por Arturo E. García Niño *
Una mañana de octubre o noviembre de 1967,[1] a punto de dar las siete horas, escuché salir del zenith de onda corta, patrimonio familiar que mi padre usufructuaba alrededor del 80 por ciento del tiempo que estaba prendido —el radio, no mi padre—, la voz de un tipo que fraseaba como nunca antes en mis trece años de vida había yo oído hacerlo. “¿Quién canta?”, pregunté a mi padre, dependiente de la música casi toda, excepto los mariachis y las estudiantinas, y de los programas noticiosos, quien despertaba a la familia pasadas las seis mediante el girar del dial en pos de las frecuencias radiofónicas de su preferencia. “No sé, acabo de sintonizar la estación”, dijo y siguió bebiendo su café. Yo fui a servirme el mío, sin dejar de atender a la música, de la cafetera italiana que estaba encima de la estufa; y puse en juego las iniciales clases de inglés secundarianas y la voluntad de interpretar lo cantado por el tipo de la radio. Sé ahora que era alguno de los dos meses señalados porque estaba ya de vacaciones, como indicaba el calendario escolar de entonces, y la serie mundial no hacía mucho que había terminado.
Minutos después aquella mañana de aquel día, en voz de un locutor gringo, supe que la canción era “It’s All Over Now, Baby Blue” y quien la cantaba era Bob Dylan. Así empezó una larga relación entre aquel adolescente que era yo, habitante de una ciudad de la cuenca del Papaloapan en el estado de Veracruz, con el tal señor Zimmerman.
Me gustaban más en aquellos años los Kinks, The Who y —ni modo, es tiempo de confesiones— Jerry and The Pacemakers (quizás por buenos melodistas… bueno, algo hay que decir). Los Beatles sólo me convencerían e impactarían con Rubber Soul bien escuchado. Compraba ya muchos discos desde entonces y cuando fui en pos de uno del Dylan me encontré con la nada en la tienda del señor Huerta, la única existente en el lugar. Sería hasta la mitad de 1968 cuando llegaron de regalo —vía mi padre— Bringing It All Back Home, Blonde to Blonde, Another Side Bob Dylan y The Times They Are A-Changin’, así como un ep que contenía en el lado A “Like a Rolling Stone”. Por cierto, en 1967 Dylan no sacó a la venta ningún álbum.
Si verdad es que cada época tiene un espíritu particular que le define el rostro, su impronta que deviene estilo de vida, el Zeitgeist de los años sesenta que terminaron ya bien entrados los setenta fue el de los movimientos sociales de variado cuño: por las libertades civiles y la lucha contra el racismo, por la paz y contra la intervención en Vietnam e Indochina, por las libertades democráticas… Todos estaban permeados por la presencia juvenil como dinamizadora y continuadora del caldo de cultivo antiestablishment que fueron los años cincuenta y su carga de incertidumbre para una generación que con toda legitimidad podía decir que el mundo heredado por sus padres era el menos deseable posible: la amenaza nuclear, el macarthysmo y su cauda de conservadurismo galopante y etcéteras circundantes. Era ésa la beat generation condensada en “Howl” y “America”, de Ginsberg; en On the Road, de Kerouak —con The Catcher in the Rye, de Salinger, como antecedente—; en la obra de Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, Gary Snyder… y en Bob Dylan, un joven que venía del ámbito de la folk music y que estaba influenciado por Woody Guthrie, Pete Seeger, Big Joe Wiiliams, Lonnie Johnson y los bluseros que documentaban el lado oscuro de la American Way of Life, y quien para el año en que me encontré con él era ya la voz y síntesis de una civilidad en ascenso que se decantaba en la movilización social de aquellos años, porque había afirmado en 1963 que la respuesta al estado de cosas estaba soplando en el viento y había que ir por ella. Un año después llamaba a los escritores y críticos, a los senadores y congresistas, a los padres y a las madres para que se percataran de que el pasado sucumbía ante el presente porque los tiempos estaban cambiando, sus hijos e hijas estaban ya fuera de control y una fuerte lluvia se avecinaba; para 1966, como afirmaba en “Visions of Johanna”, el jovencito perdido se tomaba muy en serio y era tomado muy en serio por seguidores y detractores.
Invocando a Perogrullo y en acto de magna tautología vale decir lo ya dicho: los músicos ingleses habrán inventaron el esperanto melódico de un tiempo y una generación que se volvió herencia artística reciclable y permanente, pero fue Dylan el que lo llevó a la mayoría de edad y a su madurez para convertirlo en patrimonio cultural ampliado.
Luego de abrevar en las fuentes del folk y ser entronizado por sus oficiantes, como buen apostador de origen, Dylan atisbó, en 1965, por dónde debería transcurrir el hacer musical contemporáneo y decididamente moderno, y fue negado más de tres veces por los tales oficiantes: la grabación de Highway 61 Revisited, que contiene “Like a Rolling Stone”, y la presentación en concierto con Mike Bloomfield en la guitarra y Al Kooper al piano. El paso decisivo que definiría los derroteros musicales del resto del siglo XX, y lo que llevamos del XXI, lo daría en su primera gira por Inglaterra junto a The Band, y específicamente en el mítico y multipirateado Royal Albert Hall Concert que realmente se llevó a efecto en Manchester: actuación que cambió el concepto de concierto en tiempo, ambiente y propuesta musical. Tocar dos segmentos de casi una hora cada uno, cuando hasta entonces los grupos se subían sólo 20-25 minutos; establecer diálogo crítico y polémico con el público —los ortodoxos folk le abuchearon y silbaron; uno de ellos le grito “¡Judas!”, Dylan le respondió “¡no te creo!”, el gritón contraatacó con un “¡mentiroso!” y Dylan cerró la discusión pidiendo a The Band que tocaran chingón y con fuerza y… lo hicieron—; hacer una parte acústica y una eléctrica para reafirmar pasado, presente y futuro sin que alguna perdiera intensidad ni energía. Todo ello ubicaba ya al profeta que se negaba a serlo como “el primer poeta de los medios masivos de información, el primer poeta de las máquinas tragamonedas, que golpeaba a cientos de miles directo al cerebro y a las entrañas” (Anthony Scaduto). El juglar afirmaba lo que luego sabríamos todos: que tomaba otra taza de café para el camino, que tomaba la última antes de irse para caminar siempre en la vanguardia, marcando con su voz y sus apuestas los rumbos del arte musical hasta ahora.
Alguien dijo, y si no lo dijo debió haberlo dicho, que si dos voces hubo que definieron el siglo pasado y lo que va del presente fueron las de Billie Holiday y Bob Dylan. El fraseo de ambos devino arquetipo del decir cantando o cantar diciendo y llevó a la cima lo que hemos dado en llamar “canción de amor”. Además de que en este rubro Dylan es el autor de varios clásicos, como “Shelter of The Storm”, incluida en esa obra maestra de 1975 que es Blood on the Tracks, o como “Visions of Johana”, “Just Like a Woman”, “It’s All Over Now, Baby Blue”, “Sarah” o “Bronksville Girl” (escrita al alimón con Sam Shepard). Lo indudable es que a mediados de los años setenta un Dylan treintón continuaba abriendo las rutas, sobre todo con Blood on The Tracks, pero también arremetía, una vez más corriendo el riesgo, con la trilogía impregnada de una inesperada y sorprendente militancia cristiana —aunque las referencias bíblicas han sido de siempre recursos metafóricos y paradójicos de su escritura—: Slow Train Coming, de 1979, Saved, de 1980 y Shot of Love, de 1981. El primero pudiera salvarse por su riqueza melódica y nada más, en mucho debido a Mark Knopfler; el segundo y el tercero son decididamente los peores trabajos letrísticos que ha hecho. Sólo salvaría del último “Lenny Bruce”, acerca del ácido e irreverente gran comediante. Pero en 1983 volvería a ser el guía de todos los forasteros con su álbum 27, Infidels, apoyado en las guitarras de Knopfler y el ex Bluesbraker, ex Rolling Stone y contundente y creativo jazzista Miky Taylor. Afirmaba ahí, en “Jockerman”, que la libertad estaba sólo a la vuelta de la esquina, y demostraba que estaba aún y seguiría estando en los años noventa y en el nuevo siglo en el que hoy andamos, desbrozando el camino con su decir, su cantar y con otros 34 álbumes a cuestas después de Infidels.
Al levantarme la mañana del 13 de octubre del 2016, como todas las transcurridas en casi cincuenta de mis sesenta y pocos cumplidos, pongo a sonar un disco de Dylan (un álbum no oficial titulado Down in the Flood), preparo café, me siento ante la computadora para teclear los pendientes. Son las seis cincuenta horas y leo que la Academia Sueca decidió otorgar el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, alias Robert Allen Zimmerman. ¿Que parece un exceso y quizás lo sea? ¿Que Dylan es un gran contador de historias, pero no es Faulkner ni sus diálogos se acercan a los de Hemingway? ¿Que toca la excelsitud poética con muchos de sus versos, pero no es Paz ni mucho menos Eliot? ¿Que se premia a una expresión de la cultura popular, o mejor aún de la cultura de masas catapultada por la industria cultural y no a la literatura según la entendemos anclados al canon? ¿Por qué, entonces, él y no Roth o Kundera? Ya lo explicó la Academia Sueca; allá ellos y que los perdone Adorno. Si no se lo dieron a Borges y sí se lo dieron a Churchill, aceptemos y celebremos con gusto, señores, este día de placer tan dichoso, y agradecer a mi padre su dependencia radiofónica. No es cierto que todo tiempo pasado haya sido mejor (ni peor); es más bien —Jaime López, en paráfrasis dylaniana, dixit— que los viejos tiempos fueron los nuevos tiempos y que éstos serán los viejos tiempos: lo hasta aquí contado e iniciado en el sesenta y siete pasó y fue hace mucho tiempo y el viejo Dylan es —seguro estoy, como yo mismo— mucho más joven ahora que entonces.
[1] El basamento del presente artículo es un textito publicado en el número especial monográfico de La Mosca en la Pared dedicado a Bob Dylan.
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