por Octavio Spíndola Zago *
En su clásica obra El proceso de la civilización, Norbert Elias —a la manera de las lecciones de Dilthey y la tradición alemana de historia conceptual de Koselleck o la anglosajona de Skinner— entiende los conceptos como evidencia de transformaciones intelectuales (aunque no profundiza en la dimensión performativa del lenguaje de autores como Pocock, para quien las palabras son actos de habla que producen realidades y los discursos son hechos). Recurriendo a los estudios de sociogénesis y psicogénesis, economía afectiva y modelación de impulsos, coacciones externas y fuerza social, mecanismo de monopolio y límite de escrúpulos, Elias articula su teoría del poder relacional que caracteriza las configuraciones sociales a partir de tres controles básicos: “1) el de los eventos naturales que da lugar a la tecnología; 2) el de las relaciones interpersonales y el dominio de los seres humanos sobre su vida en sociedad que da lugar a la organización social, y 3) el autocontrol de los individuos, el dominio de los seres humanos sobre sí mismos, que constituye la base del proceso de civilización”.
Elias podría ser considerado dentro de los pensadores de matriz biopolítica como Foucault, para quienes el poder posee una dimensión productiva fundamentalmente relacional en la construcción de “estructuras del sentir” y subjetividades normativizadas en los sujetos a partir de la irrupción de la modernidad, que ambos coinciden en datar en los lindes del siglo XVII (reconociendo las bases renacentistas). Sin embargo, la biopolítica y la definición de modernidad que viene con ella han mostrado su ambigüedad como categorías de análisis para el contexto latinoamericano. Aquí entra en escena la poco leída pero colosal obra de Achille Mbembe, regada en numerosos ensayos que cultivan un mismo concepto: necropolítica.

Más allá de los fundamentos de la tanatopolítica agambiana (vida desnuda productora de homo sacer, y el estado de excepción que deviene en experiencias concentracionarias), Mbembe recupera los textos de Fanon y se conjuga con lecturas como las de Dussel, Grosfoguel, Sousa y Bhabha para repuntar la realidad del sur: la modernidad es en realidad resultado de los laboratorios de esclavitud y la masacre que devino en la experiencia colonial en América, y la gestión y maximización de la vida con fines de homeostasis poblacional ha dado paso (si alguna vez se implementó) en Latinoamérica a la necropolítica, esto es, la administración de la muerte y la producción de la excepcionalidad.
Sobre la primera idea, Serge Gruzinski también ha escrito en su fundamental obra Las cuatro partes del mundo, advirtiendo que la primera modernidad no se realiza en suelo europeo sino en las costas del mundo otro americano, fuera de los marcos de la construcción del estado-nación, y más bien dentro del imperio español y la experiencia del mestizaje (lo que Brading calificara como “orbe indiano”). No estaría de más repasar minuciosamente a Tzvetan Tódorov y sus estudios sobre cómo el lenguaje devino en factor de conquista y la lengua se concibió como un instrumento concreto de acción sobre el otro.
En cuanto a la segunda, la necropolítica ha sido de gran utilidad para analizar la constitución de “máquinas de guerra” y los discursos soberanistas que han acompañado al enfrentamiento de poderes en las periferias desde un enfoque genealógico. Autores como Santiago Castro-Gómez han apostado a estudiar la situación de colonialidad que siguió a los periodos de colonialismo, a partir de las tecnologías políticas que atraviesan los cuerpos, saberes, espacios y tiempos en nuestro continente (entre ellos el racismo y la mutilación). Así pues, es posible hacer una relectura de la historia contemporánea de nuestra región a partir de la doctrina de seguridad nacional implementada por las dictaduras neoliberales a través del aparato intervencionista estadounidense: OEA, Alianza para el Pacífico y Escuela de las Américas.
El desgarramiento del tejido social y la irrupción del trauma en América Latina, a la par de la efervescencia de un profundo sentimiento antiestadounidense, no fueron las únicas consecuencias de la implementación del Plan Cóndor, sino la re-emergencia de tecnologías de colonialidad en el ambiente convulso de la guerra fría: polarización de las bases con la confrontación entre guerrilla-fuerzas militares-contrainsurgencia, la producción de personas jurídicamente innombrables que quedan fuera de la ley, la desechabilidad laboral y la violencia desubjetivante o la crueldad como medio de reconocimiento público.
Después del restablecimiento de una democracia (a la Estados Unidos), Latinoamérica vivió con el nuevo milenio una nueva promesa, una nueva utopía: la tercera vía que ofrecían los gobiernos progresistas de izquierda. Sin embargo, con el ocaso de la segunda década del siglo se hace preciso reconocer las fallas estructurales que no han atendido: el caso venezolano demuestra los peligros del descuido económico y el brasileño lo tocante al costo moral y político de la corrupción; el caso ecuatoriano por su parte enseña el problema de no disponer de organización de bases más allá de la movilización, así como el boliviano deja en claro los riesgos del liderazgo carismático. Pero aquí Latinoamérica comparte una realidad global: no sólo están tambaleando los estados, las propias naciones se están desconfigurando junto con todo el proyecto pedagógico y social que en otra parte hemos descrito.
Cerramos el año con dos comentarios. El primero, a manera de complemento los magníficos análisis de Ibarrola y Zizek, es que con el ritmo de la lluvia que escurre la tierra debajo de nuestros pies hemos despertado del coma inducido en que nos encontrábamos. El sur, que se creyó el American Dream y las erotizadas promesas de la elite estadounidense, ha despertado a su propia historia, la de sometimiento, explotación y extractivismo. Pero también de nuestras propias contradicciones internas (corrupción, homofobia y racismo) como de nuestro papel en la trama de lo que, autores como Gloria da Marroni denominan deslocalización del control migratorio (el caso del Plan Frontera Sur). Nos estamos dando cuenta que Bagdad no está tan lejos de nosotros, que nos podría unir más con Cachemira que con Washington.
El segundo comentario es una invitación a una lectura emancipatoria, es una provocación para asomarse a las epistemologías del sur, fuera de las aulas y dentro de ellas. No encontraremos nuevas respuestas si seguimos leyendo únicamente a los mismos autores europeos y estadounidenses. Dediquémosle más tiempos a discurrir las reflexiones africanas, latinoamericanas y asiáticas, no por su mera condición geográfica de sur (muchos de ellos formados en centros occidentales), sino por una realidad que las hermana con nosotros (fueron capaces de regresar a sus países y criticar occidente), por el compromiso que asumen sus escritoras y escritores consigo mismos y con los otros y otras.
También sería bueno exponer cómo participamos desde nuestra propia experiencia, es decir, sólo usar los referentes como ejemplos, sino como ponching back…La investigación independiente de las universidades e instituciones es una labor de la que aún no podemos vivir ¿cómo entonces identificarnos con los que están dentro de las aulas?
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