por Pedro Salmerón Sanginés *
La lectura de historiografía crítica de diversos revisionismos históricos fuera de México, me ha llevado a preguntarme si no hemos terminado por inventar un “revisionismo mexicano”. Los analistas de esa corriente —todos los cuales se reclaman parte de la misma— aseguran que antes de la irrupción del revisionismo, la concepción historiográfica dominante sobre de la revolución mexicana, además de servir de sustento ideológico del régimen que se reclamaba emanado de ella, defendía la idea de “una revolución popular, agraria, nacionalista y antiimperialista, que confrontó a los campesinos sin tierra con los latifundistas y derrocó a un régimen autoritario y opresivo” (Enrique Florescano, El nuevo pasado mexicano [México: Cal y Arena, 1991], 73).
Esa explicación habría iniciado con los veteranos de la revolución, aunque sus productos más convincentes fueron obra de eruditos que escribieron gruesos volúmenes para explicar la revolución en los años 50 y 60. Las críticas a esa idea dominante, alguna de ellas surgidas desde las filas de la derecha, sólo reafirmaban su vigencia, pues después de todo eran los «reaccionarios» los únicos que se oponían a ella.
Pero un nuevo contexto mundial, surgido de la revolución de 1968 —que para Adolfo Gilly fue «una ruptura en los bordes, es decir, un desafío generalizado al orden social existente», que «abrió las puertas para un mundo nuevo, pero no el que ella había soñado»)— permitió que se convirtieran en dominantes en la academia tendencias historiográficas que buscaban dar entrada a enfoques hasta entonces soterrados por la historia “occidental”, por un lado, y la historia “nacional”, por el otro.
Uno de esos enfoques, el “revisionismo histórico de la revolución mexicana”, comenzó a formularse a finales de la década 1960 y principios de la década de 1970. Para algunos analistas del revisionismo, los autores fundadores son John Womack, Arnaldo Córdova, Adolfo Gilly, Jean Meyer, Lorenzo Meyer, Armando Bartra y James D. Cockroft. Luego vendría otro grupo importante de autores, en el que suele registrarse a Friedrich Katz, François-Xavier Guerra, Ramón Eduardo Ruiz, John M. Hart, Enrique Krauze y Alan Knight. Y aún después se agregarían a la lista trabajos de historia regional como los de Héctor Aguilar Camín, Romana Falcón o Carlos Martínez Assad.
Como he señalado en otras ocasiones, el revisionismo de una parte (y sólo una parte) de estos autores y sus reinterpretaciones tuvo como consecuencia poner en duda la idea misma de revolución. Aquí me gustaría agregar que otro problema igualmente importante de este “revisionismo mexicano” es que se ha presentado como un revisionismo aislado. Si abrimos la vista a otros horizontes encontramos que lo que se llama revisionismo está estrechamente ligado a las versiones posmodernas de la historia. Los revisionismos sobre las revoluciones de Francia, Rusia y China niegan su carácter revolucionario y toda posibilidad de transformación revolucionaria desde abajo. Incluso se muestran crecientemente comprensivos con las tiranías. Resulta ejemplar, en ese sentido, el revisionismo histórico sobre la Alemania nazi. Hace unos años, Pier Paolo Poggio argumentó que presentar al nazismo como un mal menor comparado con el comunismo es una estrategia argumentativa que en realidad forma parte constitutiva (fundamental) de un discurso neoconservador, aparejado a la derecha neoliberal (Nazismo y revisionismo histórico: Madrid, Akal, 2006).

En la academia (más allá de los negacionistas ultrapositivistas y de los conspiranóicos que asumen que la verdad está reservada a unos cuantos elegidos), el sustento teórico del revisionismo es el relativismo histórico posmoderno, esto es, en palabras de Poggio, una perspectiva que privilegia el enfoque narrativo, “practica el refinamiento de la deconstrucción” y en última instancia busca el olvido, la “superación” de la historia. Este relativismo no es ya el que nos enseñaron en las escuelas de historia, en los libros obligados de Collingwood o Croce, sino su radicalización posmoderna que niega toda validez científica al conocimiento histórico y asegura que toda interpretación es igualmente válida, confundiendo interpretación con invención.
¿A quién le sirve esta disolución de la posibilidad de verdad, este revisionismo que niega la revolución y la posibilidad misma de revolución? Para autores como el propio Poggio, Slavoj Zizek o Josep Fontana la respuesta a esta pregunta es muy clara: al sistema mundo, es decir, el capitalismo financiero y a su cultura política neoconservadora.
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