Historia contemporánea Opinión Política

Corrupción institucionalizada

por Halina Gutiérrez Mariscal *

En un episodio sin precedentes en la historia reciente del país, la manera en que ha venido desmoronándose la figura presidencial ha pasado de lo grave a lo terrible, de lo indignante a lo increíble. Los dos últimos escándalos que han caído sobre la cabeza de Peña como un tremendo aguacero —el plagio de su tesis y la ominosa invitación que hizo al candidato presidencial estadounidense— han terminado de delinear su perfil como una figura pequeña, inhábil, desastrosa y corrupta desde el origen. El manejo de esta crisis habla más del régimen y del funcionario que los hechos en sí mismos. El evidente deterioro de la credibilidad del gobierno y la bochornosa imagen que Peña proyecta, no sólo aquí sino en todo el mundo, han llevado a los desesperados coletazos de esta administración para intentar no perder el apoyo, ya no digamos del electorado, sino de sus propios socios y de su propio partido.

No es que Peña y su gobierno hayan inventado la corrupción, los contratos a modo, la represión, las trampas de todo tipo. No puede atribuírsele ese “mérito”. Lo preocupante del caso ha sido la torpe manera en que su administración ha intentado “reparar” un escándalo tras otro, haciendo que, en ocasiones, resulte peor el remedio que el propio mal. Preocupante en mayor medida resulta cómo ha ido reaccionando la opinión pública (habría quizá qué redefinir a qué sectores se incluye en tal término) ante los escándalos cada vez más escandalosos y peor reparados de nuestra época.

 

Virgilio Andrade y su amigo, cuando decían querer combatir la corrupción. (Foto: Proceso.)
Virgilio Andrade y su amigo, cuando decían querer combatir la corrupción. (Foto: Proceso.)

Unos días antes de que estallara el escándalo del plagio en la tesis del titular del ejecutivo (siempre me he negado a llamarlo “el presidente”, porque siempre he creído que no preside nada), Stephen Morris ofreció una conferencia en el Instituto Mora sobre la corrupción en México. Las reflexiones planteadas por él confluyeron en un punto: la corrupción ha caminado lado a lado con el poder de los gobiernos mexicanos; y aunque muchos de ellos han emprendido campañas anticorrupción —con más intenciones legitimadoras que depuradoras—, la corrupción parece adaptarse a cuanto cambio y filtro se impone para reducir su presencia.

El desparpajo con que la presidencia de la república, la Secretaría de Educación, la universidad implicada en el escándalo y el propio plagiario trataron el tema y trivializaron un asunto tan penoso resalta una lamentable verdad: en México el poderoso puede violar cualquier ley, norma o regla, y no hay consecuencia que persiga al culpable. El escarnio público, ya inherente a Peña y que al parecer no le incomoda en lo absoluto, no puede considerarse como justicia hecha en este caso.

¿Cómo es posible, podría preguntarse, que en un país con tantas iniciativas e incluso instituciones dedicadas al combate a la corrupción, siga habiendo un IPC (Índice de Percepción de la Corrupción que se mide en cien puntos: entre más cerca del cien, menos corrupto es un país) que lo ubica como el país más corrupto de los miembros de la OCDE? Las reacciones, tanto desde el poder como desde una parte de la opinión pública, confirman lo dicho: la corrupción parece haber llegado a la médula del sistema, no sólo político, sino de la sociedad misma. ¿En qué momento las trampas comenzaron a parecernos válidas, triviales, excusables?

Es claro que el enfoque institucional no es suficiente a la hora de combatir la corrupción. Hace falta una sociedad empoderada, indignada, que reaccione ante la menor transgresión de la norma y pida la reparación del daño, el castigo del infractor, la aclaración del asunto.

Mientras leía con asombro las reacciones de diversas personas ante el reportaje de Carmen Aristegui, recordé aquella teoría criminológica de las ventanas rotas (Philip Zimbardo): donde impera el descuido, el desorden y el delito, hasta los no infractores se inclinan a delinquir. Y sí. Nuestra sociedad parece haber naturalizado el quebrantamiento de las leyes y normas en favor de una conducta “racional” que hace prevalecer el bien individual. La reflexión parece interminable y la discusión eterna; sin embargo, algo es cierto: cuando la corrupción es tolerada en los más altos niveles del gobierno (y retomo la definición de corrupción que usa Morris: cualquier violación de las normas del estado o cualquier abuso de autoridad), todo mundo se toma la licencia, desde el estudiante bachiller que entrega un ensayo robado, pasando por el funcionario de medio pelo que se deja sobornar o el secretario de estado que se enriquece ilícitamente. Ese es, creo, el meollo del asunto. Más allá de lo penoso y reprobable del plagio de Peña —por cuestiones morales, académicas y legales—, su implicación para la vida pública del país es desastrosa: todo se vale si sabes librarla.

Por estos días ha circulado una convocatoria para una marcha el 15 de septiembre en la que se exija a Peña su renuncia. El asunto no parece superar lo anecdótico. No sería así, claro, si se tratara de otra latitud. Pienso, por ejemplo, en el caso de Richard Nixon y su renuncia por el escándalo de Watergate: en ese caso, las instituciones sostuvieron al sistema, y el personaje fue retirado para que el sistema pudiera funcionar. En un país como México, en donde la democracia no está plenamente consolidada y en donde la corrupción parece transformarse al paso de las reformas anticorrupción, la renuncia de un presidente no parece una opción real. Mientras el poder no resida realmente en la población, y los políticos no dejen de actuar al servicio de los grandes capitales nacionales y extranjeros, la corrupción seguirá, reafirmando así la percepción generalizada de que el que no transa, no avanza.

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