por Luis Fernando Granados *
En uno de los pasajes más entrañables de Le Goût de l’archive (París: Seuil, 1989), Arlette Farge recrea las silenciosas batallas a las que se enfrenta una investigadora por obtener el mejor lugar de lectura en un repositiorio que quiere ser cualquiera pero que en su caso debe ser la antigua sede de la Biblioteca Nacional de Francia. El objeto del deseo es apenas una mesa, quizá un poco mejor iluminada que el resto, pero su ocupación provoca ansiedad, competencia y orgullo: llegar a tiempo a ella, adelantarse a la otra persona que también la codicia, o por el contrario detenerse un minuto de más en el café y perder el sitio en la sala de lectura, son acciones cuya traducción emocional no guarda relación con su magnitud “fáctica”. Y aunque Farge no es explícita en este punto, su conclusión se adivina fácilmente: el trabajo de un día depende en gran medida de hechos minúsculos y sentimientos clandestinos —hechos y sentimientos, más aún, que nadie pensaría discutir en un manual de metodología.
Naturalmente, no hace falta ser una historiadora eminente para saber que todo trabajo está mediado por actos y sensaciones en apariencia irrelevantes y desconectados de la materia del empeño. Un asiento libre al comienzo del viaje en metro, una calle inexplicablemente vacía a las siete de la mañana, un conductor de pesero menos prepotente e inepto, son mucho más que accidentes improbables; inevitablemente transforman el talante con que nos relacionamos con el laburo. Y si un día esa muchacha no fuera acosada por miradas, palabras y manos entre su casa y el salón de clases, seguro que apreciaría de otro modo lo que dicen su libro y su maestra acerca de la revolución francesa o la teoría de la evolución. La observación de Farge, no obstante, tiene el gran mérito de plantear el problema en relación con el trabajo intelectual, supuestamente emancipado de constreñimientos mundanos, y sobre todo de situarlo en un espacio que la teoría de la historia ha desmaterializado casi por completo. De hecho, Le Goût de l’archive —que en español se llama La atracción del archivo, traducción de Anna Montero Bosch (Valencia: Edicions Alfons el Magnànim-Institució Valenciana d’Estudis i Investigació, 1991)— puede leerse como un sutil y poderoso llamado a no olvidar que la investigación es ante todo una experiencia: concreta, material, hasta cierto punto irrepetible.
En primera instancia, se trata una experiencia espacial, de acceso a los especímenes con los que trabajamos; es lo que caminar los pocos, pestilentes metros que separan el metro San Lázaro del Archivo General de la Nación produce en el cuerpo y en la imaginación, lo que el ruido de los peseros provoca en quien trabaja en el Archivo Histórico del Distrito Federal, o el perjuicio que tanto requisito absurdo causa en quienes intentan consultar el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México. El deambular de Friedrich Katz por repositorios de dos continentes y media docena de países a lo largo de una veintena de años no es por tanto mera anécdota destinada a impresionar a sedentarios y monolingües; algo del carácter sinfónico de su Life and Times of Pancho Villa (Stanford: Stanford University Press, 1998) también se debe a esa multitud de emplazamientos físicos desde donde Katz reconstruyó la lógica del villismo y su profeta.
Y más: como —verbigracia— en Lecumberri muchos documentos coloniales han sido encuadernados y por lo tanto su forma material no es la misma que tuvieron al momento de ser producidos, la relación que uno establece con ellos es sensorial y epistemológicamente distinta que la se produce en el Archivo General de Indias, toda vez que en Sevilla hay que desanudar los paquetes y desdoblar los pliegos dispuestos por sus autores (algunos de los cuales, además, no han sido manipulados desde entonces). El efecto de estas determinaciones físicas no debería ser menospreciado. Trabajar con un documento del siglo XVI no sólo exige un conocimiento técnico especializado; implica también una lectura más lenta y acaso más pausada, que se encuentra casi en las antípodas de lo que puede hacerse con un documento producido a fines del siglo XVIII y, por supuesto, con la lectura que permiten las máquinas de escribir o los textos impresos (que nos permiten a las historiadoras de principios del siglo XXI, por supuesto).
La experiencia de la investigación, por último, no se limita ni puede limitarse a los garabatos producidos por funcionarios y actores sociales conscientes de su condición. Así como March Bloch buscaba en el paisaje de principios del siglo XX algunos de los caractères originaux del pasado rural de Francia, o como alguna vez Pablo Escalante Gonzalbo y Antonio Rubial quisieron encontrar a pie algunas de las primeras fundaciones monásticas novohispanas, una investigación sobre la ciudad de México borbónica se hizo también descubriendo huellas de barrios indígenas desparecidos en los callejones situados al sur de la Viana de Salto del Agua, caminando los casi tres kilómetros que separan la vieja plaza del Volador del barrio de Jamaica, asomándose a las bóvedas decrépitas de Nuestra Señora de Loreto, o simple y más honestamente bebiendo pulque enfrente de la parroquia de Señor San José. Sin esa información sensorial (me) hubiera sido imposible comprender que la capital novohispana era más que la manida “ciudad de los palacios”.

El mundo, sin embargo, parece estar cambiando de manera acelerada. Hace tiempo que muchos o todos los volúmenes del ramo Inquisición del AGN sólo pueden consultarse en sus versiones microfilmadas. Desde hace algunos años, la posibilidad de fotografiar a diestra y siniestra en un gran número de repositorios ha exacerbado la desconexión entre lectura y manipulación de papeles que las fotocopias ya habían iniciado. Aunque los sistemas de becas permiten más viajes que nunca, su propia naturaleza obliga a sus beneficiaros a reproducir los documentos antes que glosarlos o transcribirlos in situ. Desde que se digitalizan libros antiguos y no tan antiguos, los viajes a las bibliotecas comenzaron a reducirse de manera significativa. Hoy es posible reunir materiales cuyos originales existen en dos continentes y media docena de países sin más infraestructura que una computadora, una conexión de internet y acaso una cuenta de correo electrónico universitaria. En los centros académicamente “imperiales”, el conocimiento sostenido y profundo de los países, las regiones o los descendientes de quienes son estudiados hace mucho que dejó de ser un requisito o una expectativa razonable. Con el advenimiento de los libros electrónicos, ni siquiera es posible construir correctamente un sistema de referencias pues a menudo esos libros ya no tienen “páginas”. Y comienza a florecer un tipo de análisis “neocuantitativo” que usa los mismos principios informáticos que las agencias de espionaje internacionales (eso que llaman, con un anglicismo espantoso, minería de datos). Etcétera, etcétera.
Si nuestro trabajo ha ocurrido siempre en contextos específicos, limitado por nuestras capacidades lingüísticas y de movilidad geográfica, por las condiciones materiales y burocráticas de los archivos y las bibliotecas en las que trabajamos, por el tiempo que efectivamente dedicamos a leer papeles viejos o caminar calles modeladas por antiguos accidentes, es obvio que las muchas transformaciones tecnológicas de los últimos años incidirán de manera radical en nuestra relación con los materiales, los espacios y las personas de las que nos ocupamos. Si cambia la experiencia que tenemos de los indicios de la realidad pasada, en otras palabras, también deberá cambiar la manera en que pensamos y escribimos historia.
No seré yo —faltaba más— quien repruebe el uso de materiales digitalizados o disponibles en internet. Sin Persee, la Biblioteca Artiguista o la nueva edición de la antología de Juan Hernández y Dávalos, es seguro que no hubiera podido entender un par de cosas fundamentales acerca de la revolución haitiana, la reforma agraria en la Banda Oriental o la guerra civil novohispana de 1810. Y no obstante, a veces me sorprende —y me ruboriza descubrir— el abismo que separa a las copias de sus originales. De pie ante la inmensidad y el colorido del “plano en papel de maguey” o “plano parcial de la ciudad de México” expuesto recientemente en el Museo Nacional de Antropología, que conocía sólo por la reproducción que hicieron Manuel Toussaint y compañía en 1938 (y sí, en una esquinita decía que mide más de dos metros de altura), acabo de experimentar el mismo deslumbramiento que sentí hace unos veinte años cuando, un poco a regañadientes, me planté por primera vez “en vivo” ante un cuadrito de Vicent Van Gogh —y comprendí.
Le doy razón y sin embargo, sin los recursos digitales actuales investigaciones como la recientemente publicada de Thomas Piketty no habrían sido posibles. Sin los recursos digitales actuales estudiantes de pocos recursos tendrían una desventaja -una más de las muchas otras evidentes- con respectos a sus compañeros, para consultar y conocer fuentes que sólo sería posible consultar viajando.
Con todo, como bien dijo alguna vez, el amor a los libros no puede adquirirse con copias… y es muy cierto.
Me gustaMe gusta