por Luis Fernando Granados *
Enrique Peña Nieto no habrá leído un solo libro en su vida (además de la Biblia, claro), pero no puede decirse que sea un mal estudiante: en apenas seis meses de ejercicio presidencial ya ha aprendido, y está en camino de dominar, el arte de la demagogia historiográfica. Véase si no el modo en que, como los grandes maestros de la manipulación del pasado, se sirvió de la batalla del 5 de mayo, 1862, para llevar agua a su molino pactista. (Aquí está el discurso entero; apréciese además su refinada sintaxis.) En la voz del presidente de la república, en efecto, el famoso combate poblano no fue más que una prefiguración de su política: unidos por y comprometidos con la patria, las mexicanas somos capaces hasta de vencer al “mejor ejército del mundo”, no se diga la pobreza, la desigualdad, los monopolios o el narcotráfico. Todo es cosa de aceptar el liderazgo de Enrique Zaragoza, naturalmente.
Quienes nos dedicamos profesionalmente a la historia solemos quejarnos de lo poco y mal que el resto de la humanidad conoce la materia prima de nuestro oficio. Que si las adolescentes casi nunca están seguras si Emiliano Zapata vivió antes o después que Benito Juárez. Que si la mayor parte de la gente está convencida que México se convirtió en un país independiente el 16 de septiembre, 1810. Que si el desagrado con que casi todo el mundo se acerca a la historia se debe a que la disciplina ha privilegiado los datos sobre los procesos. Que si los aficionados a la historia siguen empeñados en conocer la verdad acerca del final de Maximiliano de Habsburgo —y eso que muy pocos han oído hablar del “salvadoreño” Justo Armas y la delirante y conmovedora teoría que los identifica.
Casi siempre, en consecuencia, justificamos nuestra existencia social en razón de la ignorancia generalizada: la disciplina de la historia es necesaria porque casi nadie sabe de lo que está hablando cuando se refiere al pasado. (No sólo Ignacio Peña Nieto.) Es natural que por ello tendamos a pensarnos como descubridoras, como educadoras, como divulgadoras, como enmendadoras de entuertos o como destructoras de los mitos y los estereotipos que informan nuestro modo de ser en el mundo. La ignorancia —como para los hombres de la ilustración— es nuestro principal enemigo; el esparcimiento de las luces, por tanto, nuestra razón de ser.
Por supuesto, la idea de que conocer el pasado es algo que vale la pena tiene un sentido ético. Estamos convencidas de que es bueno, o sea importante, o sea necesario, conocer el pasado. Y aunque ya casi nadie cree —por lo menos de dientes para afuera— en la vieja vocación de la historia como “maestra de la vida”, es obvio que el axioma que vuelve posible nuestra justificación está relacionado con el dicho ciceroniano. ¿O por qué —si no es porque imaginamos a la historia como fuente de sabiduría para el presente— convendría que el público en general conociera las pequeñeces empíricas y disciplinarias que normalmente ocupan nuestros días? (Hasta parecemos pensar: enseñémosle historia a los funcionarios y dejarán de ser lo que son.)

Acaso en realidad lo que necesitamos es menos historia. Acaso lo que la sociedad “necesita” es desaprender un poco de lo mucho que la disciplina de la historia ha construido a lo largo de los siglos. Que si mi general Miguel Negrete anduvo con las guerrillas conservadoras hasta el cuarto para las doce. Que si ganar una batalla le bastó al gobierno de Juárez para perder una guerra de la que emergió victorioso. Que si los suavos eran una especie de harkis decimonónicos. Etcétera, etcétera.
Con menos historia, y menos celebración del conocimiento del pasado, se conseguiría al menos despojar a quienes hablan —sobre todo en público, pero no sólo— de una herramienta discursiva que ha ayudado significativamente a que el mundo sea lo que es. En efecto, uno de los modos preferidos de legitimar el presente ha sido por medio del pasado o, cada vez más, de esa forma congelada del pasado que llamamos naturaleza. Pero sin las razones que los padres y los maestros aducen para disciplinar a los jóvenes, sin la palabrería torrencial que explica el patriarcado y la propiedad privada, sin esa multitud de exempla con que se fuerza el amor a la patria en el corazón de casi todas, ¿cómo podría justificarse la existencia del mundo en que vivimos?
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