por Daniela Gleizer *
Mi amigo Diego Pulido me envió un correo en el que elaboró la que, me parece, es hasta ahora la mejor definición de la iniciativa de la nueva ley general de Archivos: “Considero que la iniciativa de ley es un alebrije indescifrable: parece resultar de una mezcla de ignorancia con (presumible) conocimiento (de cuestiones técnicas), dolo con buena disposición, alegada apertura democrática con censura o escrúpulos sobre información que debe ser pública.” Concuerdo. La esquizofrenia se debe, supongo, a una bizarra negociación entre representantes de tres partidos políticos con visiones encontradas sobre el tema, donde cada quien metió cuanto pudo como pudo y sin que nadie cuidara las implicaciones de la ley en su conjunto, ni mucho menos su relación con la ley general de Protección de Datos Personales.
En la exposición de motivos de la nueva propuesta de ley se dice que “el acceso a la información y transparencia es prioridad de todo gobierno democrático” y que las políticas públicas en materia de acceso a la información deben caracterizarse por permitir el acceso cada vez más amplio y expedito a la información pública. Se habla incluso de lo importante de construir un sistema nacional articulado de rendición de cuentas, y se vincula la “disciplina archivística” (aunque en realidad el asunto debería ir mucho más allá de dicha disciplina) “con la protección de los derechos humanos e, incluso, con la reparación del daño con motivo de violaciones a los mismos”. Hasta aquí vamos bien.
El problema es que, una vez cumplidos los requisitos de comenzar expresando lo políticamente correcto, la ley se lanza en picada a garantizar que ninguno de estos objetivos sea realmente alcanzable, empezando por el que me parece el más grave de todos: el Archivo General de la Nación queda en la ley como un organismo “sectorizado a la Secretaría de Gobernación”; el Consejo Nacional de Archivos (de carácter eminentemente político) será presidido por el propio secretario de Gobernación, y el presidente de la república tendrá la facultad de nombrar al director del AGN. Es decir, el acceso a la información contenida en los archivos públicos queda en manos de la secretaría que, preocupada por la seguridad nacional, mayores intereses tendría en no hacer pública dicha información. Es como poner a un león hambriento a garantizar el reparto equitativo del alimento para todos los habitantes de la selva.
Y no es porque nuestra Secretaría de Gobernación tenga más trapos sucios que otras. Es porque está en su naturaleza controlar y reservar la información. El control de la información del pasado por los ministerios del interior o de gobernación sólo sucede en regímenes dictatoriales o autoritarios. En las democracias, donde en lugar de cerrar se abren cada vez más fondos a la investigación histórica, los archivos son organismos autónomos, o dependen de las secretarías de cultura. “Tan sólo en lo que va de año”, explican David Jorge y Carlos Sanz Díaz, “Francia ha anunciado la apertura de los archivos del régimen colaboracionista de Vichy; Italia ha desclasificado documentos inéditos sobre los crímenes de guerra nazis; Obama ha reformado la ley de Libertad de Información… y el papa Francisco ha decretado la desclasificación de archivos sobre la dictadura de Videla en Argentina” (el artículo completo, aquí). Colocar al AGN como un organismo sectorizado de Gobernación tendrá consecuencias imprevisibles para el futuro, y no debería responder a la coyuntura actual en la que se encuentre el AGN ni a su deficiente situación presupuestaria.

La siguiente flagrante contradicción se vincula con la consideración, por una parte, de que “los documentos contenidos en los archivos históricos son públicos y de interés general”, y por tanto “no podrán ser clasificados como reservados o confidenciales” y la ley general de Protección de Datos Personales, que considera como confidencial cualquier documento que contenga datos personales, sin límites de tiempo. En este sentido es importante que la ley general de Archivos reconozca a los archivos como fuente de acceso público (en la terminología de la LGPP) para que ambas legislaciones no entren en contradicción.
Pero hay otros artículos de la misma ley de archivos que obstaculizarán tanto el acceso público a la información como la desclasificación de documentos. En el título tercero de la ley (“de la valoración”) no se establecen plazos fijos para que la documentación sea transferida desde los archivos de concentración a los archivos históricos, dejando a discreción de cada instancia los plazos de conservación y disposición documental. Ello puede llevar a que dichos plazos no se establezcan nunca, o que tengan una vigencia de 200 años (finalmente eso lo decidirá cada dependencia), con lo que aumenta el riesgo de que se dejen de alimentar los archivos históricos (que constituyen la única forma de consulta pública de los documentos). Es decir, podríamos esperar 150 años, o 300, para acceder a documentos vinculados con los hechos acontecidos en Iguala o en Tlatlaya, o para conocer a fondo el monto de las deudas y las redes de complicidad de los gobiernos de Padrés, Duarte y compañía. En los países democráticos, el plazo de trasferencia de archivos de concentración a archivos históricos ronda los 25 años.
El segundo problema es que una comisión interdisciplinaria, formada más por funcionarios gubernamentales que por historiadores y archivistas, decidirá cuáles son los documentos históricos (que deben pasar por tanto a los archivos correspondientes) y cuáles no. Incluso sin mala leche esta rendija abre la puerta a tirar a la basura documentos que a nadie le parezcan pertinentes para hacer historia, dejando la responsabilidad en manos de una comisión eminentemente política. Los historiadores no sólo hacemos historia de la administración pública; también hacemos historia de la nutrición, de las emociones, de la planeación urbana, de la sexualidad, de la industria o de la infancia y todas ellas requieren de una serie de documentos sumamente variados, que a primera instancia pueden no parecer “históricos”. Ahora, con mala leche, se categorizaría de “no histórico” todo aquello que no se quisiera hacer público, y se estaría cumpliendo con la ley.
Por último: el artículo transitorio XIV de la ley establece un período de dos o tres años para valorar, no ya lo que se encuentra en los archivos de concentración, sino en los propios archivos históricos. Esto quiere decir, en buen cristiano: les daremos acceso irrestricto a los archivos, después de que los depuremos, y para ello nos tomaremos entre dos y tres años. Esto es gravísimo. Porque se presta a que se sustraiga de los archivos lo que ya llegó allí (por el azar, seguramente), y se presta a que en dicha sustracción intervengan los más diversos motivos: cuestiones de seguridad nacional, por supuesto, pero también intereses personales, empresariales, gremiales, razones de espacio, y hasta la codicia y avaricia de quien considera que un códice se ve mejor en la sala de su casa que en un archivo, por lo que la rapiña también tendrá puerta abierta, sobre todo en los archivos estatales y municipales menos profesionalizados. No avanzar es una cosa. Dar marcha atrás, para reservar documentos antes públicos “es absolutamente excepcional y solo se da, de hecho, en situaciones de involución democrática”, concluyen Jorge y Sanz Díaz. ¿Será el caso?
No se trata de exagerar ni de ser alarmistas. Es probable que el control de la información, la desaparición de pruebas, el ocultamiento de documentos que puedan adjudicar responsabilidades y sentencias penales a miembros de la clase política, el robo de documentos valiosos por parte de funcionarios irresponsables y el “saneamiento” de los archivos no tengan lugar en un país como el nuestro, donde todo funciona tan bien. Pero, ¿para qué dejar la puerta abierta?
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