por Arturo E. García Niño *
Los cárteles se convierten en pequeños estados y los narcos en políticos que mandan a otros hombres a la guerra: Don Winslow, The Cartel
La verdad es hija del tiempo y no de la autoridad. Nuestra ignorancia es infinita, ¡disminuyámosla al menos en un milímetro cúbico!: Bertolt Brecht, Vida de Galileo
De entrada y para evitar el equívoco
El llamado caso Iguala es un crimen aberrante que acrisoló y evidencio las peores prácticas del tiempo mexicano más reciente: la búsqueda del poder por los medios que sean y al través de quienes sean; la partidocracia nacional como resumidero de sujetos impresentables pero que sirven a los fines de la tal partidocracia; la atonía de un gobierno federal que con su hacer reivindica su esencia histórica priista, plagada de mañoserías y enriquecimientos generalizados explicables y nunca sancionados; la presencia del narcotráfico, y del crimen organizado todo, en la vida social, con su inherente cauda de muertos, heridos, torturados y desaparecidos; la venta y compra de los cuerpos policiales como la posibilidad de cambiar de clase social en una noche; la impericia convertida en valor agregado de los aparatos de procuración de justicia y de inteligencia civiles y militares; el pasmo de unas cuestionadas fuerzas armadas echadas brutalmente a las calles para realizar labores policíacas, peligrosas para sí y para la ciudadanía al no haber marco legal alguno que medie su actuar. Todo ello arropado por lo que bien pudiéramos designar como el espíritu de estos tiempos, como el zeitgeist nacional: la violencia y la impunidad galopando a lomo de la corrupción.
Derivado de aquello, y sobre todo en 2015, el crimen de Iguala ha polarizado las posiciones de la sociedad mexicana, y obvio, las de los opinadores. Ambos bandos se han manifestado globalmente, y sus decires catapultado y reproducido geométricamente, gracias a esas nuevas piras que suplieron a las que antaño se levantan en parques y plazas, y donde los intolerantes, que son los más furibundos y vulgares, queman ¿simbólicamente? a sus prójimos disidentes con la diatriba y la calumnia sustentada en la mentira y la irracionalidad: las llamadas redes sociales. A diestras y siniestras los hechos se ven en blanco y negro, sin matices y sin grises racionales mediadores. Unos, los autodesignados políticamente correctos, y en el fondo moralinos, hablan de crimen de estado así nomás; otros, autoerigidos en la síntesis de la civilidad, e igual de moralinos, hablan de que los cuarenta y tres desparecidos se lo ganaron por fuerza de su actuar que raya en lo delincuencial: el secuestro, robo y destrucción de autobuses —muchos desarmados y vendidos por piezas—, el asalto a camiones repartidores de diversos productos y el robo de éstos…
Este artículo pretende insertarse en las fisuras que dejan abiertas las polarizaciones ideologizadas y voluntaristas para, a partir de interrogar las fuentes disponibles hasta el momento, atisbar una respuesta en grado de tentativa en torno a quiénes podrían ser los posibles culpables del crimen y quiénes los posibles cómplices por comisión o por omisión. Sólo eso. No es nuestro objetivo analizar si los cuarenta y tres desaparecidos, o sólo algunos de ellos, fueron quemados o no, si ello aconteció en el basurero de Cocula o no, ni si sus restos calcinados fueron tirados al río o no. Ni si aún viven o no. Y por ende no apostaremos aquí ni por la versión de la Procuraduría General de la República ni por la del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Sí expondremos —y en la medida de nuestra capacidad, analizaremos— qué tanto la presencia de 17 normalistas rojos infiltrados entre el grupo de normalistas no rojos, o la existencia del quinto autobús vuelto relevante por el informe del GIEI, fueron causales determinantes de la saña con que se perpetró el ataque criminal a los jóvenes estudiantes y los jugadores de fútbol del equipo Avispones de Chilpancingo. Nada más, pero nada menos.
No será tampoco éste un texto políticamente correcto, porque perseguir la verdad debe ser un acto libre de ataduras: autocrítico a secas, crítico con lo criticable, venga de quien venga, y obviamente con la versión del GIEI. No hacerlo ha dejado de lado un filón informativo que pudiera modular la pesquisa y desbrozar su ruta nada más respondiendo unas preguntas: cuál de las dos versiones —secuestrar camiones para asistir a la marcha por el 2 de octubre en el Distrito Federal o boicotear el informe de María de los Ángeles Pineda Villa— entraña el verdadero objetivo del viaje a Iguala y por qué fueron los estudiantes de nuevo ingreso y quiénes los dirigían. Y por supuesto no será condescendiente ni crítico per se con la versión de la PGR, misma que se engloba en la cerrazón que define a la desafortunada frase ésa de “la verdad histórica”.
Signa al texto lo coyuntural y transitorio porque la investigación, con todo el desaseo que día con día emerge de las páginas del Expediente…, está en curso y su rumbo, luego de los diez puntos de acuerdo entre la PGR y el GIEI, es incierto para todos. Por ello, todo lo que expondremos en la parte final de las líneas que vienen, sustentado en el conjunto de fuentes documentales, bibliográficas y hemerográficas referidas a lo largo del texto, será transitorio y en grado de tentativa.
Pasemos a ver si es cierto.
Lo glocal en los tiempos del Blade Runner
El crimen organizado es hoy un elemento incidente del capitalismo global, es inseparable de éste, el cual alberga a aquél como una empresa transnacional más, conformada por las añejas y novísimas organizaciones devenidas en cárteles ilegales que, siameses de los cárteles aparentemente legales, trascienden las viejas fronteras nacionales. Escenario fértil éste para que el ir y venir de mercancías y personas, así como el de personas vueltas mercancías, posibilite la migración de sicarios. Vaya un ejemplo: según el testimonio de René Enríquez que aparece en Chris Blatchford, Mafia chicana: Memorias de René Boxer Enríquez (México: Ediciones B, 2011), entre los criminales involucrados en el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, acontecido el 24 de mayo de 1993 en el aeropuerto de Guadalajara, estaban José Bat Mendoza, matón de la pandilla Del Sol en Chula Vista, California, y David Popeye Barrón, miembro de la pandilla de Logan Heights en San Diego, California. (Otras fuentes lo mencionan bajo el nombre de José Alberto Márquez Esqueda, buscado por la FBI y por la DEA. Tanto éste como Barrón estaban al servicio de la mafia chicana y llegaron a Tijuana huyendo de Estados Unidos, para ponerse al servicio del cártel de Baja California.)
Importados y pagados por el cártel de los hermanos Arellano Félix, Mendoza y Barrón atacaron a Posadas Ocampo e internacionalizaron a la mafia chicana: la Mano negra o la eMe. Según declaraciones de Bruce Riordan, zar de las pandillas en la oficina del fiscal de Los Ángeles, California, ésta era “la empresa criminal más organizada de Estados Unidos [cuyo] poder ha crecido después del 11 de septiembre cuando las fuerzas de la ley se distrajeron… estaba bastante golpeada a finales de la década de 1990 y principios del 2000, al borde de la extinción… Hoy están en la cúspide de la pirámide del crimen en los estados unidos” (Blatchford, Mafia chicana, 470).
Liderado por Barrón, hombre de confianza de los hermanos Arellano Félix después de que salvara a Francisco Javier y a Ramón cuando un comando del cártel de Sinaloa intentó matarlos el 8 de noviembre de 1992 en la discoteca Christine, de Puerto Vallarta, el grupo de sicarios iría a Guadalajara un año después en pos de Joaquín Guzmán Loera, pero se equivocaron de blanco y mataron a Posadas Ocampo. No fue así cuando fueron por el director del semanario Zeta, Jesús Blancornelas, el 27 de noviembre de 1997, atentado al que éste sobrevivió porque una bala rebotó en el blindaje del vehículo y le entró por un ojo a Barrón, matándolo en el acto. Ello hizo que el resto del equipo huyera y no rematara al periodista. En The Mexican Mafia Encyclopedia (Santa Ana: Police and Fire Publishing, 2013), René Enríquez y Ramón Mendoza afirman que fue Bat Mendoza quien asesinó a Barrón y que éste era considerado un loco por los hermanos Arellano Félix. (Mendoza se apropiaría posteriormente del equipo de Popeye, se uniría a Gustavo Rivera Martínez, sería capturado el 22 de noviembre de 2003 ya viejo y enfermo en Tijuana, para ser extraditado a Estados Unidos en 2007, y condenado cuatro años más tarde a cadena perpetua.)
Al respecto de la transnacional del crimen otro caso puede ilustrar el dicho: en Nápoles, asiento y zona de control de la camorra, casi toda la mercancía declarada legalmente procede de China (alrededor de un mllón 600 mil toneladas), y por lo menos entra ilegalmente otro millón de toneladas, incluidas entre ellas cientos de drogas ilegales y otras amparadas por empresas químico farmacéuticas fantasmas con cobertura legal. A través de estas empresas las drogas llegan a su destino y uso final: ser precursoras de muchos estupefacientes que se venderán ilegalmente en las calles. Datos de la aduana italiana estiman que el 60 por ciento de lo que llega a los muelles napolitanos es contrabando, que el 20 por ciento del pago de aranceles no se comprueba, que hay cincuenta mil falsificaciones (el 99 por ciento son chinas) y se evaden unos 200 millones de euros en pago de impuestos —véase Roberto Saviano, Gomorra (Barcelona: Debate, 2007).
Lo mismo es un hecho en los puertos de Houston, Long Beach, Los Ángeles, Miami-Port Everglades, Nueva York-Nueva Jersey, Oakland, Buenaventura, Buenos Aires, Colón, Freeport, Lázaro Cárdenas, Kingston, Manzanilllo, Puerto Limón, Santos, San Antonio, Tampico, Veracruz… por enunciar sólo los más importantes dado el monto de sus operaciones y sus capacidades de recepción. Y no hay que olvidar los llamados puertos secos que en Estados Unidos, para los narcotraficantes latinoamericanos, y los mexicanos en específico, revisten importancia estratégica: Filadelfia, Memphis, Columbus, Kansas City y, de manera relevante, Chicago, enlazada por mar y tierra con una zona tan alejada como el municipio de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero.
Datos aparentemente sueltos que presagian al 26-27 de septiembre
Vaya y valga, en abono de lo expresado líneas atrás y como cimero ejemplo, lo publicado en octubre de 2014 por Héctor de Mauleón, quien —retomando una declaración que el presidente Barak Obama había hecho en la tercera semana de ese año: que México era ya el principal introductor de heroína a su país y que entre 2010 y el año que corría los decomisos de esta droga en la frontera compartida se habían elevado en un 324 por ciento—, apuntaba que en Iguala, zona de control del cártel Guerreros Unidos, se concentraba toda la droga oriunda del estado de Guerrero (productor del 98 por ciento de la amapola mexicana). De ahí salía la goma de opio, cuyo costo entonces era de 300 dólares el kilo, para incrementarse en su largo recorrido hasta Chicago y darles a ganar a sus productores, según estimaciones del Departamento de Estado, unos 17 mil millones de dólares. Más aún: según “el Departamento de Justicia… los narcos mexicanos tienen presencia en 1286 ciudades de la Unión Americana.” (Alejandra S. Inzunza, José Luis Pardo y Pablo Ferri, Narcoamérica: De los Andes a Manhattan, 55 mil kilómetros tras el rastro de la cocaína [México: Tusquets. 2015], 57). Un dato más de la importancia mundial que los cárteles mexicanos tienen de tiempo atrás: de acuerdo con Roberto Saviano, CeroCeroCero: Cómo la cocaína gobierna al mundo (Barcelona: Anagrama, 2014), en 1999 el cártel del Golfo introducía mensualmente a Estados Unidos cincuenta toneladas de cocaína.
Cinco meses después de lo escrito por De Mauleón, un despacho de la Asociated Press publicado en Excélsior informaba que durante una investigación del gobierno estadunidense se había descubierto que distribuidores de heroína en Chicago mantenían relación teléfono a teléfono con gente de Iguala, lo que se comprobó más de un año después, cuando Galia García Palafox dio a conocer en Milenio un documento de la DEA en el cual un agente de ésta informaba que una escucha telefónica durante quince meses —iniciada con la captura de un narcotraficante mexicano el 21 de agosto de 2013 y convertido luego en informante— había conducido a la aprehensión de varios miembros del cártel ya señalado, al comprobarse que el prefijo de larga distancia telefónica nacional 733 era de ahí, de Iguala.

Se precisó además que dicha organización criminal transportaba, en autobuses que iban de Iguala a Chicago, 26 kilos semanales de heroína, y que retornaban cargados de dólares con el pago. México ocupaba para entonces el segundo lugar en producción de opio en el mundo, sólo detrás de Afganistán. La imaginación de la realidad plasmada en la serie televisiva The Wire respecto a Baltimore se mezclaba con la realidad realmente existente: el puente Iguala-Chicago-Iguala. Se trata de un ejemplo paradigmático de lo que Ulrich Beck, ¿Qué es la globalización: Falacias del globalismo, respuestas a la globalización (Buenos Aires: Paidós, 1999), llamó lo glocal para analizar y comprender la densa y compleja relación que articula lo mundial y lo parroquial pasando, en ocasiones, por encima de la mediación nacional, así como la manera y los procesos en que los sujetos sociales y sus relaciones —de producción y consumo económico, social y cultural— se ven modificadas por tales incidencias vinculatorias. (Beck apunta que el término deriva de glocalization, esgrimido y sustentado por Roland Robertson, “Glocalization: Time-Space and Homogeneity-Heterogeneity”, en Global Modernities: Theory, Culture, and Society, compilación de Mike Featherstone, Scott Lash y Roland Robertson [Londres: Sage, 1995], 25-44, quien lo retomó de una estrategia mercadológica llevada a efecto por los japoneses para vender productos locales en el exterior sin olvidar su mercado interno
Bajo esta lógica, durante el arranque del siglo XXI, en la montaña de Guerrero “un kilo de maíz [podía] venderse en… menos de cuarenta centavos de dólar… [mientras que se pagaban] casi mil dólares… por un kilo de goma, el producto de la amapola. [Y] en alguna ciudad de Estados Unidos… una dosis de la heroína morena… de México, tan popular por su pureza, [costaba] quince dólares la onza” (Jorge Fernández Menéndez y Víctor Ronquillo, De los maras a los Zetas [México: Random House, 2006], 66.) A diez años de entonces, nos preguntamos: ¿a cuánto ascenderán las ganancias de los narcotraficantes de la heroína morena mexicana oriunda de Guerrero?, ¿a donde llegó y echó raíces la amapola en los años noventa aprovechando la infraestructura montada —carreteras, energía eléctrica, líneas telefónicas— para el desplazamiento del ejército en el combate a la guerrilla en los años setentas, siendo abonada con la miseria endémica que facilitó a los narcotraficantes convencer a los campesinos de que la goma de opio rendía más que el maíz? La cantidad no puede ser exacta; es economía ficción si tomamos en cuenta que las toneladas incautadas cotidianamente sólo representan el diez por ciento de lo que se trafica por la frontera rumbo a Estados Unidos.
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