por Alicia del Bosque *
Puede que no sea más que un espejismo. Con frecuencia la nostalgia —con o sin fotos en blanco y negro— se empeña en construir encrucijadas, parteaguas, puntos de inflexión o no retorno, para anclar en ese instante la estructura del relato, para organizar a partir ese foco la imagen añorada. Parecería incluso que toda composición necesita de un pivote de este tipo: el punto de apoyo que dicen que Arquímedes de Siracusa decía necesitar para mover al mundo. Es claro, por otra parte, que la historia tectónica —ésa que tanto le gustaba a Braudel— casi nunca se comporta como los trozos de corteza terrestre que le sirven de referencia: como dice el lugar común, nadie se acostó medieval para despertarse renacentista. Ni siquiera el 29 de mayo, 1453.
Y no obstante… es difícil no sentir el crujir de las placas —de esas placas— cuando se piensa en 1973, ese año cuarentón que lo mismo nos dio la alucinante victoria de Vietnam en su guerra que el zarpazo fascista-liberal al Chile de Allende, la derrota-victoria israelí en la guerra de Yom Kippur que el abandono de la relación entre el oro y el dólar estadounidense. Dicho pronto y mal: a cuarenta años de distancia, es tentador proclamar que en ese año terminó el siglo XX y que entonces comenzó a producirse el mundo en que vivimos.
¿Qué decir entonces de 2001 y sus aviones-misiles? ¿Dónde queda 1991 y la disolución de la Unión Soviética? Muy poco en realidad, casi en el cesto de la basura: pace san Eric Hobsbawm, que escogió la segunda fecha para cerrar su Age of Extremes: The Short Twentieth Century, 1914-1991 (Londres: Michael Joseph, 1994), y en contra de la opinión de quienes vieron en el atentado de Nueva York el inicio de una nueva era, tanto la atrofia soviética como la politización del Islam eran fenómenos maduros cuando acapararon las pantallas televisivas y las revistas de análisis geopolítico. No puede decirse exactamente lo mismo del conjunto de acontecimientos que se alinearon en 1973, por más que —naturalmente— ninguno en lo individual fuera particularmente inédito: desde los años treinta el dólar no podía cambiarse por oro en Estados Unidos, desde los años cuarenta Vietnam había peleado por su independencia, desde entonces más o menos en Israel se emprendía una de las utopías sociales más paradójicas del siglo, y la afición de los militares latinoamericanos por imponerse a cañonazos ya era una práctica centenaria.
La fractura epocal, el viraje de la historia del mundo en ese año, puede sintetizarse atendiendo a una sola de sus facetas: el principio del fin del estado-nacional moderno como espacio primordial de la vida política y social en casi todas partes. En aquel año decisivo comenzó a desmontarse esa construcción secular, territorialmente homogénea y socialmente responsable (o con aspiraciones de responsabilidad social), que durante un tiempo —acaso desde los años sesenta del siglo XIX— había constituido la matriz de casi todo lo occidental: la segunda revolución industrial, el imperialismo, la democracia electoral y por supuesto esa fuerza telúrica que fue el nacionalismo (de Juárez, de Bismark, de Garibaldi).

Dicho de otra forma: en Vietnam sucumbió el viejo imperialismo y comenzó a cerrarse el ciclo de las liberaciones nacionales (que terminó dos años después, con la reunificación vietnamita y la independencia de Angola y Mozambique); en Chile, los fanáticos del libre comercio tuvieron por primera vez la oportunidad de arrasar con el estado de bienestar y (re)naturalizar la desigualdad social; en Israel, la victoria militar le rompió la espina a uno de los proyectos socialista más exitosos (el del sionismo kubbutziano), y sentó las bases para la transformación del país en una potencia neocolonial (lo que se expresó cuatro años más tarde, con la primera victoria electoral de Likud); más o menos al mismo tiempo, el embargo petrolero de la OPEP supuso la verdadera globalización (y deseuropeización) de las tendencias monopólicas del capitalismo decimonónico, y otro tanto hizo, o más, la “liberación” del dólar, que de este modo dejó de ser en sentido estricto la moneda estadounidense y comenzó a convertirse en la moneda de todos los empresarios y financieros —o, como antes se decía, la moneda del capital.
En conjunto, pues, estos fenómenos parecen haber indicado la emergencia de un modo y un modelo de organización social dominado por fuerzas internacionales inasibles y no sujetas controles públicos locales. En este nuevo mundo, que ahora está cumpliendo cuarenta años, los sueños —incluso si tornados pesadillas— de igualdad y homogeneidad sociales dejaron de tener la legitimidad que tuvieron durante lo que en Francia dieron en llamar los treinta gloriosos (o sea las tres décadas posteriores a la guerra mundial). Así quizá comenzó la vorágine de nuestros días, el mundo de los drones y el espionaje a los amigos, el planeta de esas trasnacionales que ya ni siquiera necesitan de su otrora indispensable brazo armado.
Querida Licha:
Bien haces en señalarnos el cronotopo en que vivimos y en el que se comprimen nuestros pasados, presentes y futuros. Y cómo diablos hacer historia de estas cuatro décadas sin sentir el vértigo terrible de cómo diablos llegamos hasta aquí y ahora, un lugar totalmente lejano al que nos dijeron, de pequeños, que habitaríamos de adultos. Carlos Tello y Jorge Ibarra desde la economía tienen una explicación en su libro «La revolución de los ricos», cuyo epígrafe dice: «Desde luego que hay una guerra de clases, pero es mi clase, la clase rica, la que la está haciendo y estamos ganando» (Warren Buffet).
Por cierto que la edad gloriosa se llevó con ella la institucionalidad de las actividades científica y tecnológica como la conocíamos. Ahora el conocimiento florece en el garge o en las mentes brillantes de los mercadólogos de grandes empresas que producen tecnociencia: no quieren oro (1973) ni plata ni siquiera romper la piñata, lo quieren es dinero, ninero y más ninero.
Cómo entender estas cuatro décadas sin un sentimiento de vergüenza para con los jóvenes, que no nos deja tener la prudencia y la templanza propia de la epistemeologia de las ciencias sociales.
Tendremos que ir directo explicar cómo un mundo mejor es posible y deseable, por ellos, por nosotros, por lo otros, por todos y cada uno de los animales del cielo y de la tierra.
¡Hay Licha qué desdicha!
Y todo por culpa de un cuántos y de muchos otros que no hacemos ni poco ni mucho.
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