por Octavio Spíndola Zago *
El 8 de noviembre, los estadounidenses celebrarán las elecciones presidenciales más problemáticas del nuevo milenio. Cabe aquí un comentario en dos partes. Primero, los estadounidenses basan su cultura política en una noción fiscalista; es decir, antes que ciudadanos ellos se entienden como contribuyentes que mantienen en funcionamiento el aparato estatal que debe encargarse de la distribución de las riquezas y la seguridad nacional. En un segundo momento, estos contribuyentes no votan a una persona —sería iluso creer que hay muchas diferencias entre los republicanos Rubio o Trump, los demócratas Clinton u O’Malley, el libertario Johnson o el independiente Bloomberg), sino a una “cuestión que afecta la economía nacional”.
En 2008 acudieron a las urnas para constituir un colegio electoral favorable al proyecto del senador demócrata Barack Obama, que ofrecía terminar con las guerras en Afganistán e Iraq (herencia de la “cruzada contra el terrorismo” de Bush), así como reducir los gastos bélicos que parecieron atractivos a una clase media sangrada para mantener vivo el imperialismo de las elites transnacionales. Ahora está en juego algo más estructural: la continuación del desarrollo económico y el statu quo cultural. En una entrega pasada, ya Arturo E. García Niño nos ofreció en este espacio un rico ejercicio contextual de aquella sociedad estadounidense que se ha construido desde principios del siglo, en la plenitud de “la sociedad de los medios”, con un rasgo característico: los estadounidenses son analfabetos funcionales llenos de prejuicios heredados por la doctrina de la superioridad racial puritana, ávida de saberse conquistadora del mundo.
Frederick Jackson Turner, en La importancia de la frontera en la historia de los Estados Unidos (1893), caracterizó la historia de la conquista del oeste como elemento definitorio de la identidad nacional estadounidense. Planteó que la frontera era un lugar en el proceso evolutivo en el que el estadounidense se adapta y domina el entorno natural agreste, inspirado por su afán de empresa (del cazador, pasando por el minero y el agricultor, hasta al capitalista urbano) —aunque pasando por alto intencionadamente que los españoles ya estaban realizando un proceso similar por el sur.
Walter Prescott Webb, historiador, refiere cómo en Estados Unidos “toma impulso, a partir del frontier factor y la entronización del individualismo, una recristalización de la sociedad cuyo motivo de la ganancia adquiere su teoría en el laissez faire, su método en la competencia, su instrumento en la maquinaria y, fundamentalmente, su institución en la corporación” (José Luis Orozco, De teólogos pragmáticos y geopolíticos [México: Universidad Autónoma Metropolitana, 2001], 128).
Entendiendo a los estadistas y capitalistas estadounidense que se han visto influidos por este discurso, la democracia en ese país depende para su funcionamiento de una constante expansión (con una industria militar rebosante), por una parte, y del libre mercado y la constante innovación productiva, por otro. La mediatización del fenómeno Trump ha desviado la atención de un debate trascendental que está teniendo lugar paralelamente en el senado en Washington: la discusión sobre la legistlación antimonopolio.

Hacia 1834, Andrew Jackson advertía que los deshonestos instrumentos bancarios que empezaban a configurar el capitalismo “han revelado a últimas fechas, o más bien inventado, una especia completamente nueva de despotismo. Han hallado que el despotismo republicano puro consiste en administrar la constitución y las leyes con una expresa referencia y una entrega total al beneficio del pueblo en sentido lato” (Orozco, De teólogos, 105).
Era bien sabido por los tecnócratas en turno que los tratados de libre comercio que Estados Unidos ha firmado durante los últimos 25 años tendrían como consecuencia la pauperización del salario, el encarecimiento de la vida y disminuirían la protección a las patentes y derechos de autor, así como el recrudecimiento de la marginalidad en la que se ve ahogada la periferia (reducida a proveedora de mano de obra y recursos naturales, cuyo capital es extraído a las sedes fiscales de las corporaciones mundiales). La crisis de la clase media estadounidense era absolutamente previsible desde entonces, cuando las estadísticas apuntaban a una redistribución hacia las clases altas.
A decir de uno de los firmantes de la declaración de independencia, la sociedad estadounidense se debe a la empresa, su economía depende de la industria y la competencia, y por ello “a menos que os volváis más alertas en vuestros estados y frenéis este espíritu de monopolio y esta sed de privilegios exclusivos, terminaréis encontrando que los poderes más importantes del gobierno han sido otorgados o permutados, y que el control de vuestros intereses más queridos ha pasado a las manos de las corporaciones” (Orozco, De teólogos, 102-103), mismas que hoy obligan a los trabajadores a competir entre los de su clase pero en un nivel mundial.
El tema del monopolio trae consigo las cuestiones del nivel adecuado de regulación financiera, el elevado costo de los fármacos sujetos a prescripción médica o la acumulación de la riqueza a manos de la elite. Históricamente, con las deficiencias derivadas de las “economías de escala” y el peligro latente de los precios predatorios acompañado al de los pactos colusorios que generaban una competencia asimétrica, el 2 de julio de 1890 el congreso estadounidense aprobó la primera ley de regulación económica y fomento de competencia en el libre mercado, la Sherman Antitrust Act, que fue sucedida por la Clayton Antitrust Act, de 1914, contra prácticas empresariales que perjudicaran a los consumidores.
Actualmente, los problemas de la sociedad estadounidense pueden ser leídos desde la óptica de la concentración desenfrenada de los mayores sectores productivos que ha generado desigualdades, desencadenado riesgos económicos y la angustia en la opinión pública. Esos trust se encargan de sabotear todo intento de estimular la competencia y generar redes de corrupción transnacionales (tal es el caso de la desviación de recursos de orígenes ilegales a través de empresas offshore en paraísos fiscales constituidas por el despacho de abogados Mossack Fonseca).
El ánimo de desesperanza que priva entre la clase media y el horizonte de depravada acumulación que planean mantener las elites está empujando a todos, como lo advertía Durkheim, a las posiciones radicales: el belicismo de Trump y el neoliberalismo de Clinton. Vale aun recordar aquella cita que Orozco recupera de un alemán hacia los mil ochocientos:
Pienso —escribía Francis Joseph Grund en el primer tercio del siglo XIX preocupado por la situación de la democracia estadounidense en el tenor de Alexis de Tocqueville— que todos los hombres, con la excepción de nuestros negros, deben ser libres, pero no puedo tolerar la ridícula noción de igualdad que parece haberse apoderado de nuestro pueblo y la cual, su no es contrarrestada por quienes tienen el poder de hacerlo… mostrará con el tiempo que es la ruina de la democracia [y pregunta provocativamente] ¿usted no confiaría el gobierno a los pobres, o sí? Son los que no quieren trabajar. [106].
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