por Luis Darío García Cruz *
En la historia de México, así sea la oficial, se ha aceptado, más como convención que por convicción, que la nación mexicana surgió del mestizaje de dos culturas: la de las civilizaciones mesoamericanas y la de los españoles. Producto de esta fusión ha surgido el pueblo mexicano. Según esta visión, no quedan restos vivos de las vieja cultura mesoamericana. De igual modo, la independencia y la reforma barrieron con la estructura de Nueva España, con el “penoso” pasado colonial mexicano.
Estas afirmaciones son cortes parciales a la realidad. Si bien es cierto que la cultura mexicana posee elementos tangibles del tan afamado mestizaje, la verdad es que en el México de hoy subsisten las premisas racistas heredadas del sistema de castas novohispano. Tan es así que todavía en el siglo XX los indígenas en San Cristóbal de las Casas no podían caminar por las banquetas.
Los reformadores liberales de mediados de siglo XIX fueron quienes culminaron con la obra iniciada por Hidalgo en 1810, pues ellos terminaron por transformar las viejas estructuras corporativas en las que estaba basada la política colonial novohispana. Pero también fueron ellos quienes, en su afán por crear al ciudadano ideal, desaparecieron el marco jurídico que permitía la existencia política de comunidades indígenas. De igual forma, en la esfera económica pretendieron echar a andar la producción comercial agrícola, por lo que, desde su perspectiva, las tierras de comunidades indígenas devinieron un estorbo para el país que los liberales pretendían construir. El ideal liberal descuidó la realidad social mexicana de modo que, tras la independencia, los grupos indígenas quedaron más desprotegidos que antes de ella.
Por otra parte, la desaparición jurídica de los indígenas también pretendió eliminarlos en términos culturales puesto que, al desvanecerse la propiedad comunal, las comunidades de campesinos indígenas quedaban subsumidas en los ayuntamientos. Ello significó que la autonomía de subsistencia, así como la autonomía política (una de sus mayores tradiciones) se perdieran. La falta de tierras comunales podía implicar, por ejemplo, que no tuvieran la capacidad económica de solventar las fiestas patronales, tan importantes en la vida social de las comunidades.
La generación de los reformadores de medio siglo veían en los indígenas de su tiempo signos del atraso material y cultural del país. Para los reformadores lejos habían quedado los héroes como Cuauhtémoc, o las grandes civilizaciones mesoamericanas. Ahora los “indios” eran la materialización del atraso. Se les criminalizaba asociándolos con los bandidos y actos de bandidaje en cantinas y pulquerías. Infinidad de adjetivos racistas y denigrantes eran usados para describirlos. Lo cual sólo nos deja ver que en la práctica, en la cotidianidad, los viejos prejuicios del sistema de castas novohispanos persistieron a lo largo del siglo XIX.
Lo más triste es que dichos prejuicios no sólo no terminaron ahí, sino que el siglo XX acabó por reforzarlos. Los ejércitos de los zapatistas eran temidos en la capital; la famosa foto de las fuerzas zapatistas desayunando en Sanborns muestra a las meseras impactadas y temerosas, reflejo de los prejuicios hacia los “salvajes indios”, mayoría en el ejército de Zapata.
Y esto fue hace casi un siglo. Recientemente, una mujer mazalteca tuvo que dar a luz en el patio de un hospital en Oaxaca. El argumento, simplista y racista, fue que no entendieron que quería dar a luz. Surgen entonces las siguientes preguntas: ¿quiénes son los mexicanos?, ¿quién tiene la potestad de tener los derechos que en la constitución se afirma son para todos (las obligaciones, me queda claro, son impuestas a todos)?

El grito del EZLN —¡Nunca más un México sin nosotros!— sigue tan presente como en 1994. También es evidente que aún hay que trabajar mucho para construir un mundo, como dicen los zapatistas, en donde quepan los mundos de todos nosotros y todos ustedes.
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