por Marco Ornelas *
Aparte de obviar el control sobre la producción y distribución de libros, con el consecuente incentivo para repartir dádivas entre funcionarios de la audiencia y de la corte, no está de más decir que, según García Icazbalceta, el comercio de libros fue considerado en la sociedad novohispana temprana como un oficio de baja ralea. Tal vez esto se deba a que los impresores eran rijosos en materia de fe y en sus ideas políticas —debieron ser lectores asiduos— y a que la imprenta bien pudo ser considerada un instrumento del demonio para subvertir el orden cristiano; en esto había tenido un éxito probado con los protestantes.
El primer libro impreso en tipo móvil en Europa occidental fue la biblia en latín (la biblia de Gutemberg). Fue impresa en 1455 en Mainz y se le conoce también como la biblia de las 42 líneas por tener 42 líneas por página, a doble columna (Colin Clair, A History of European Printing [Londres: Academic Press, 1976]).

La revolución en la comunicación social causada por el tipo móvil en Alemania y toda Europa puede medirse por la rapidez con que esta tecnología se diseminó en el antiguo continente. Hacia finales del siglo XV, medio siglo después de haber aparecido, 50 localidades alemanas tenían imprenta y se calcula que no menos de 250 ciudades de Europa occidental contaban con ella por esas mismas fechas. Un dato contrastante: 300 años después, hacia finales del siglo XVIII, Nueva España contaba con alrededor de diez imprentas en cinco ciudades.
La introducción del tipo móvil en Europa no sólo pudo potenciar como nunca antes la disposición de comunicación social, sino que generó una nueva cultura impresa distinta de la cultura del copista o amanuense, además de acompañar otros tres importantes procesos de la modernidad: la continuidad de una cultura renacentista (resurgimiento de lo clásico), las reformas protestantes y el surgimiento de la ciencia moderna (Elizabeth Eisenstein, La revolución de la imprenta en la edad moderna europea [Madrid: Akal, 1994]).
Las imprentas novohispanas, en cambio, fueron escasas y sólo a resultas de la guerra de independencia se fueron diseminando en todo el territorio mexicano. Hacia finales del siglo XVI, la ciudad de México contó con dos imprentas: la inicialmente traída por Cromberger, ubicada en la casa de las Campanas, y la que después se instaló en Tlatelolco. Aparte de la ciudad de México, durante el virreinato sólo otras cuatro ciudades tuvieron imprenta: Puebla a partir de 1642, Oaxaca a partir de 1720, Guadalajara a partir de 1793 y Veracruz a partir de 1794.
Para tener una idea de las distintas formas en que la imprenta se desarrolló en Europa occidental y en Nueva España, basta echar números. El primer siglo de imprenta en México (1539-1639) produjo no más de 200 libros, mientras que tan sólo las obras de Martín Lutero, entre 1518 y 1544 (hasta antes de su muerte), alcanzaron no menos de 2 mil 500 impresiones (ya para entonces eran comunes los tirajes de mil a mil 500 ejemplares), sin contar sus biblias en alemán, de las que un solo impresor produjo cien mil a lo largo de 40 años (Hans Lufft de Wittemberg, entre 1534 y 1574). Si se prefiere comparar a Lutero contra los 300 años del virreinato novohispano, José Toribio Medina catalogó en su obra no más de 13 mil libros para toda la época colonial mexicana.
Esto permite confirmar lo que ya sabíamos: mientras en Europa el libro se distribuye mediante el mecanismo del mercado, en Hispanoamérica y en otros lados como en China y Corea se hace de manera burocrática y centralizada, restringiendo notablemente la resonancia comunicativa de los impresos. Así pues, ahora podemos saber que el luteranismo le ganó la partida a Roma porque literalmente la sepultó en papel (Mark U. Edwards, “Luther’s Polemical Controversies”, en The Cambridge Companion to Martin Luther [Cambridge: Cambridge University Press, 2003], 192-205). Lo que no lográbamos aquilatar era la magnitud de los silencios coloniales hispanoamericanos en materia de disenso religioso y de novedades científicas. Desde entonces, dos resonancias comunicativas claramente diferenciadas acompañaron el desarrollo de la sociedad moderna, una en expansión y la otra acotada, fuera que se tratase de su centro o de la periferia.
Lo verdaderamente importante es que la imprenta europea no sólo lograría constituirse en un dispositivo para el registro de comunicaciones que de otra forma habrían dependido de la transmisión oral y los contactos cara a cara, sino que también se convirtió en la tecnología que dio impulso a la diferenciación funcional (a la sociedad moderna) mediante la especialización de comunicaciones por escrito:
Después de la invención de la imprenta se necesitan más de doscientos años para que la función de la tirada de libros se haga visible como infraestructura técnica para el mantenimiento y continuación de una memoria de la sociedad independientemente de lo que los individuos recuerdan de manera más o menos casual y de lo que muere con ellos. Para mantener esta memoria a disposición se establecen bibliotecas ‘públicas’ de acceso general. La garantía de estabilidad que con ello se obtiene es independiente del cambio generacional de los individuos —estabilidad capaz de renovarse y abierta a un futuro no determinado por ellos—. Remplaza las garantías de estabilidad que las sociedades más antiguas (y de comunicación oral) habían encontrado en las estructuras de convivencia familiares y espaciales, y las remplaza con formas que los diferentes sistemas funcionales pueden utilizar —en especial la ciencia, pero también la literatura, el sistema jurídico (cada vez más activo legislativamente), y finalmente la economía a través de la emisión de notas bancarias—. Es precisamente la fundación técnica de esta forma de distribuir y de conservar el saber lo que hace posible su desacoplamiento de las formas de diferenciación social ya establecidas y, de esta manera, queda a disposición de los sistemas funcionales el hacer uso de ella y el cómo [Niklas Luhmann, La sociedad de la sociedad (México: Herder-Universidad Iberoamericana, 2007), 232).
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