por Carlos Betancourt Cid *
Para los que nacimos hacia la mitad de los años sesenta, lo ocurrido el 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco se apareció de repente en nuestras vidas adolescentes como una nebulosa. Cuando sucedió ya estábamos aquí, pero sumidos en la ingenuidad de la infancia. Al paso de los años, las referencias escuchadas, pero no confirmadas, matizaron lo que sabíamos sobre el hecho. Quizá por eso, el fantasma de la represión, y —para decirlo con todas sus letras— el miedo de que volviera a suceder algo semejante, se incrustaron en el inconsciente colectivo de nuestra generación y eso limitó nuestra participación en muchos sentidos.
Así pues, sin buscar comprobar lo que se contaba, carecimos de una válvula de escape para explayar nuestras inquietudes y fuimos individualizando, hacia la introspección y la indiferencia, la relación establecida con los movimientos sociales, hasta llegar al límite de no percibir, sino hasta que dejamos atrás los años mozos, cómo la vida política y el entorno social que nos rodeaba se trasfiguró sin nuestro concurso.
Vivimos reprimidos por el recuerdo, pero también de manera fáctica, pues los comportamientos de las generaciones anteriores dejaron su huella y el conservadurismo de la clase política —y en general de un gran núcleo de padres de familia— ante los jóvenes y sus actitudes había encontrado el pretexto para evitar que coadyuváramos con mayor responsabilidad en la transformación del país.
Otro evento que marcó el derrotero expresivo entre muchos de nosotros fue el concierto de Avándaro. Para los jóvenes de hoy, acostumbrados a concurrir en reuniones multitudinarias en las que sus grupos favoritos los deleitan con sus creaciones, resulta inaudito saber que los conciertos masivos estuvieron prohibidos por mucho tiempo. El desborde juvenil de 1971, en esa población cercana a Valle de Bravo, expresó los límites de quienes fueron reprimidos años antes por un movimiento con carácter social y político. Una chica se despojó de sus ropas y causó sensación.
Pero nuestro Woodstock resultó contraproducente para los que entonces éramos muy pequeños. La tradición mexicana del “portazo” repercutió en la constante presencia policiaca y en desmanes de consecuencias. Garrotazos y gases lacrimógenos eran aguantados con enjundia, todo con tal de ver en el escenario a nuestros ídolos. Pero llegó la prohibición y un largo ayuno; órdenes gubernamentales nos negaron la intervención abierta en este tipo de actividades. Tuvo que presentarse un cambio generacional para que la situación se normalizara. Entre tanto, los que crecimos en los años setenta permanecimos alejados de tales acontecimientos por temor a ser reprimidos.

En la actualidad las cosas son distintas. Los medios de comunicación han tenido un crecimiento exponencial y las versiones de lo sucedido permiten reflexionar con mejores elementos. Los jóvenes toman con escepticismo lo que se les dice acerca del pasado inmediato, al que consideran superado, con la convicción de que no podrá repetirse. No sé si será por distracción o por ignorancia, pero para muchos de ellos, el 2 de octubre ya se olvidó. Dicen que protestan sin miedo pero, contradictoriamente, lo hacen embozados. Ojalá que las circunstancias no los lleven a protagonizar un hecho como el que nos marcó a los hoy casi cincuentones, a quienes —por apatía— nos llamaron “generación X”.
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