por Bernardo Ibarrola *

A finales de abril pasado, unos obreros se toparon con huesos de apariencia humana mientras abrían una zanja junto a la entrada de un edificio en Tlatelolco. Hicieron falta unos cuantos minutos para que aparecieran en Facebook fotos del perímetro confinado por cintas amarillas y comentarios que vislumbraban una sensacional noticia: ¿se trataba de los restos de algún desaparecido del sesenta y ocho? El 26 de abril, una nota del Instituto Nacional de Antropología e Historia esfumó el brevísimo misterio: los restos óseos que, en efecto, resultaron humanos, provienen de la civilización mexica y forman parte de un entierro realizado entre 1325 y 1500 de la época contemporánea (aquí la nota).

Tlatelolco después del descubrimiento.
Tlatelolco después del descubrimiento.

Intento imaginar un momento en particular, pero no el del ritual fúnebre de esos dos adultos tlatelolcas, sino el que los envió, medio milenio después, a las páginas de cultura en lugar de las de nota roja o política. Un trabajador desentierra los huesos mientras cava la zanja. Tras unos minutos de duda, y acaso de consulta con otro compañero, le avisa al jefe de la cuadrilla, quien llama al responsable de los trabajos. Éste no duda un instante y acude a la policía, pues a fin de cuentas acaba de encontrar un cadáver. El representante de la ley —¿un patrullero, un policía judicial?—  toma la decisión crucial del episodio al decidir qué intervención es necesaria: la de un agente del ministerio público o de un arqueólogo del INAH.

¿De qué depende que esos huesos sean estudiados por instituciones judiciales o académicas, que la investigación en torno de éstos tenga por objeto el conocimiento o la impartición de justicia? ¿Solamente del tiempo? Al cabo del término legal de prescripción (que se calcula por el plazo medio entre la pena menor y mayor previstas, según el caso, por el código penal), ¿todo es historia?

¿Por qué, independientemente de lo que establece la ley, unos huesos —es decir, la evidencia fehaciente de la muerte de alguien— nos impactan más que otros? Supongamos que, como comenzaba a urdirse en internet, esos cadáveres hubieran sido enterrados ahí tras la masacre del 2 de octubre y que los médicos legistas hubieran podido establecer incluso sus identidades, las circunstancias de sus muertes y hasta sus causantes. La pena máxima por homicidio calificado en el Distrito Federal es de cincuenta años; la mínima, de veinte: un homicidio calificado, cometido el 2 de octubre de 1968, prescribió el primero de octubre de 2003, es decir treinta y cinco años después de cometido.

Desde hace más de medio siglo, el mundo se ha dado instrumentos —convenciones internacionales, firmadas por gobiernos nacionales y ratificadas por sus respectivos parlamentos— para mantener en el ámbito de la investigación judicial ciertos crímenes, cuya gravedad es tal que afecta a la humanidad en su conjunto y que, por eso mismo, no prescriben. En 2006, el ex presidente y ex secretario de Gobernación Luis Echeverría fue acusado de genocidio —el más evidente crimen de lesa humanidad— por los hechos de Tlatelolco, pero fue exonerado tres años después, pues el ministerio público no pudo caracterizar este delito.

Es poco probable que —a pesar de estar de cualquier modo fuera del ámbito de la investigación judicial— el hallazgo de estos cadáveres no hubiera generado una gran polémica de haberse establecido su origen en 1968. Por contraste, no he escuchado a nadie clamando por la necesidad de saber si las dos tlatelolcas recién desenterrados murieron víctimas de un homicidio ni si éste fue culposo o calificado. ¿Por qué pedimos justicia para unos huesos y no para otros? ¿Será que en realidad estamos de acuerdo con la idea básica de prescripción del delito y, por consiguiente, aceptamos que, luego de cierto tiempo —o según ciertos casos— la posibilidad de justicia se extingue?

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