por Octavio Spíndola Zago *
“La ‘nación’ real sólo puede reconocerse a posteriori.” Estas palabras se encuentran en la emblemática obra de Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismos desde 1780, que, complementada exquisitamente por la de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, es texto obligado para quien se propone abordar tema tan escabroso como los procesos de construcción de las naciones modernas, las estrategias discursivas de las facciones políticas para gestionar el poder y los mecanismos de consolidación de una identidad a través de artefactos historiográficos y culturales.
En contraste con la bibliografía costumbrista que había intentado definir a la nación a partir de la triada población-territorio-idioma, o apelado románticamente a un supuesto espíritu popular, Hobsbawm intenta desentrañar el enigma de la nación procediendo históricamente a partir de tres etapas: en la primera prevalecen los aspectos culturales, literarios o folclóricos; la segunda se caracteriza por un reforzamiento de estos aspectos originarios a través de figuras claves (como luchadores sociales); la tercera etapa, finalmente, es donde el aparato estatal privilegia la voluntad de llevar a cabo un programa educativo y pedagógico masivo.
La nación no es una categoría apriorística: se inventa desde la colectividad como un ejercicio metafísico y ético, teniendo como referente al estado como un espacio jurídicamente delimitado y protegido por un ejército profesional asalariado, con una población censada, administrada política y fiscalmente, cuyas relaciones jurídicas y culturales son posibles por la existencia de un idioma hegemónico.
Los mecanismos de la entelequia incluyen políticas culturales y sacralización de espacios mediante la ritualización de ceremonias cívicas (como lo plantean Brian Connaughton, François-Xavier Guerra y Annick Lemperiere), la creación de aparatos semánticos y semióticos que detonan un sentido de pertenencia (es decir, programas pedagógicos que desdibujan las particularidades para privilegiar lo común), y, finalmente, el reforzamiento del mito del origen con un panteón de próceres y un santoral laico. Todo ello dará como resultado una red de intereses compartidos, creencias colectivas e interdependencias que incitan a los individuos a mantenerse dentro de lo nacional.
Estos ejes conforman lo que podríamos denominar “proyecto de nación”, rasgo fundamental de diferenciación ideológica de los grupos organizados para ascender al gobierno, espacio desde el cual instrumentarlo. Si en las democracias, como afirma André Hauriou, la participación ciudadana es la principal libertad política para el éxito de la representación, y para que la participación sea efectiva debe haber una diversidad de proyectos diferentes, entonces podemos entender la crisis de la partidocracia en nuestra región, pues las instituciones latinoamericanas se jactan hasta el cansancio de que lo somos (sea lo que eso sea): en los partidos y la mayoría de sus miembros las ideologías han muerto —sólo interesa el poder por el poder.

Nuestra región vive tiempos convulsos. Después del experimento neoliberal con las dictaduras militares del último tercio de la centuria pasada, la primera década del nuevo milenio se caracterizó por el ascenso de la izquierda con la democracia del ayllu de Evo Morales, los gobiernos pos-Fujimori y la reconstrucción de un Perú azotado por el Sendero Luminoso, los Castro y la retórica de la revolución socialista, el chavismo y la revolución bolivariana, Lula Da Silva y el Programa de Aceleración del Crecimiento con matices fuertemente populistas (es decir, centrado en las masas), la rearticulación del tejido social y la pacificación de una Colombia estremecida por la violencia de las FARC y el kirchnerismo como continuación del peronismo. Pero ello está amenazado no sólo por el narcotráfico, el restablecimiento de las relaciones Cuba-EU y por el triunfo de la oposición derechista pro-capital, sino por los mismos líderes y movimientos: “Maduro no es Chávez, Rousseff no es Lula”, advierte Marco Enríquez-Ominami. Y el principal enemigo de Andrés Manuel sigue siendo Andrés Manuel.
Es sobre éste último punto que el asunto se vuelve turbio. Es un hecho demostrado, mediante el análisis de la opinión pública, que hay fantasmas incómodos y dolorosos que recorren los circuitos que conectan la nación: en México, Porfirio Díaz; en Chile, Augusto Pinochet; en Brasil, Getulio Vargas; en España, Francisco Franco. Todos ellos tienen en común el ostracismo al que las historiografías nacionales los han condenado. Pero hay amplios sectores de la población que les admiran o, al menos, reconocen en ellos a auténticos arquitectos de sus estados modernos. Las polémicas en torno al centenario luctuoso de Díaz (como la que se apareció en Nexos) y del 40 aniversario de la transición española (como la que recogió El País) dan prueba de ello.
¿Qué queda cuando la historia es politizada y los hombres se convierten en objetos de culto dogmático, en uno u otro sentido? Nada más que un silencio sepulcral por el exceso de una vocinglería confusa, así como un proyecto de nación con tantas cuarteaduras que amenaza con desmoronarse.
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