por Alejandrina Ponce Avilés *
para Tade, con cariño
Los sellos editoriales, los escritores canónicos y, sobre todo, los fundamentalistas de la escritura, polemizaron sobre la coherencia de la Academia Sueca al otorgar el Nobel de literatura a un cantautor cuyo oficio relacionado con la literatura es sólo la composición de las letras de sus canciones, como si —dice Walter J. Ong, Oralidad y escritura: Tecnologías de la palabra (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 15— “la escritura pudiera prescindir de la oralidad”. El cambio de paradigma de la academia comenzó el año pasado, con el premio a la bielorrusa Svetlana Alexievich. Se dijo entonces que su obra “Era polifónica, monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo”. Los críticos la trataron como una escritora desconocida, centralizando su ira en que se premiaba a una periodista y, por ello, a una experta en reportajes y entrevistas, a una especialista en literatura testimonial, y no a una autora ficcional. Según los críticos, el premio Nobel de literatura se otorgó más por criterios políticos que literarios.

Ahora que se consolida el criterio del nuevo paradigma de la Academia Sueca, que consiste en “destradicionalizar” la idea de que la cultura es pasiva y no interactúa con transformaciones como la revolución digital y el ascenso de las tecnologías de la comunicación —véase Gilles Lipovetsky, De la ligereza (Barcelona: Anagrama, 2016). Las industrias culturales vienen de aprendizajes estructurados y dominados; no son simple frivolidad. Se cuestiona a la Academia Sueca que busca estar a la par de la época, se le acusa de premiar al espectáculo llamado Bob Dylan para acabar con la alta cultura y degradarla. Ello sin reconocer su esfuerzo por reparar el daño que haber dejado sin premio a muchos y muy valiosos genios, y no sólo de la literatura: entre ellos Freud en el campo de la medicina y en el literario a Tolstoi, Chéjov, Navokov, Zola, Borges, Calvino, Joyce, Poe, Ginsberg, Auster, Oz. El revuelo contra Dylan es que hay muchos escritores que merecen el premi más que él porque no basta con ponerle inteligencia a la música, pero sobre todo porque las canciones no son literatura. En pocas palabras, su obra trata de un phone (sonido) escrito (grafo) y no una narrativa tradicional.
En la evolución del pensamiento de la llamada “era de la información”, la lingüística estructuralista mucho ha influido en el desarrollo de la literatura y sus interpretaciones. Ha logrado sobre todo que se revalore el razonamiento de la expresión verbal en la cultura y en la civilización humana. Esto trae a colación la vieja diatriba colonial de Occidente y de otras culturas dominantes, que superponían la tradición caligráfica de los pueblos monoteístas (Torah, Biblia, Corán), con la que evangelizaron continentes. Como si no existiera una correlación entre la oralidad y las tecnologías de la escritura. No obstante, como recuerda Ong, “el homo sapiens existe desde hace 30 o 50 mil años mientras el escrito más antiguo data de seis mil años apenas”. A través de la llamada oralidad secundaria, Homero y los iPhone han convivido transitando por la radio y la televisión, porque de lo que se trata es de ejercer el lenguaje.
Las críticas a la oralidad de Dylan ponen al descubierto diferencias a veces prejuiciosas en la forma de manejar el conocimiento de la expresión verbal y la escritura, como si la segunda fuera superior, reduciendo con ello los esfuerzos de Jackobson y Sausssure por demostrar que el lenguaje se encuentra incrustado en la fonología (sonido), teniendo por ello primacía la mnemotecnia que la grafía. De allí que los diálogos y los cantos épicos iniciaran nuestro camino hasta llegar a la era digital. La desaprobación al Nobel literario otorgado a Dylan es una paradoja de los hombres de letras, que arcaízan el lenguaje, esclerotizándolo a la escritura, restándole vitalidad a la comunicación de todos los sentidos humanos; la vista, el tacto, el gusto, el oído, el olfato. Esos mismos que, articulados en géneros, forman el arte.
La Academia Sueca, por fortuna, no piensa igual que Tim Stanley, Irving Welsh o Mario Vargas Llosa; se abre al reconocer a Alexievich y ahora a Dylan, en la reconceptualización de los géneros artísticos, que no es su disolución y menos de la cultura, porque la historia humana aún no ha concluido. Como lectores y público exigimos más que nihilismo de las figuras intelectuales —mensaje bien entendido en Suecia.
Como si la Academia sueca no fuese parte de ese engranaje de poder que menciona al inicio de su artículo, sin contar con la posibilidad de que Dylan esté traicionando su arte poético al aceptar ese reconocimiento. Recuerden a Sartre, que los mandó al diablo. Saludo.
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