por Alicia del Bosque *
Hubo un tiempo, remoto ya, en que la manera mesoamericana de entender el tiempo y el devenir, de construir la historia, parecía a muchos poco menos que absurda, evidencia del carácter primitivo de las civilizaciones prehispánicas. ¿Cómo es que el pasado —digamos de los mexica— era una premonición, un augurio del porvenir? ¿Cómo es que los mitos de origen narraban historias que señalaban el destino de los pueblos? Es que el tiempo en tiempos prehispánicos se entendía de modo circular, decían. Ahí está el principio del fatalismo de los indios, decían.
Desde hace 40 años, el segundo gran libro de Alfredo López Austin —Hombre-Dios: Religión y política en el mundo náhuatl (México: UNAM [Instituto de Investigaciones Históricas], 1973)— ha permitido a muchas lectoras y lectores comprender que lo verdaderamente absurdo es aferrarse a una noción lineal y «necesarista» de la historia o, lo que es lo mismo, ignorar que en ciertas tradiciones intelectuales el pasado no es una entidad en sí misma, escindida del presente, sino una función del conjunto de expectativas que articulan el presente de una sociedad.
“Utilitaria” a su modo, la historia entre los pueblos prehispánicos parece haber representado menos un fardo de experiencia(s) que una posibilidad: la posibilidad de innovar, de crear algo nuevo —una ciudad anfibia, por ejemplo—, sin cortar de tajo los vínculos con un pasado ancestral. Y quizá más bien una oportunidad: la ocasión de precipitarse “hacia adelante” en el tiempo con el auxilio, no con el lastre, de la tradición.

Algo semejante ocurrió en un teatro de París varios siglos después del colapso de las civilizaciones prehispánicas y 60 años antes de la aparición del libro de López Austin. Hoy hace cien años, en efecto, se estrenó La consagración de la primavera, ese portentoso ballet de Igor Stravinsky, coreografiado por Vaslav Nijinsky, con escenografía y vestuario de Nicholas Roerich, y producido por Sergei Diaghilev, que el 29 de mayo de 1913 provocó un escándalo que a estas horas está siendo evocado de manera repetida (aquí la nota del Guardian, por ejemplo; aquí el maratón en su honor de la WQXR de Nueva York, aquí Le Nouvel Observateur) y que, para muchos, señaló el comienzo del siglo XX en el ámbito de las artes escénicas.
Dicen los que saben que la sorpresa y la irritación causadas por la música de Stravinsky, el vestuario de Roerich y los trazos de Nijinsky se debieron sobre todo a la ruptura que supusieron la crudeza y complejidad de la partitura, así como el orientalismo casi antropológico de los movimientos corporales y los ropajes, con la tradición musical y dancística europeas: que Stravinsky llevó el folclorismo nacionalista de sus maestros y contemporáneos a un extremo desconcertante y corrosivo, entronizando así la disonancia y la composición abstracta, mientras que la coreografía y el vestuario destruyeron las expectativas naturalistas y exhibicionistas del ballet clásico. En lugar de un cuento de hadas, melodioso y con poca ropa, las Escenas de la Rusia pagana en dos actos —tal es el subtítulo de la obra— mostraron una (por supuesto que idealizada) comunidad campesina entregada a pulsiones tectónicas, primigenias, muy lejos de la domesticación.
(Que nadie se pierda este documental sobre la música de Stravinsky, producido por la PBS estadounidense y conducido por Michael Tilson Thomas al frente de la Orquesta Sinfónica de San Francisco.)
Puede ser, sin embargo, que ruptura no sea en realidad el término más adecuado para describir el método y los resultados del trabajo de Stravinsky, Roerich y Nijinsky. Como en el caso de varios de sus contemporáneos —Picasso y sus máscaras africanas, por ejemplo—, puede decirse que Stravinsky, Roerich y Nijinsky llegaron a la vanguardia musical y dancística, que inauguraron esa “etapa superior” del progresismo artístico, no por medio de negar la tradición sino a fuerza de buscar en el pasado ancestral de la música, la ropa y los bailes campesinos, en sus ecos precristianos, el germen de un porvenir cancelado por el conformismo de la civilización burguesa. Más que “orientalismo”, entonces, lo suyo debe quizá caracterizarse como pasadismo: la proyección constructiva en el pasado de un afán subversivo y liberador, la inversión de esa causalidad tan cara a la cristiandad y al mundo moderno. O sea, mutatis mutandis, lo mismo que parecen haber hecho los nahuas prehispánicos con sus historias.
Sea lo que fuere, quizá lo mejor es simplemente ver el ballet —en la versión reconstruida por el Joffrey Ballet de Chicago:
Pues el arte esta plagado de este tipo de representaciones que con el afán de dramatizar, se altera el contenido histórico y hasta el mitológico. Y no solo en la danza puesto que en primerísimo plano está la Ópera que, como el resto de las artes, refleja el contexto en que estuvieron envueltas en su tiempo.
Pretender un apego de contenidos de su época a lo que ahora se conoce sería no solo algo purista sino un gran arcaísmo.
Importa valorar la expresión como arte y saber que el contenido no es «exactamente» el que ocurrió. Aún tenemos polémicas del pasado como la de Duverger o la de Van Young.
En cuestión del arte, todos los contenidos se sacrifican a la estética, si tu quieres burguesa.
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