por Halina Gutiérrez Mariscal *
Desde que, al inicio de su mandato, en diciembre de 2006, Felipe Calderón declarara la guerra contra el narcotráfico en nuestro país, las cuestiones que implican la seguridad pública y nacional han sido de interés creciente para el común de los ciudadanos.
La creciente violencia e inseguridad que vivimos cotidianamente en el país ha llevado a que desde distintos frentes se hagan propuestas de todo tipo, algunas tan objetables como la de Jorge Luis Preciado, senador del PAN, que pidió se permitiera la portación de armas a los ciudadanos, o la aparición de justicieros de pie que asesinan a delincuentes en las calles y el transporte público. Otras han surgido desde las instancias del poder, a raíz de hechos de violencia específicos, como la desaparición de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa que, por ejemplo, llevó a que Peña Nieta retomara la propuesta que Calderón hizo en 2010, de establecer un «mando único» para la policía.

El 30 de septiembre de este año, un grupo de militares que escoltaban una ambulancia en Sinaloa fue emboscado por un grupo de civiles armados. Al calor de ese ataque, menos de una semana después los priistas César Camacho y Martha Sofía Tamayo presentaron (el 27 de octubre) una iniciativa de ley para justificar legalmente la participación de las fuerzas armadas en acciones de seguridad pública, bajo la coordinación de la Secretaría de Gobernación.
Sólo tres días antes del ataque mencionado el senador panista Roberto Gil Zuarth presentó ante la cámara de senadores una iniciativa para la creación de la ley de Seguridad Interior. Hace apenas unos días, en el marco de la conmemoración del Día de la Armada, el 24 de noviembre, el titular del ejecutivo pidió al Senado “dar un marco legal a la actuación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública”.
Un día después de las declaraciones de Peña, el representante en México de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Antonio Luigi Mazzitelli, pidió que la “emergencia” que ha llevado a las fuerzas armadas a involucrarse en acciones de seguridad pública, sobre todo en el combate al crimen organizado, “no se vuelvan permanentes ni rutinarias”.
Los ciudadanos mexicanos llevamos varios años viendo a miembros del ejército ejercer funciones que corresponderían a instancias policiacas. Quizá por ello, porque parece haberse naturalizado, es que podría no causar mayor preocupación o interés para el común de las personas, la propuesta que desde dos diferentes frentes hacen los políticos mexicanos para legalizar dicha actuación militar. ¿Por qué debería interesarnos? ¿Cómo nos afecta?
Aunque las cuestiones de minucia jurídica expuestas en dichas iniciativas quizá escapan a mi ojo no entrenado (soy historiadora y no abogada), su contenido esencial resulta comprensible para el ciudadano común . Con mayores o menores palabras, ambas propuestas apuntan al problema de violencia que ha venido enfrentando el país, sobre todo en su lucha contra la delincuencia organizada. La propuesta del PRI incluso retoma el argumento de que las condiciones del siglo XIX y principios del XX que llevaron al establecimiento de lo que podría considerarse una amenaza a los estados han cambiado debido a la globalización, la evolución tecnológica, de comunicaciones y de la economía.
La propuesta de los priistas Camacho y Tamayo —que es en la que se enfoca este análisis— apunta a legalizar que el ejecutivo federal haga uso de las fuerzas armadas para combatir cualquier amenaza a la “seguridad interior”, que define en su artículo 3 como “la condición que proporciona el estado mexicano que permite salvaguardar la continuidad de sus instituciones, así como el desarrollo nacional mediante el mantenimiento del estado de derecho y la gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional en beneficio de su población”.
En el artículo 15 de la iniciativa se señala que “en aquellos casos en que se encuentre en grave peligro la integridad colectiva de las personas y/o el funcionamiento de las instituciones, el presidente de la república podrá ordenar acciones inmediatas a las dependencias y entidades de la administración pública federal, incluidas las fuerzas federales y las fuerzas armadas”.
¿Qué tipo de situaciones podrían, desde la perspectiva de estos legisladores, poner en peligro dicha seguridad interior? En su artículo 7, la iniciativa dice:
I. Actos violentos tendientes a quebrantar la continuidad de las instituciones, el desarrollo nacional, la integridad de la federación, el estado de derecho y la gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional o en alguna de sus partes integrantes;
II. Presencia de fenómenos de origen natural o antropogénico, tales como una emergencia ambiental, biológica, nuclear, química, sanitaria o cualquier otra que ponga en peligro a la sociedad, sus bienes y a la infraestructura de carácter estratégico en áreas geográficas del país, y
III. Cualquier otro acto o hecho que ponga en peligro la estabilidad, seguridad o paz públicas en el territorio nacional o en áreas geográficas específicas del país.
Detengamos un momento el análisis del contenido de esta iniciativa de ley para confrontarlo con lo que, desde organismos internacionales, se ha expresado acerca de la participación de las fuerzas armadas en asuntos de seguridad pública. Luis Miguel Cano, quien ha trabajado para la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, señala que aunque los estados tienen derecho a garantizar su seguridad y mantener el orden público, su poder no es ilimitado y están obligados a proteger y garantizar los derechos de todo individuo que se encuentre bajo su jurisdicción.
Los legisladores podrían argumentar que ambas iniciativas de ley contemplan el estricto respeto a los derechos fundamentales de las personas, sin embargo, este especialista señala al menos dos objeciones a tal argumento:
uno. El entrenamiento que reciben militares y fuerzas policiacas es distinto y sus objetivos son intrínsecamente diferentes: “el entrenamiento que reciben está dirigido a derrotar un objetivo legítimo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales.” (Al respecto resulta interesante la tabla que Marcos Pablo Moloeznik y María Eugenia Suárez presentan en la página 125 de este artículo).
dos. Los antecedentes negativos verificados en México respecto a la intervención de las fuerzas armadas en asuntos de seguridad pública. El autor señala que dicha participación no se ha limitado al despliegue territorial que busque incrementar la visibilidad de los efectivos como medida disuasoria del crimen, sino que los militares han estado participando “‘en la investigación de los delitos en particular en los casos relacionados con narcotráfico y crimen organizado, en funciones de control migratorio y en tareas de inteligencia civil’, actividades que, para el buen funcionamiento de un sistema democrático, deben corresponder a fuerzas policiales civiles, sometidas a los correspondientes controles por parte del parlamento y, en su caso, del sistema judicial”.
Los señalamientos anteriores se tornan innegables ante la cantidad de denuncias —la mayoría de ellas desatendidas por las autoridades— que existen en México contra miembros del ejército por violaciones a los derechos humanos, ejecuciones sumarias y extraoficiales, tortura, incomunicación, involucramiento en actividades delictivas.
Ahora bien, ¿qué puede decirse sobre aquellas situaciones que según esta iniciativa de ley pondrían en peligro al estado y sus instituciones y justificarían el uso de las fuerzas armadas, y/o acciones como la intervención de comunicaciones privadas, la geolocalización en tiempo real y la solicitud de datos personales a terceros? (Véanse los artículos 28 y 29 de la iniciativa).
Al respecto y comentando la ley de Seguridad Nacional —que se vincularía necesariamente con esta nueva ley si fuera aprobada—, el citado artículo de Cano advierte que la vaguedad de los términos usados a la hora de definir las “amenazas” podría llevar a vulnerar los derechos de libertad de expresión, libertad de reunión, libertad de asociación y a una criminalización de la protesta social en general. El peligro de que los ejercicios legítimos y pacíficos de la libertad de expresión y de reunión sean considerados un obstáculo a la seguridad nacional resulta aterrador.
Cano considera que la intervención del ejército no se justifica ni siquiera en los caos de que se trate de una crítica e “incluso un insulto a la nación, al estado o sus símbolos, al gobierno, sus organismos, o sus funcionarios, o a una nación o estado extranjero o sus símbolos, su gobierno, sus organismos, o sus funcionarios”.
¿Ha ocurrido ya que el estado mexicano considere a la protesta social como un peligro a su estabilidad y permanencia? ¿Ha ocurrido ya, alguna vez, que el estado vea en las manifestaciones públicas de repudio por parte de sus ciudadanos, en sus críticas, en su réprobas a un enemigo interno? Sí. En 1941, en el contexto de la segunda guerra mundial el estado mexicano tipificó el delito de disolución social, en el artículo 145 del Código Penal para el Distrito y Territorios Federales, cuyo contenido fue usado por décadas para descalificar, perseguir, torturar, encarcelar y desaparecer a elementos de la disidencia política.
Ante propuestas como esta —y otras como la de la nueva ley general de Archivos, que ponen en manos de la Secretaría de Gobernación la facultad de decidir el futuro de la documentación producida en las instancias de gobierno y su consulta pública —, los ciudadanos bien podríamos preguntarnos si el perfil del estado mexicano no se está definiendo como uno cada vez más autoritario, casi dictatorial, en donde la disidencia y la protestas social corren el riesgo de ser consideradas una amenaza a la seguridad interior y en donde la consulta pública y la transparencia de los ejercicios del estado nos son negados. ¿Es que acaso estamos regresando a las épocas de mayor autoritarismo del estado mexicano?
0 comments on “La vía autoritaria”