por Luis Fernando Granados *
1. A propósito del cumpleaños 88 de Arnoldo Martínez Verdugo, varios ex comunistas con presencia mediática evocaron la semana pasada la persona y el legado del último secretario general del PCM y único candidato presidencial del PSUM: Roger Bartra en un homenaje ex profeso, Roberto Zamarripa en Reforma, Adolfo Sánchez Rebolledo en La Jornada y aun Julián Andrade en La Razón. Lo hicieron con textos que, en el mejor de los casos, son expresiones nostálgicas que por ello no pueden suscitar sino respeto y simpatía (el de Zamarripa en particular) y, en el peor, con artefactos retóricos que buscan justificar el presente de sus autores: tras leerlos, era difícil no concluir que el Martínez Verdugo de los años sesenta y setenta era ante todo un demócrata.
2. Poco después, hacia el final de la semana, las autoridades culturales del estado —y también el gobernador de Aguascalientes— iniciaron los festejos conmemorativos del centenario de la muerte de José Guadalupe Posada en 1913. Además anunciar un par de magnas exposiciones en el Munal y en el Museo Nacional de la Estampa, los funcionarios derrocharon un torrente de elogios para el grabador más famoso de México, quien, en palabras de Rafael Tovar y de Teresa, fue “el primero que se ocupa del México no incluido” —lo acaso quiere decir que Posada fue un abogado de las clases menesterosas antes que un artista revolucionario (esto es, revolucionario como artista).

3. Se dice a menudo que la historia no es más que la versión colectiva de la memoria: que la necesidad social de ubicarse en el tiempo y en el espacio por medio del pasado es la primera y principal razón de ser de la historia. La equiparación tiene sin duda algo de cautivante, pues de golpe reivindica para nuestra disciplina un lugar social digno y necesario. Pero es fundamentalmente problemática.
Y no sólo porque antromorfizar a la sociedad conlleva los mismos riesgos, epistemológicos y políticos, que tuvo en los siglos XIX y XX extrapolar los rasgos de las personas a la naturaleza, las naciones o el devenir histórico mismo. También es inconveniente porque silencia y contribuye a disolver la vocación crítica que la disciplina ha ido lentamente construyendo en los últimos quinientos años; esto es, la voluntad y la capacidad para dudar de las verdades seculares contenidas en relatos, leyendas, costumbres y monumentos.
Mientras que la memoria selecciona y así construye una imagen particular del pasado con propósitos neta y legítimamente presentistas, la historia como saber crítico ha intentado, por el contrario, ser al menos consciente de esa condición utilitaria, distanciarse de ella lo más posible y de este modo cuestionar el carácter incontrovertible que adquiere la memoria cuando se consolida. Por lo menos desde los tiempos de Lorenzo Valla —el filólogo romano que desmontó la “donación de Constantino”—, la historia ha sido también un ejercicio de incredulidad, una práctica subversiva, la apuesta de quien prefiere la incertidumbre a las certezas.
Poco importa si para ello fue necesario objetivar el pasado, convertirlo en una cosa en sí misma diferente y distanciada del presente: ¿de qué otro modo destruir los relatos únicos, las verdades pétreas, si no era anteponiéndoles otras voces, otros relatos, otras piedras?
La juxtaposición de relatos, imágenes y restos heterogéneos y contradictorios, no resuelve, por supuesto, el problema de la verdad que enfrentamos todos quienes nos ocupamos del pasado. Es obvio que tampoco lo hacen la lectura entre líneas, la construcción de contextos o el inferir los motivos de las «fuentes». Pero renunciar a la duda metódica, al hechizo de los archivos y las ruinas, puede conducir a algo peor: al entronizamiento acrítico del presente como medida única de validez.
* Profesor de tiempo completo, Departamento de Historia, UIA
0 comments on “Presentismo conmemorativo, historia en sí misma”