prestanombres de empresarios), que deberían contar con la participación de los gobiernos estatal y federal aunque añadiéndoles todas las garantías formales para que no puedan volverse meras oficinas gubernamentales.
En cambio, las pocas instituciones metropolitanas que ya existen —señaladamente la Comisión Ambiental de la Magalopolis, tan activa en estos días— tienden por una parte a no estar integradas por municipios (no se diga barrios y colonias) sino sólo por autoridades estatales y el gobierno federal, y por la otra a ser marcadamente administrativas, casi antipoliticas, como si la definición de los problemas y la aplicación de las soluciones fuera un asunto técnico. Como se ha visto en estos días, una vez más, a propósito de la mala calidad del aire y el modo de mejorarla.
Se trata sin duda de una idea incipiente, quizá demasiado elemental dada la magnitud del desastre, pero que acaso pueda comenzar a revertir el desgobierno y el sobregobierno que padece la urbs ciudad de México. En todo caso, y lo digo sin cursilería, es una fantasía nacida de la esperanza: si dentro de dos semanas Delfina Gómez gana la gubernatura del estado de México, y el año próximo Claudia Sheinbaum o Martí Batres arrasan en el antiguo Distrito Federal y Andres Manuel López Obrador obtiene al fin la presidencia de la república, acaso se produzca la coyuntura necesaria para por fin enfrentar los problemas comunes de todas las chilangas. Al menos porque será la primera vez en veinte años que los gobiernos federal, del DF y del estado de México estarán en manos del mismo partido —y puede que sus dirigentes todavía se acuerden de que hoy se proponen la regeneración nacional.
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